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Me sentí extrañamente ajeno al mundo, un distanciamiento producido por el viaje en el tiempo. Recordé la curiosidad y la emoción que sentí al penetrar por primera vez por entre esos sueños de arquitecturas futuras; recordé mi breve y febril especulación a propósito de los logros de aquella futura raza de hombres. Esta vez sabía la verdad; sabía que a pesar de esos logros increíbles, la humanidad caería inevitablemente, bajo la presión inexorable de la evolución, en la decadencia y la degradación de Elois y Morlocks.

Me di cuenta de lo ignorantes que somos, o nos hacemos, las personas con el paso del tiempo. ¡Cuán breves son nuestras vidas!, y qué pequeños son los males que nos afligen cuando los vemos con la perspectiva del curso de la historia. Somos menos que moscas, desamparados frente a las fuerzas inmisericordes de la geología y la evolución; unas fuerzas que se mueven imparables, pero con tal lentitud que, día a día, no somos conscientes de su existencia.

2. UNA NUEVA VISION

Pronto pasé la época de las grandes edificaciones. Nuevas casas y mansiones, menos ambiciosas pero todavía enormes, hicieron acto de presencia a mi alrededor, cubriendo por completo el valle del Támesis, y adquirieron una cierta opacidad, que es, a ojos de un viajero en el tiempo, el resultado de la longevidad. El arco del Sol, que se inclinaba en el cielo azul oscuro entre los solsticios, pareció hacerse más brillante, y una afluencia verde cubrió Richmond Hill y tomó posesión de la tierra, desterrando los marrones y blancos del invierno. Una vez más, había penetrado en la era en que el clima de la Tierra había sido ajustado en favor de la Humanidad.

Miré el paisaje reducido a la inmovilidad por mi velocidad; sólo los fenómenos de más larga vida persistían en el tiempo lo suficiente para ser registrados por los ojos. No vi ni gentes, ni animales, ni siquiera el paso de una nube. Quedé suspendido en una quietud misteriosa. Si no hubiese sido por la banda oscilante del Sol, y el profundo y sobrenatural azul del cielo, habría tenido la impresión de encontrarme sentado a solas en un parque una tarde de otoño.

Según mis indicadores, había recorrido algo menos que un tercio del viaje (aunque ya habían transcurrido un cuarto de millón de años desde mi propia época), y aun así la era en que el hombre construía sobre la tierra ya había acabado. El planeta se había transformado en el jardín en el que las gentes que se convertirían en Elois vivirían sus vidas fútiles e insignificantes; y ya, estaba seguro, los proto-Morlocks debían haber sido aprisionados bajo tierra, y debían estar ya construyendo sus inmensas cavernas llenas de máquinas. Pocas cosas cambiarían en el próximo medio millón de años que me quedaba por atravesar, sólo la posterior degradación de la humanidad, y la identidad de las víctimas en el millón de pequeñas tragedias que a partir de ese momento sería la condición humana…

Pero observé, al dejar esas mórbidas elucubraciones, que había un cambio que lentamente se manifestaba en el paisaje. Me sentí trastornado, en el acostumbrado balanceo de la Máquina del Tiempo. Algo había cambiado, quizás algo en la luz.

Desde mi asiento contemplé los árboles fantasma, la llanura plana de Petersham y los recodos del paciente Támesis.

Entonces levanté la cabeza hacia los cielos difuminados por el tiempo, y finalmente comprendí que la banda del Sol estaba quieta. La Tierra todavía giraba sobre su eje con la suficiente rapidez como para manchar el movimiento de nuestra estrella sobre los cielos, y para convertir las estrellas en invisibles, pero la banda de luz ya no cabeceaba entre los solsticios: se había quedado quieta a inmutable, como hecha de cemento. Rápidamente me volvieron la náusea y el vértigo. Me tuve que agarrar con fuerza a los carriles de la máquina, y tragué, luchando por controlar mi cuerpo.

¡Me es difícil explicar el impacto que aquel único cambio del paisaje tuvo en mí! Primero, me conmocionó la audacia de la ingeniería necesaria para eliminar el ciclo de las estaciones. Las estaciones de la Tierra son el producto de la inclinación del eje del planeta con respecto al plano de su órbita alrededor del Sol. Parecía que ya nunca más habría estaciones sobre la Tierra. Y eso sólo podía significar —me di cuenta instantáneamente— que habían corregido la inclinación del eje del planeta.

Intenté imaginar cómo podría haberse logrado tal cosa. ¿Qué grandes máquinas se habían instalado en los polos? ¿Qué medidas se habían tomado para garantizar que la Tierra no saliese disparada durante el proceso? Quizás, especulé, habían empleado algún dispositivo magnético de gran tamaño, con el que habían manipulado el núcleo fundido y magnético del planeta.

Pero no fue sólo la magnitud de esa ingeniería planetaria lo que me conmocionó: más aterrador era el hecho de que no había apreciado la regularización de las estaciones en mi primer viaje en el tiempo. ¿Cómo era posible que no hubiese visto un cambio tan inmenso y profundo? Después de todo, soy un científico: mi oficio es la observación.

Me froté la cara y miré la banda solar que colgaba del cielo, como desafiándome a creer en su falta de movimiento. Su brillo hería mis ojos; y parecía hacerse cada vez más brillante. Primero supuse que era mi imaginación o un defecto en mis ojos. Agaché la cabeza, deslumbrado, me sequé las lágrimas con la manga y parpadeé para librarme de las manchas de luz.

No soy un hombre primitivo, ni un cobarde, pero sentado allí ante la prueba de los logros extraordinarios de los hombres del futuro, me sentí como un salvaje que se pintase su desnudez y llevase huesos en el pelo, acobardado ante los dioses del esplendoroso cielo. Temí en lo más profundo de mi ser por mi cordura; y aun así intenté creer que, de alguna forma, no había notado aquel increíble fenómeno astronómico durante mi primer paso por esos años. Porque la única hipótesis alternativa me aterraba hasta lo más profundo de mi alma: no me había equivocado durante mi primer viaje; aquella vez no había habido regulación del eje de la Tierra; el curso de la historia había cambiado.

La forma semieterna de la colina no se había transformado —la morfología de la antigua tierra no se veía afectada por la evolución de la luz en los cielos—, pero pude ver que el manto de verdor que la había cubierto retrocedía, bajo el brillo constante del sol.

Noté un lejano parpadeo sobre la cabeza, y miré hacia arriba protegiéndome con una mano. El parpadeo provenía de la banda solar, o lo que había sido la banda solar, porque una vez más podía distinguir la trayectoria del Sol en forma de bola de cañón a través del cielo en su ciclo diurno; ya su velocidad no era tan rápida para que no pudiese seguirlo, y el cambio de la noche al día producía el parpadeo.

Al principio pensé que la máquina había desacelerado. Pero cuando miré los indicadores, vi que las manecillas se movían por las esferas con la misma velocidad de antes.

La uniformidad perlada de la luz se disolvió, y la alternancia de noche y día quedó en evidencia. El Sol se movía por el cielo, reduciendo su velocidad con cada trayectoria, caliente, brillante y amarillo; y pronto me di cuenta de que la estrella empleaba muchos siglos en completar una revolución por el cielo de la Tierra.

Finalmente, el Sol se detuvo por completo; se paró en el horizonte occidental, ardiente, inmisericorde a inalterado. La rotación de la Tierra se había detenido; ¡y ahora giraba con una cara perpetuamente hacia el Sol!