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Fue hasta un banco de trabajo, donde se encontraba una combinación caótica de retortas, lámparas, retículas y lentes.

—Les agradecería que no tocasen nada. Puede parecer un poco desordenado, ¡pero les aseguro que hay una lógica! Les puedo asegurar que tengo grandes problemas en mantener alejada a Mrs. Penforth y sus útiles de limpieza.

¿Mrs. Penforth? Había querido preguntar por Mrs. Watchets, pero entonces recordé que Mrs. Penforth había sido la predecesora de Mrs. Watchets. La había despedido unos quince años antes de mi partida cuando la pillé hurtando en mi reserva de diamantes industriales. Consideré advertir a Moses de ese hecho, pero no había habido daños; y pensé con un extraño paternalismo hacia mi yo más joven que seguramente sería bueno para Moses que se tomara más interés por los asuntos de la casa de vez en cuando, ¡y que no lo dejase todo al azar!

Moses continuó:

—Mi campo es la óptica física, es decir, las propiedades físicas de la luz, que…

—Lo sabemos —dije con amabilidad.

Frunció el ceño.

—De acuerdo. Bien, recientemente, me he desviado a un extraño enigma: el estudio de un nuevo mineral, del cual obtuve una muestra por casualidad hace dos años.

Me mostró una botella normal de medicinas con un tapón de goma: la botella estaba llena a medias de un polvo fino y verdoso de extraño brillo.

—Miren: ¿pueden ver ese ligero brillo que tiene, como si se iluminase desde dentro? —Y ciertamente el material brillaba como si estuviese compuesto de diminutas bolitas de vidrio—. ¿Pero dónde está la fuente de energía de esa luminiscencia?

»Por ahí he comenzado mis investigaciones. Primero a ratos perdidos porque tengo trabajo que hacer. Dependo de becas y comisiones, que a su vez dependen de que construya un flujo respetable de resultados. No tengo tiempo para perseguir espejismos… Pero después —él mismo lo admitió— esta plattnerita acabó absorbiendo gran parte de mi tiempo. Le di el nombre de plattnerita por el tipo misterioso, Gottfried Plattner decía llamarse, que me la donó.

»No soy químico, incluso en el límite de los tres gases mi química práctica ha sido siempre provisional, pero aun así, me entregué con todo mi ser. Compré tubos de ensayo, gas y quemadores, papel tornasol y todo el resto de la parafernalia. Puse la sustancia en tubos de ensayo y la probé con agua y ácidos: sulfúrico, nítrico y clorhídrico, sin descubrir nada. Luego la quemé con el quemador. —Se rascó la nariz—. La explosión resultante destrozó una de las ventanas y arruinó una pared —dijo—.

Había sido la pared sudoriental la que había sufrido daños, y en aquel momento —no pude evitarlo— miré en esa dirección, pero no había nada que lo señalase porque había sido reparada. Moses notó mi mirada con curiosidad, ya que él no había indicado la pared.

—Después de ese fallo —continuó—, comprendí que no me había acercado a una solución del problema de la plattnerita. Entonces, sin embargo —su tono se animó—, comencé a aplicar algo de lógica al asunto. La luminiscencia es, después de todo, un fenómeno óptico. Por lo que, razoné, quizá la clave de los secretos de la plattnerita no estuviese en la química sino en sus propiedades ópticas.

¡Sentí una satisfacción peculiar —una remota autosatisfacción al oír su resumen de mi proceso deductivo! Y todo lo que sabía era que Moses disfrutaba de su propia narración: siempre me ha gustado contar una buena historia, sin que me importase el público. Creo que tengo algo de artista del espectáculo.

—Por tanto, retiré mis cacharros de químico aficionado —siguió Moses—, y comencé una nueva serie de pruebas. Pronto encontré fenómenos anómalos: resultados aberrantes relativos al índice de refracción de la plattnerita, que como sabrán depende de la velocidad de la luz dentro de la sustancia. Resultó que el comportamiento de los rayos de luz que atraviesan la plattnerita es muy peculiar. —Se volvió hacia el experimento en el banco de trabajo—. Ahora, miren aquí; ésta es la demostración más clara de las anomalías ópticas de la plattnerita que he podido desarrollar.

Moses creó su prueba en tres partes en línea. Había una pequeña lámpara eléctrica con un espejo curvo detrás, y aproximadamente a una yarda, una pantalla blanca que se mantenía vertical; entre esos dos, había un panel de cartón con aberturas. Tras la lámpara, los cables llevaban a una célula electromotriz bajo el banco.

El conjunto era lúcidamente simple: siempre he buscado demostraciones lo más evidentes posible de cualquier nuevo fenómeno. Es mejor centrar la mente en el fenómeno en sí y no en las deficiencias del conjunto experimental, o —es siempre una posibilidad— en algún truco por parte del experimentador.

Moses cerró un interruptor y la lámpara se encendió. El panel de cartón ocultó la luz exceptuando un débil brillo central producido en la pantalla por las aberturas.

—Luz de sodio —dijo Moses—. Es casi un color puro, en oposición, digamos, a la luz blanca del sol, que es una mezcla de todos los colores. El espejo tras la lámpara es parabólico, por lo que refleja toda la luz de la lámpara hacia el panel interpuesto.

Señaló los caminos de los rayos de luz hacia el cartón.

—En el cartón he abierto dos ranuras. Las ranuras están separadas sólo por una fracción de pulgada, pero la estructura de la luz es tan reducida que la ranuras están separadas por unas trescientas longitudes de onda. Los rayos salen de las ranuras… —siguió señalando con el dedo— y viajan hacia la pantalla, que está aquí. Los rayos producen un patrón de interferencia, las crestas y valles se refuerzan o se cancelan alternativamente. —Me miró vacilante—. ¿Están familiarizados con el concepto? Se obtendría el mismo efecto si se arrojasen dos piedras en un charco quieto y examinasen la evolución de las ondas…

—Lo entiendo.

—Bien, de la misma forma, estas ondas de luz, arrugas en el éter, interfieren las unas en las otras, y crean un patrón que puede ser observado en la pantalla. —Señaló la mancha de luz amarilla que había llegado a la pantalla desde las dos rendijas—. ¿Puede verlo? En realidad se necesita una lupa, pero está ahí, justo en el centro de la pantalla, una serie de bandas alternas de luz y sombra a unas pocas décimas de pulgada unas de otras. Bien, ésos son los puntos donde se combinan los rayos de las ranuras.

Moses se enderezó.

—La interferencia es un fenómeno bien conocido. Es un experimento usado normalmente para determinar la longitud de onda de la luz de sodio, que resulta ser de una quincuagésima millonésima parte de pulgada, por si les interesa.

—¿Y la plattnerita? —preguntó Nebogipfel.

Moses se alteró al oír los tonos líquidos del Morlock, pero se recuperó admirablemente. De otra parte del banco sacó un trozo de vidrio, de unas seis pulgadas cuadradas, sostenido en vertical por una base. El cristal parecía manchado de verde.

—Aquí tengo algo de plattnerita. En realidad este trozo está formado por dos láminas de vidrio con la plattnerita colocada en medio. ¿Lo ven? Ahora, miren lo que pasa cuando coloco la plattnerita entre el cartón y la pantalla…

Le llevó un poco ajustarlo, pero se las arregló para que una de las ranuras permaneciese libre y la otra estuviese cubierta por la plattnerita. Por lo tanto, un conjunto de rayos debía pasar por la plattnerita antes de llegar a la pantalla.

La imagen de anillos de interferencia en la pantalla se hizo más tenue —se tiñó de verde— y el patrón se desplazó y quedó distorsionado.

Moses dijo:

—Ahora los rayos son menos puros, por supuesto, parte de la luz de sodio se dispersa en la plattnerita, y emerge con la longitud de onda apropiada a la parte verde del espectro, pero suficiente cantidad de la luz de sodio original pasa a través de la plattnerita sin dispersión, por lo que persiste el fenómeno de interferencia. Pero ¿pueden ver los cambios producidos?