Me volví a Nebogipfel. El pobre Morlock —que ya iba encajado en un uniforme escolar— estaba ahora coronado por una ridícula máscara demasiado grande para éclass="underline" cuando movía la cabeza, el filtro de insecto del frente se balanceaba.
Le palmeé la cabeza.
—¡Al menos ahora no destacará en la multitud, Nebogipfel!
Omitió responder.
Salimos del útero metálico del Raglan a una mañana brillante de verano. Debían de ser las dos de la tarde, y la luz del sol se reflejaba en los monótonos colores del Juggernaut. Mi máscara se llenó inmediatamente de vaho y sudor; deseé poder quitarme aquella presencia pesada de la cabeza.
El cielo era inmenso, de un azul profundo y sin nubes, aunque aquí y allí podía ver delgadas líneas blancas y rizos, rastros de vapor o de cristales de hielo grabados en el cielo. Vi el centelleo de uno de aquellos rastros; quizá fuese la luz del sol reflejándose en alguna máquina voladora de metal.
El Juggernaut se encontraba en una versión de Petersham Road muy cambiada desde 1873 e incluso 1891. Reconocí la mayoría de las casas de mi época: incluso la mía todavía se alzaba tras un carril aéreo corroído y cubierto de verdín. Pero los jardines y márgenes parecía que habían sido levantados y sustituidos por cultivos de vegetales que no conocía. Vi también que muchas de las casas habían sufrido grandes daños. Algunas habían quedado reducidas a la fachada, con los interiores y techos derrumbados; aquí y allá había edificios destruidos y ennegrecidos por los incendios; y otros no eran más que escombros. Incluso mi propia casa había resultado afectada, y el laboratorio destruido. Y los daños no eran recientes: la vida, verde y vital, había reclamado el interior de muchas casas; el musgo y jóvenes plantas cubrían los restos de cuartos de estar y salones, y la hiedra colgaba de las ventanas como si fuese una cortina.
Pude ver que los árboles todavía se inclinaban hacia el Támesis, pero incluso ellos aparecían dañados: vi los muñones de ramas arrancadas, troncos chamuscados, y demás. Era como si un gran viento, o fuego, hubiese pasado por allí. El embarcadero estaba intacto pero del puente de Richmond sólo quedaban los soportes, negros y truncados. La mayor parte del prado hacia Petersham había sido dedicado al mismo cultivo extraño que habitaba los jardines, y también vi que había algo marrón que flotaba en el río.
No había nadie en los alrededores. Tampoco había tráfico; la hierba atravesaba la superficie resquebrajada de la carretera. No se oía gente —ni risas, ni gritos, ni el juego de los niños—, ni animales, ni caballos, ni pájaros cantando.
Toda la alegría que una vez había tenido una tarde de junio en aquel lugar —el movimiento de los remos, las risas de placer de los que flotaban plácidamente por el río— había desaparecido por completo.
Todo había desaparecido en aquel año terrible; y quizá para siempre. Richmond estaba desierta, era un lugar muerto. Recordé las espléndidas ruinas en el mundo jardín de 802.701 d.C. ¡Todo me había parecido tan alejado de mi mundo; nunca pensé que vería mi Inglaterra de siempre en ese estado!
—Gran Dios —dijo Moses—. ¡Qué catástrofe! ¡Qué destrucción! ¿Han abandonado Inglaterra?
—Oh, no —dijo alegre el soldado Oldfield—. Pero lugares como éste ya no son seguros. Con el gas y los torpedos aéreos… la mayor parte de la gente se ha ido a las Bóvedas, ¿ve?
—Pero Filby, todo está en ruinas —protesté—. ¿Qué ha sido del espíritu de la gente? ¿Dónde está la voluntad para reparar todo esto? Sabes que se podría hacer…
Filby dejó descansar su guante en mi brazo.
—Algún día, cuando este terrible asunto termine, lo recuperaremos todo. ¿Eh? Y será tal y como era. Pero por ahora… —Le falló la voz y deseé poder ver su expresión—. Ven —dijo—. Es mejor que no estemos al descubierto.
Dejamos el Raglan atrás y corrimos por la carretera hasta el centro de la ciudad: Moses, Nebogipfel y yo, con Filby y dos soldados. Nuestros compañeros de 1938 caminaban agachados, mirando nerviosa y continuamente al cielo. Volví a notar que Bond caminaba cojeando de la pierna izquierda.
Miré con anhelo el Juggernaut, porque en su interior estaba la Máquina del Tiempo, mi única ruta de vuelta a casa, lejos de aquella pesadilla de múltiples historias, pero sabía que no tenía posibilidades de alcanzar la máquina; todo lo que podía hacer era esperar los acontecimientos.
Caminamos por Hill Street y giramos en George Street. No había ni rastro del bullicio y la elegancia característicos de esa calle en mi época. Los grandes almacenes, como Gosling's y Wright's, estaban cerrados con tablas, e incluso las maderas que cubrían sus ventanas se habían desteñido por los años de luz. Vi que una esquina de una ventana de Gosling's había sido abierta, evidentemente por saqueadores; el agujero parecía como roído por una rata de tamaño humano. Pasamos por un refugio con una cubierta castigada, y una columna al lado pintada a cuadros y con una pieza de vidrio rota. También parecía abandonado, y la pintura amarilla y negra de la columna se caía.
—Es un refugio contra ataques aéreos —dijo Filby—. Uno de los primeros diseños. Bastante inadecuado si recibe un impacto directo… ¡Bien! La columna señala un punto de primeros auxilios, equipado con máscaras y respiradores. Apenas se utilizó antes de que comenzase la retirada a las Bóvedas.
—Ataques aéreos… Éste no es un mundo feliz, Filby, si ha tenido que inventar esos términos.
Suspiró.
—Tienen torpedos aéreos, ¿entiendes? Me refiero a los alemanes. ¡Máquinas voladoras, que pueden ir a un punto a doscientas millas de distancia, tirar una bomba y volver! Todo mecánico, sin la intervención humana. Es un mundo de maravillas; la guerra es un gran acicate para las mentes inventivas, ya lo sabes. ¡Te encantará esto!
—Los alemanes… —dijo Moses—. No hemos tenido sino problemas con los alemanes desde que apareció Bismarck. ¿Sigue vivo el viejo canalla?
—No, pero tiene buenos sucesores —dijo Filby ceñudo.
Yo no tenía nada que decir. Desde mi punto de vista, tan alejado ya del de Moses, incluso un bruto como Bismarck apenas merecía la pérdida de una sola vida humana.
Filby me contaba, a trozos, más maravillas de la guerra en aquella edad oscura: submarinos de ataque, diseñados para proseguir las batallas de gas, con una autonomía prácticamente ilimitada, y que contenían media docena de misiles aéreos cada uno, todos llenos de una cantidad formidable de bombas de gas; un torrente de cacharros metálicos que yo imaginaba abriéndose paso por las heridas planicies de Europa; más Juggernauts que podían viajar bajo el agua, o flotar, o excavar; y a todo eso se le oponía un conjunto igualmente formidable de minas y cañones.
Evité la mirada de Nebogipfel; ¡no podía enfrentarme a su juicio! Aquél no era un trozo de una Esfera en el cielo, poblado por mis descendientes remotos: ¡aquél era mi mundo, mi especie, enloquecida por la guerra! Por mi parte, mantenía algo del punto de vista que desarrollé en el Interior de aquella gran construcción. Apenas podía soportar ver que mi propia nación se dedicaba a esas tonterías, y me dolía oír las contribuciones de Moses, guiadas por los ridículos prejuicios de su época. ¡No podía culparle! Pero me angustiaba pensar que mi propia imaginación fue una vez tan limitada, tan maleable.
2. UN VIAJE EN TREN
Llegamos a una tosca estación de tren. Pero no era la estación que había utilizado en 1891 para ir de Richmond a Waterloo, a través de Barnes; aquella nueva construcción estaba lejos del centro de la ciudad, justo en Kew Road. Y se trataba de una estación rara: no había ventanillas de billetes o carteles de destino, y la plataforma era un simple trozo de cemento. Había una nueva línea improvisada. Un tren nos esperaba: la locomotora era un cacharro oscuro y viejo que escupía humo tristemente por la caldera llena de hollín, y había un solo vagón. No había luces en la locomotora, ni ninguna marca de la compañía de trenes.