Moses lo pensó y luego entró tras de mí en el fuerte.
—Un delicioso uso del ingenio británico —me dijo—. ¡Mira el grosor del casco! La balas deben rebotar como gotas de lluvia. Sólo un cañón podría detener a esta criatura.
La pesada portezuela se cerró a nuestras espaldas; se ajustó a sus enganches de un golpe y los cierres de goma se pegaron al casco.
Así quedó excluida la luz del sol.
Nos escoltaron al centro de una galería estrecha que recorría todo el fuerte. En aquel espacio resonaba el ruido de los motores. Olía a aceite de motor y a petróleo, además del penetrante olor a cordita; hacía demasiado calor, y sentí que me corría inmediatamente el sudor por el cuello. La única fuente de luz eran dos lámparas eléctricas; insuficiente para iluminar aquel espacio compacto y largo.
El interior del fuerte quedó grabado en mi mente con trazos a media luz y sombras. Podía ver la forma de ocho grandes ruedas —cada una de diez pies de diámetro— alineadas a los lados del fuerte, y protegidas en el casco. En la parte delantera del fuerte, en el morro, había un solo soldado en una silla de lona; estaba rodeado de palancas, indicadores y lo que parecían las lentes de un periscopio; supuse que sería el conductor. En la parte trasera del fuerte estaban los motores y el centro de transmisiones. Allí pude ver las voluminosas formas de unas máquinas; en la oscuridad, los motores parecían más la prole de grandes bestias que algo construido por manos humanas. Los soldados iban y venían alrededor de las máquinas, con máscaras y guantes, como si sirviesen a un ídolo de metal.
Pequeñas cabinas, estrechas y de aspecto incómodo, colgaban del techo; y en cada una pude ver el perfil borroso de un soldado. Cada soldado portaba una variedad de armas e instrumentos ópticos, la mayoría de diseño desconocido para mí, que surgían del casco de la nave. Debía de haber unas dos docenas de aquellos artilleros —todos llevaban máscara y vestían los trajes de lona con gorra— y nos miraban abiertamente. ¡Pueden imaginar cómo el Morlock atraía sus miradas!
Era un lugar desolado e intimidante: un templo móvil dedicado a la fuerza bruta. No podía sino compararlo con la ingeniería sutil de los Morlocks de Nebogipfel.
El soldado joven vino hacia nosotros; ahora que el fuerte volvía a estar sellado, se había quitado la máscara —colgaba de su cuello como una cara arrancada— y pude ver que realmente era muy joven.
—Por favor, vengan —dijo—. Al capitán le gustaría darles la bienvenida a bordo.
Bajo su guía formamos una línea y comenzamos a caminar cuidadosamente —bajo la atenta y silenciosa mirada de los soldados— hacia el morro del fuerte. El suelo estaba al descubierto, y nos vimos obligados a usar pasarelas estrechas; los pies desnudos de Nebogipfel pisaban casi silenciosos sobre el metal.
Cerca del morro de ese barco terrestre, y un poco por detrás del conductor, había una cúpula de bronce y hierro que se extendía hasta el techo. Bajo la cúpula había un individuo —con una máscara y las manos en la espalda— con el aire de ser quien controlaba el fuerte. El capitán llevaba ropas y boina similares a las del soldado que nos había recibido, con sus charreteras a hombros y armas al cinto; pero aquel oficial superior también llevaba cinturones de cuero entrecruzados y otras insignias del rango.
Moses miraba a su alrededor con ávida curiosidad. Señaló el conjunto de escalas por encima del capitán.
—Mira ahí —dijo—. Apuesto a que puede hacer bajar una escalera por medio de esas palancas, ¿ves? Y luego subir a la cúpula. Eso le permitiría ver todo alrededor de esta fortaleza, para dirigir mejor a los ingenieros y artilleros. —Parecía impresionado por el ingenio que habían invertido en aquel monstruo para la guerra.
El capitán se adelantó, pero con una cojera evidente. Ahora llevaba la máscara detrás y su rostro estaba al descubierto. Podía ver que esa persona era muy joven, en evidente estado de buena salud —aunque extraordinariamente pálida— y de un tipo que uno asocia con la marina: alerta, calmada, inteligente y profundamente competente. Se había quitado un guante y extendía la mano hacia mí. Tomé la mano ofrecida —era pequeña y la mía la envolvió como si fuese la de un niño— y miré, con un asombro que no podía ocultar, la cara.
El capitán dijo:
—No esperaba esta multitud de pasajeros; supongo que no sabíamos qué esperábamos, pero sean bienvenidos, y les aseguro que se les tratará bien. —La voz era ligera, pero más ronca que el fondo de los motores. Los ojos azul pálido se deslizaron sobre Moses y Nebogipfel, con algo de humor—. Bienvenidos al Lord Raglan. Mi nombre es Hilary Bond; soy capitán del Noveno Batallón del Regimiento Real de Juggernauts.
¡Era cierto! Aquel capitán —un soldado con experiencia ganada con heridas, y comandante de la máquina de matar más temible que podía haber imaginado— era una mujer.
8. VIEJAS AMISTADES RENOVADAS
Ella sonrió, poniendo así de relieve una cicatriz en su mentón, y vi que no podía tener más de veinticinco años.
—Mire, capitana —dije—, exijo saber con qué derecho nos retiene.
Permaneció serena.
—Mi misión es una prioridad de la defensa nacional. Lo siento si…
Pero ahora fue Moses el que se adelantó; con su llamativo traje de dandi parecía fuera de lugar en medio del monótono interior militar.
—Señora capitana, ¡no hay necesidad de defensa nacional en el año 1873!
—Pero sí la hay en el año 1938. —La capitana era inamovible; radiaba un aire de control firme—. Mi misión ha sido preservar las investigaciones científicas que se realizaban en la casa de Petersham Road. En particular, desalentar interferencias anacrónicas en ese proceso.
Moses hizo una mueca.
—«Interferencias anacrónicas.» Supongo que habla de viajeros del tiempo.
Sonreí.
—¡Adorable palabra, ese desalentar! ¿Creen que han traído armas suficientes para desalentar eficazmente?
Nebogipfel se adelantó.
—Capitana Bond —dijo el Morlock lentamente—, estoy seguro de que apreciará que su misión es un absurdo lógico. ¿Sabe quiénes son estos hombres? ¿Cómo puede preservar la investigación cuando su creador —señaló a Moses con una mano peluda— es secuestrado de su propia época?
Ante eso, Bond miró al Morlock durante largos segundos; ¡luego volvió su atención a Moses —y a mí— y creo que vio, por primera vez, nuestro parecido! Nos hizo preguntas a todos, destinadas a confirmar la veracidad de las palabras del Morlock y la identidad de Moses. No lo negué —no podía ver ninguna ventaja de cualquier forma—; quizás, supuse, se nos trataría mejor si pensasen que teníamos alguna importancia histórica; pero dije lo menos posible sobre mi identidad compartida con Moses.
Finalmente, Bond susurró breves instrucciones a un soldado que se dirigió a otra parte de la nave.
—Informaré al Ministerio del Aire de esto en cuanto volvamos. Estoy segura de que estarán muy interesados en usted, y tendrá muchas oportunidades de discutir el tema con las autoridades cuando regresemos.
—¿Regresar? —le espeté—. ¿Quiere decir regresar a su 1938?
Parecía tensa.
—Me temo que las paradojas temporales son demasiado para mí. Sin duda los genios del ministerio podrán aclarar todo esto.
Oí a Moses reírse a mi espalda y con un toque de histeria.
—Oh, está bien —dijo—. ¡Es genial, ya no tengo ni que preocuparme de construir la Máquina del Tiempo!
Nebogipfel me miró sombrío.
—Me temo que estos golpes continuos a la causalidad nos están apartando más y más de la versión primera de la historia, la que existía antes de la primera puesta en marcha de la Máquina del Tiempo…