Luego —tan fácilmente como había aparecido— el brillo estelar se desvaneció, el Observador se hizo invisible y la máquina continuó en su camino al pasado.
Después le dije al Morlock cruelmente:
—Debe comprender esto, Nebogipfeclass="underline" no tengo intención de regresar al futuro después de este último viaje.
Envolvió los salientes de la máquina con los dedos.
—Sé que no puedo regresar —dijo—. Lo sabía incluso al saltar dentro de la máquina. Incluso si su intención fuese regresar al futuro…
—¿Sí?
—Pero el nuevo viaje en el tiempo de esta máquina provocará inevitablemente otro ajuste impredecible de la historia. —Se volvió hacia mí con los ojos enormes tras las gafas—. ¿No lo entiende? Mi historia, mi hogar, están perdidos, quizá destruidos. Me he convertido en un refugiado del tiempo… Como usted.
Sus palabras me helaron. ¿Podría tener razón? ¿Podría estar causando más daño en el cuerpo de la historia con esta nueva expedición, incluso estando allí sentado?
¡Se reforzó así mi decisión de arreglarla todo, de poner fin al poder destructivo de la Máquina del Tiempo!
—Pero si ya lo sabia, su temeridad al seguirme no-fue sino locura…
—Quizá. —Su voz estaba apagada al tener la cabeza entre los brazos—. Pero ver cosas como las que he visto, viajar en el tiempo, obtener tanta información… ¡nadie de mi especie ha tenido jamás una oportunidad así!
Se quedó en silencio y mi simpatía hacia él aumentó. Me pregunté cómo habría reaccionado yo si se me hubiese presentado una oportunidad así. ¡Como lo había hecho el Morlock!
Los indicadores cronométricos seguían hacia atrás, y vi que se acercaban a mi propio siglo. El mundo se ordenaba de una forma más familiar: el Támesis fluía firmemente en su viejo cauce y puentes que creí reconocer lo cruzaban de pronto.
Manipulé las palancas. El Sol se hizo visible como un objeto discreto, que volaba sobre nuestras cabezas como una bala brillante; y el paso de las noches era ya evidente. Dos de los indicadores cronométricos ya estaban estacionarios; sólo miles de días —unos pocos años— quedaban por recorrer.
Vi que Richmond Hill se había congelado a mi alrededor, más o menos en la configuración de mis días. Como los árboles que me impedían la visión eran transparentes por efecto del viaje pude mirar con atención los prados de Petersham y Twickenham, todos motea
dos con los tocones de viejos árboles. Todo era acogedor y familiar, a pesar de que nuestra velocidad en el tiempo era tan alta que me resultaba imposible distinguir a la gente, los ciervos, las vacas o cualquier otro habitante de la colina, los prados o el río; y el parpadeo de noche y día lo bañaba todo en una iluminación antinatural. A pesar de todo eso, ¡casi estaba en casa!
Presté atención a los indicadores cuando el de los millares se acercó a cero. Ése era mi hogar, y necesité de toda mi determinación para no detener la máquina allí y entonces, ya que mis deseos de regresar a mi año eran intensos, pero mantuve las palancas en su posición, y vi cómo los indicadores se movían en las regiones negativas.
A mi alrededor la colina parpadeaba entre el día y la noche, con una ocasional mancha de color aquí y allá cuando un picnic permanecía lo suficiente sobre la hierba como para que fuese registrado por mi vista. Finalmente, cuando los indicadores marcaban seis mil quinientos sesenta días antes de mi partida, manipulé nuevamente las palancas.
Detuve la Máquina del Tiempo en la profundidad de una noche sin luna y cubierta de nubes. Si había calculado correctamente, había llegado a julio de 1873. Con mis gafas Morlock vi la subida de la colina, la orilla del río y el rocío brillando en la niebla; y podía ver que
—aunque los Morlocks habían colocado la máquina en una zona descubierta de la colina, a media milla de mi casa— no había nadie para presenciar nuestra llegada. Los ruidos y olores de mi siglo me inundaron: el intenso olor de la madera quemándose en alguna chimenea, el lejano murmullo del Támesis, el soplo de la brisa entre los árboles, las llamas de nafta en las carretillas de los vendedores ambulantes. Todo era delicioso, familiar. ¡Una bienvenida!
Nebogipfel se puso cuidadosamente en pie. Había metido los brazos en las mangas de la chaqueta, y ahora la prenda colgaba sobre él como si fuese un niño.
—¿Estamos en 1891?
—No —dije.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que hemos viajado aún más atrás en el tiempo. —Miré por la colina hacia mi casa—. Nebogipfel, en un laboratorio de ahí arriba, un temerario joven se embarca en una serie de experimentos que conducirán, al final, a la creación de la Máquina del Tiempo…
—Quiere decir…
—Que éste es el año 1873. ¡Y pronto me encontraré con mi yo más joven!
Su pequeña cara cubierta por las gafas giró hacia mí en lo que parecía un gesto de sorpresa.
—Venga, Nebogipfel, y ayúdeme a encontrar un lugar para esconder este artefacto.
2. HOGAR
No puedo explicar lo extraño que me resultaba caminar por el aire nocturno de Petersham Road, dirigiéndome a mi casa, ¡con un Morlock a mi lado!
La casa era la última de una fila, tenía ventanas grandes, un dintel tallado de forma no demasiado ambiciosa y un porche con falsos pilares griegos. En la fachada había una zona con escalones que llevaban al sótano, con una barandilla de metal delicada y pintada de negro. Daba la impresión de ser una imitación de las verdaderas casas señoriales de Green, o de la cima de la colina; pero era un lugar grande, lleno de habitaciones y confortable que había comprado a buen precio de joven y del que no tenía intención de mudarme.
Pasé la fachada de largo y me dirigí a la parte de atrás de la casa. Allí había balcones con delicadas pilastras de hierro pintadas de blanco, que miraban al oeste. Podía distinguir las ventanas del salón y del comedor ahora a oscuras (me vino a la cabeza que no estaba seguro de la hora), pero tenía la sensación de que faltaba algo en el salón. Me llevó algo de tiempo darme cuenta de qué era —la ausencia inesperada es más difícil de reconocer que la presencia incongruente—. En el baño que construiría más tarde. En 1873, ¡todavía debía lavarme en una bañera portátil que un sirviente me traía al dormitorio!
Y en aquel desproporcionado invernadero que salía de la parte de atrás de la casa estaba mi laboratorio, donde —vi con anticipación— todavía brillaba una luz. Los invitados de la cena ya se habrían ido, y los sirvientes ya se habrían retirado; pero él —yo— todavía trabajaba.
Sufrí una mezcla de emociones que supongo ningún hombre había sentido antes; allí estaba mi hogar, ¡y sin embargo, no podía considerarlo mío!
Volví a la puerta principal. Nebogipfel estaba de pie en el camino
desierto; parecía evitar acercase a los escalones, ya que el pozo al que daban erá muy negro, incluso con las gafas.
—No debe tener miedo —dije—. Es bastante común tener la cocina y demás en el sótano en las casas de este tipo… Los peldaños y la barandilla son resistentes.
Nebogipfel, anónimo tras las gafas, examinó incrédulo los escalones. Supongo que su cautela provenía de la ignorancia de la potencia de la tecnología del siglo diecinueve —había olvidado lo extraño que todo debía parecerle—, pero, aún así, algo de su actitud me desconcertó.
Recordé, y me sorprendió, un fragmento curioso de mi propia infancia. La casa en la que crecí era grande y tortuosa —de hecho, poco práctica— y tenía pasadizos subterráneos que iban de la casa a las caballerizas, la despensa y otras dependencias: esos pasadizo eran comunes en casas de la época. Había rejas en el suelo a intervalos: objetos redondos y negros que cubrían los respiraderos de los pasadizos. Recordé el terror que sentía de niño ante aquellos pozos del suelo. Quizá sólo eran respiraderos; ¿pero qué sucedería, razonaba mi imaginación infantil, si una mano huesuda atravesaba las barras y me agarraba por el tobillo?