Encontré la Kodak, y desenterré el flash. La cámara estaba cargada con un rollo de cien negativos. Recordé lo cara que me había parecido cuando la compré (no menos de veinticinco dólares, adquirida en un viaje a Nueva York), pero si volvía con imágenes del futuro cada uno de los negativos, de cinco centímetros, valdría más que la más hermosa de las pinturas.
Finalmente, me pregunté: ¿estoy preparado? Pedí consejo a la pobre Mrs. Watchets, aunque no le revelé, por supuesto, adónde pretendía viajar. La buena mujer (impasible, honrada, normal, y sin embargo de corazón fiel a imperturbable) echó un vistazo al interior de la mochila, llena a reventar, y alzó una formidable ceja. Luego fue a mi laboratorio y volvió con ropa interior y calcetines limpios, y —¡la hubiese besado!— mi pipa, limpiadores y un bote de tabaco.
De esta forma, con mi combinación normal de febril impaciencia e inteligencia superficial —y con infinita confianza en la buena voluntad y sentido común de los demás— me preparé para viajar en el tiempo.
Con la mochila bajo un brazo y la Kodak bajo el otro, me dirigí al laboratorio, donde me esperaba la Máquina del Tiempo. Cuando llegué al salón, me sorprendí al encontrarme con un visitante: uno de mis invitados de la noche anterior, y quizá mi amigo más íntimo; se trataba del Escritor del que ya he hablado. Estaba de pie en el centro de la habitación, embutido en un traje que le sentaba mal, con el nudo de la corbata tan mal hecho como era posible y con las manos colgando torpemente. De nuevo recordé que, del círculo de amigos y conocidos a quienes había reunido para que fuesen los primeros testigos de mis descubrimientos, ese honrado joven fue el que escuchó con mayor interés, con un silencio lleno de simpatía y fascinación.
Me sentí extrañamente feliz al verlo, y agradecido de que hubiese venido; de que no me hubiese considerado un excéntrico, como otros, después de mi actuación la noche anterior. Me reí y, cargado como estaba con la mochila y la cámara, le tendí un codo; cogió la articulación y la agitó solemnemente.
—Estoy muy ocupado con eso de ahí —señalé.
Me miró con atención; en sus ojos azules me pareció descubrir una decidida voluntad de creerme.
—¿No es un engaño? ¿Realmente puede viajar en el tiempo?
—Así es —dije, sosteniendo su mirada todo lo que pude, porque quería que confiara en mí.
Era un hombre bajo y rechoncho, le temblaba el labio inferior, su frente era ancha, tenía patillas finas y orejas feas. Era joven, de unos veinticinco años, creo, dos décadas menor que yo. Aun así, su pelo desmadejado ya raleaba: Caminaba a saltos y demostraba energía, pero parecía siempre enfermo: sabía que sufría de hemorragias; de vez en cuando, debido a un golpe en los riñones que recibió en un partido de fútbol cuando trabajaba como profesor en una escuela galesa olvidada de Dios. Aquel día, sus ojos azules, aunque cansados, estaban llenos de su habitual inteligencia y preocupación por mí.
Mi amigo trabajaba como profesor (en aquella época, para alumnos por correspondencia); pero era un soñador. En nuestras agradables cenas de los jueves por la noche en Richmond, nos ilustraba con sus especulaciones sobre el pasado y el futuro, y compartía con nosotros sus ultimas reflexiones sobre el análisis terrible y ateo de Darwin. Soñaba con el perfeccionamiento de la especie humana. Era justo la persona que desearía de todo corazón que mis relatos de viajes en el tiempo fuesen ciertos.
Lo llamo «Escritor» por cortesía, supongo, ya que por lo que sabía sólo había publicado extrañas especulaciones en revistas universitarias y similares; pero no tenía dudas de que su cerebro vivaz se abriría algún hueco en el mundo de las letras y, mejor aún, él tampoco lo dudaba.
Aunque deseaba partir, me detuve un momento. Quizás el Escritor pudiese ser testigo de mi nuevo viaje. De hecho, podría ser que ya estuviese planeando relatar mi primera aventura para publicarla de alguna forma.
Bien, tenía mi bendición.
—Sólo necesito media hora —dije, calculando que podría volver a ese preciso tiempo y lugar simplemente accionando las palancas de mi máquina, sin que importase el tiempo que decidiese pasar en el futuro o en el pasado—. Sé por qué ha venido y es muy amable por su parte. Aquí tiene algunas revistas. Si espera al almuerzo, le daré pruebas del viaje en el tiempo, con especimenes y todo. Pero ahora debo dejarle.
Asintió. Le saludé y, sin más preámbulos, recorrí el pasillo hasta mi laboratorio.
Así me despedí del mundo de 1891. Nunca he sido hombre de profundas ataduras, y no me gustan las despedidas exageradas; pero si hubiese sabido que nunca volvería a ver al Escritor (al menos, no en carne y hueso) creo que hubiese sido más ceremonioso.
Entré en el laboratorio. Tenía el aspecto de un taller. Había un torno de vapor colgado del techo, con él se accionaban varias maquinas por medio de cinturones de cuero; y fijados a bancos por el suelo había tornos más pequeños, una trituradora, prensas, equipos de soldadura de acetileno, tornillos y demás. Piezas de metal y pianos dormían en los bancos, y los frutos abandonados de mi trabajo yacían en el polvo del suelo, ya que por naturaleza no soy un hombre ordenado; por ejemplo, en el suelo encontré la barra de níquel que me había retrasado en mi primer viaje al futuro: una barra que había resultado ser una pulgada demasiado corta y que tuve que rehacer.
Reflexioné que había pasado casi dos décadas de mi vida en esa habitación. El lugar era un invernadero rehabilitado que daba al jardín. Había sido construido sobre una estructura de hierro pintado de blanco, y una vez tuvo una vista decente al río; pero hacía ya tiempo que había cubierto las ventanas, para asegurarme una luz constante y para protegerme de la curiosidad de mis vecinos. Los diversos aparatos y herramientas se entreveían en la oscuridad, y ahora me recordaban las enormes máquinas que había vislumbrado en las cavernas de los Morlocks. ¡Me pregunté si yo mismo no tendría algo de Morlock! Cuando volviese, decidí, quitaría los paneles y volvería a poner vidrios, para convertirlo así en un lugar de luz Eloi en lugar de tinieblas Morlock.
Entonces me dirigí a la Máquina del Tiempo.
La forma inmensa y torcida se encontraba en la parte noroeste del taller, donde, ochocientos milenios en el futuro, los Morlocks la habían arrastrado, en su empeño por atraparme en el interior del pedestal de la Esfinge Blanca. Arrastré la máquina de nuevo a la esquina sudoeste del laboratorio, donde la había construido. Cuando lo hube logrado, me incliné y en la oscuridad localicé los cuatro indicadores cronométricos que median el paso de la máquina a través del conjunto fijo de días de la historia; por supuesto, las agujas marcaban todas cero, ya que la máquina había regresado a su propio tiempo. Además de la fila de indicadores, había dos palancas que guiaban a la bestia: una para el futuro y otra para el pasado.
Me adelanté y empujé impulsivamente la palanca del futuro. La rechoncha masa de metal y marfil tembló como si estuviese viva. Sonreí. ¡La máquina me recordaba que ya no pertenecía a este mundo, a este Espacio y Tiempo! Única entre todos los objetos del universo, exceptuando aquellos que había llevado conmigo, esa máquina era ocho días más vieja que su mundo: había pasado una semana en la era de los Morlocks, pero había vuelto el mismo día de la partida.