Se me ocurrió —creo que algo en la actitud cautelosa de Nebogipfel me obligaba a esas reflexiones— que había ciertas similitudes entre aquellos agujeros en el suelo de mi infancia y los pozos siniestros de los Morlocks… ¿Era ésa la razón, finalmente, por la que había atacado al niño Morlock en 657.208 d.C.?
¡No soy un hombre que disfrute con las introspecciones en su propio carácter! Injustamente, le dije irritado a Nebogipfeclass="underline"
—Además, ¡pensaba que a los Morlocks les gustaba la oscuridad! —y me volví para dirigirme a la puerta principal.
Todo era muy familiar, y aun así desconcertantemente diferente. Podía distinguir miles de pequeños cambios de dieciocho años en el futuro. Estaba el dintel viejo que haría cambiar, por ejemplo, y el lugar vacío donde instalaría la lámpara de arco a petición de Mrs. Watchets.
¡Entendí, de nuevo, qué asunto tan increíble era el viaje en el tiempo! Uno puede esperar cambios dramáticos en un viaje a través de miles de siglos —y los había encontrado—, pero incluso aquel pequeño salto de unas décadas me había convertido en un anacronismo.
—¿Qué hago? ¿Le espero?
Consideré la presencia de Nebogipfel a mi espalda. Llevando las gafas y la chaqueta, ¡parecía a la vez cómico y peligroso!
—Creo que sería más arriesgado si se quedase fuera. ¿Qué haría
si un policía le viese? Podría pensar que es un ladrón. Si le arrestasen…
¡No sabía si la posibilidad de un Morlock en una comisaría de policía de 1873 era cómica o alarmante! Sin la ayuda de las máquinas Morlock, Nebogipfel estaba indefenso; se había lanzado a la historia tan poco preparado como yo la primera vez.
—¿Y qué pasa con los perros? ¿O los gatos? Me pregunto qué pensaría el gato medio de la segunda mitad del diecinueve de un Morlock. Supongo que lo consideraría una buena comida… No, Nebogipfel. Teniéndolo todo en cuenta, creo que lo mejor es que se quede conmigo.
—¿Y el joven que va a visitar? ¿Qué pasa con su reacción?
Suspiré.
—Bien, siempre he tenido una mente abierta y flexible. ¡O al menos eso me gusta pensar…! Quizá lo descubra pronto. Además, su presencia me convencerá, le convencerá, de la verdad de mi historia.
Y, sin más dilación, tiré de la campana.
Oí puertas que se cerraban en el interior de la casa y un grito irritado:
—Está bien, ya voy yo…
Luego, oí pasos que corrían por el pasillo que unía el laboratorio con el resto de la casa.
—Soy yo —le susurré a Nebogipfel—. Él. Debe ser tarde y los sirvientes duermen.
Una llave luchó con la cerradura. Nebogipfel me susurró:
—Las gafas.
Me arranqué el anacronismo de la cara y lo metí en el bolsillo del pantalón, justo cuando se abría la puerta.
Allí había un joven, con la cara brillando como la luna a la luz de la vela que llevaba. La forma en que me miró, yo en mangas de camisa, fue rápida y el examen al que sometió a Nebogipfel fue aún más superficial (¡ahí quedaba el poder de observación del que me enorgullecía!).
—¿Qué diablos quieren? Es más de la una de la mañana, ¿saben?
Abrí la boca para hablar, pero el preámbulo cuidadosamente ensayado desapareció de mi mente.
¡Así me encontré conmigo mismo a la edad de veintiséis años!
3. MOSES
Desde aquella experiencia me he convencido de que todos nosotros, sin excepción, utilizamos los espejos para autoengañarnos. El reflejo que allí vemos está tan bajo nuestro control que favorecemos nuestros mejores atributos, aunque sea inconscientemente, y ajustamos nuestras peculiaridades a un modelo que ni nuestros amigos más íntimos reconocerían. Y, por supuesto, no tenemos la obligación de vernos desde los ángulos más desfavorables: desde la parte de atrás de la cabeza, o con nuestra gran nariz en todo su esplendoroso perfil.
Bien, allí tenía un reflejo que no estaba bajo mi control, y era una experiencia inquietante.
Tenía mi altura, por supuesto: es más, me sorprendí al darme cuenta, yo había encogido un poco en los dieciocho años que habían pasado. Su frente era extraña: muy ancha, como muchos me habían dicho, sin piedad, a lo largo de mi vida, y llena de un pelo corto marrón como de ratón, que todavía no había desaparecido ni encanecido. Los ojos eran de un gris claro, la nariz recta, la mandíbula firme; pero nunca había sido un tipo atractivo: era pálido por naturaleza, y esa palidez se veía incrementada por la largas horas que había pasado, desde los años de escolar, en bibliotecas, salas de estudio, aulas y laboratorios.
Sentí una vaga repugnancia; ¡había algo de Morlock en mí! ¿Siempre había tenido las orejas tan grandes?
Pero fueron las ropas las que me sorprendieron. ¡Las ropas!
Llevaba lo que recordaba como el disfraz de un dandi: un abrigo corto y rojo sobre un chaleco amarillo y negro repleto de botones dorados, botas altas y amarillas, y con un ramillete en el ojal.
¿Había llevado yo alguna vez aquellas ropas? ¡Debí haberlo hecho! Pero me hubiese sido difícil imaginar algo más alejado de mi estilo sobrio.
—Dios mío —no pude evitar decir—, viste como un payaso de circo.
Parecía indeciso, evidentemente vio algo extraño en mi cara, pero contestó con rapidez:
—Quizá debería cerrarle la puerta en la cara, señor. ¿Ha subido la colina para insultarme por mi forma de vestir?
Noté que las flores estaban algo marchitas, y podía oler el brandy en su aliento.
—Dígame. ¿Hoy es jueves?
—Ésa es una pregunta muy extraña. Debería…
—¿Sí?
Levantó la vela y me miró a la cara. Estaba tan fascinado conmigo —por su propia persona apenas entrevista— que ignoró al Morlock: ¡una criatura humanoide del lejano futuro, apenas a dos yardas de él! Me pregunté si no habría alguna torpe metáfora escondida en aquella pequeña escena: ¿había viajado en el tiempo sólo para buscarme a mí mismo?
Pero no tenía tiempo para ironías, ¡y me sentí algo avergonzado por haber. conjurado un pensamiento tan literario!
—Es jueves, de hecho. O lo era, ahora estamos en las primeras horas del viernes. ¿Qué pasa? ¿Y por qué no lo sabía? ¿Quién es usted, señor?
—Le diré quién soy —dije—. Y —señalé al Morlock, y los ojos de nuestro anfitrión se abrieron— quién es ése. Y la razón de que no esté seguro ni del día ni de la hora. Pero primero, ¿podemos entrar? Me agradaría un poco de su brandy.
Se quedó parado durante medio minuto, la mecha de la vela ardiendo en su lago de cera; y, lejano, oí el murmullo del Támesis al pasar lánguido bajo el puente de Richmond. Finalmente, dijo:
—Debería echarles a la calle, pero…
—Lo sé —dije amablemente.
Miré a mi joven persona con indulgencia; nunca había tenido miedo de las especulaciones arriesgadas, ¡y no podía ni imaginar qué hipótesis alocadas se estaban formando en esos momentos en aquella mente fecunda e indisciplinada!
Tomó una decisión. Se apartó de la puerta.
Le hice un gesto a Nebogipfel. Los pies del Morlock, sólo cubiertos por pelo, resonaron en el parquet de la entrada. Mi joven yo lo miró de nuevo, Nebogipfel le devolvió la mirada con interés, y el joven dijo:
—Es… ah… es tarde. No quiero levantar a los sirvientes. Vengan al comedor; seguramente será el lugar más cálido.
El salón estaba a oscuras, tenía un friso pintado y una hilera de colgadores para sombreros; el cráneo amplio de nuestro renuente anfitrión se recortaba a la luz de la vela al guiarnos hasta allí. En el comedor todavía había un brillo de carbones encendidos en el hogar. Nuestro anfitrión encendió las velas con la que llevaba, y la habitación se llenó de claridad ya que allí había una docena de velas o más: dos en candelabros de bronce sobre el mantel, con un tarro de tabaco lleno y complaciente en medio, y el resto en las paredes.