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Miré aquella habitación cálida y acogedora, ¡tan familiar y tan diferente por los distintos arreglos y redecoraciones! La pequeña mesa de la entrada que sostenía una pila de periódicos —repletos, sin duda, con los ominosos análisis de las últimas declaraciones de Disraeli, o quizá con terribles asuntos relativos a la Cuestión Oriental— y el sillón cerca del fuego, bajo y confortable. Pero no había ni rastro de mi juego de mesas octogonales, ni de mis lámparas incandescentes con flores de plata.

Nuestro anfitrión se acercó al Morlock. Se inclinó apoyando las manos en las rodillas.

—¿Qué es esto? Parece un mono, o un niño deforme. ¿Es su chaqueta lo que lleva puesto?

Me sorprendí ofendiéndome ante ese tono.

—«Eso» es «él». Y puede hablar por sí mismo.

—¿Puede? —Se volvió hacia Nebogipfel—. Es decir, ¿puede? Dios mío.

Se quedó mirando la cara peluda del pobre Nebogipfel, y yo me quedé de pie, intentando no manifestar mi impaciencia —por no decir vergüenza— ante tanta descortesía.

Recordó sus obligaciones.

—Oh —dijo—. Perdón. Por favor, siéntense.

Nebogipfel, perdido en la chaqueta, se quedó en medio de la alfombra. Miró primero el suelo y luego el resto de la habitación. Parecía esperar algo, y de pronto lo entendí. ¡Estaba tan habituado a la tecnología de su época que estaba esperando a que el mueble surgiese del suelo! Aunque, al conocernos mejor, el Morlock demostraría grandes conocimientos y flexibilidad mental, entonces estaba tan confundido como lo habría estado yo si buscase la espita del gas en la pared de una caverna de la Edad de Piedra.

—Nebogipfel —dije—, ésta es una época más simple. La formas son fijas. —Señalé la mesa del comedor y los asientas—. Debe elegir uno de ésos.

Mi yo más joven asistía a ese intercambio con evidente curiosidad.

El Morlock, después de vacilar unos segundos, eligió el sillón más aparatoso.

Llegué antes que él.

—Éste no, Nebogipfel —le dije con amabilidad—. No creo que lo encontrase cómodo. Podría intentar darle un masaje, pero no está diseñado para su peso…

El anfitrión me miró sorprendido.

Nebogipfel, bajo mi guía —me sentí como un padre inexperto al dirigirlo—, cogió una silla recta y se sentó en ella; los pies le colgaban como si fuese un niño peludo.

—¿Cómo sabía lo de mis Sillones Activos? —me exigió mi anfitrión—. Sólo se lo he mostrado a unos pocos amigos. El diseño todavía ni siquiera ha sido patentado…

No respondí: simplemente aguanté su mirada durante largos segundos. Podía ver que la extraordinaria respuesta a esa pregunta ya se formaba en su mente.

Apartó la vista.

—Siéntese —me dijo—. Por favor. Iré a buscar el brandy.

Me senté —¡en mi propio comedor con un Morlock por compañía!— y miré alrededor. En una de las esquinas del comedor, en su trípode, estaba el telescopio Gregoriano que había traído de casa de mis padres.

Un artefacto simple, capaz de producir sólo imágenes borrosas, y sin embargo, cuando era niño, una ventana al mundo maravilloso del cielo, y a la maravillas intrigantes de la óptica física.

Y, más allá de aquella habitación, estaba el oscuro pasillo hasta el laboratorio, con las puertas dejadas descuidadamente abiertas; pude ver partes del taller: la acumulación de aparatos, planos en el suelo, y varias herramientas y útiles.

Nuestro anfitrión se reunió con nosotros; traía, con torpeza, tres copas de brandy, y una jarra. Nos sirvió generosamente, y el líquido brilló bajo la luz de las velas.

—Tomen —dijo—. ¿Tienen frío? ¿Quieren que encienda el fuego?

—No —dije—,gracias.

Levanté el brandy, lo olí y lo dejé correr por la lengua.

Nebogipfel no cogió su vaso. Metió uno de sus pálidos dedos en el líquido, lo sacó y probó una gota. Pareció temblar. Entonces, delicadamente, apartó el vaso, ¡como si estuviese lleno hasta el borde del más repugnante de los licores!

Mi anfitrión lo observó con curiosidad. Entonces, con esfuerzo, se volvió hacia mí.

—Estoy en desventaja. No le conozco. Pero parece que usted sí me conoce a mí.

—Sí. —Sonreí—. Pero no sé exactamente cómo llamarle.

Frunció el ceño incómodo.

—No veo por qué eso sería un problema, mi nombre es…

Levanté la mano; había tenido una inspiración.

—No. Utilizaré, si me lo permite, Moses.

Tomó un largo sorbo de brandy, y me miró con rabia sincera en los ojos.

—¿Cómo sabe eso?

¡Moses!, mi odiado nombre de pila, por el que me habían atormentado infinitamente en la escuela, y que había mantenido en secreto desde que dejé la casa de mis padres.

—No importa —dije—. Su secreto está a salvo conmigo.

—Mire, me estoy empezando a cansar de estos juegos. Aparece con su acompañante y hace comentarios sobre mis ropas. ¡Y todavía no conozco su nombre!

—Pero —dije—, quizá sí lo sabe.

Sus largos dedos se cerraron alrededor del vaso.— Sabía que sucedía algo extraño y maravilloso, ¿pero qué? Podía ver en su rostro, tan claro como el día, la mezcla de impaciencia, emoción y algo de miedo que yo mismo había sentido tantas veces al enfrentarme a lo desconocido.

—Mire —dije—, estoy listo para contarle todo lo que quiera saber, se lo prometo. Pero primero…

—¿Sí?

—Sería un honor para mí ver su laboratorio. Y estoy seguro de que a Nebogipfel también le gustaría. Cuéntenos algo de usted —dije—. Y así sabrá sobre mí.

Se quedó sentado durante un rato, sosteniendo la bebida. Entonces, con un movimiento brusco, volvió a llenar los vasos, se levantó y cogió una vela de la mesa.

—Vengan conmigo.

4. EL EXPERIMENTO

Con la vela en alto, nos guió por el frío pasillo hasta el laboratorio. Conservo claramente esos pocos segundos en la memoria: la luz de la vela proyectando sombras inmensas del ancho cráneo de Moses, y sus botas y chaqueta resplandeciendo bajo la incierta luz; tras de mí el Morlock pisaba con suavidad, y en aquel recinto cerrado su olor era muy penetrante.

En el laboratorio, Moses recorrió las paredes y bancos encendiendo velas y lámparas incandescentes. Pronto el lugar quedó muy iluminado. Las paredes eran blancas y no tenían adornos —exceptuando algunas toscas notas de Moses pegadas a ellas— y la única librería estaba llena de revistas, textos básicos y volúmenes de tablas matemáticas y medidas físicas. El lugar estaba frío; como iba en mangas de camisa tirité y cerré los brazos alrededor del cuerpo.

Nebogipfel se dirigió hacia la librería. Se inclinó y examinó los lomos rotos de los volúmenes. Me pregunté si podría leer en inglés; no había visto señales de papel o libros en la Esfera, y las palabras en los ubicuos paneles azules me habían resultado desconocidas.

—No me interesa hacerles un resumen biográfico —dijo Moses—. Y tampoco —añadió con mayor dureza— entiendo todavía por qué está tan interesado en mí. Pero estoy dispuesto a jugar su juego. Atiendan: supongamos que repasamos mis descubrimientos experimentales más recientes. ¿Qué les parece?

Sonreí. ¡Qué propio de mí —de él— no tener nada más en mente que el acertijo de turno!