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Grace Farrington alzó una delicada ceja en gesto de sorpresa.

– ¡Cielos, señor Holmes! ¿Cómo puede usted saber eso?

– Por mera observación y simple razonamiento deductivo. Su complexión, aunque bella, muestra el vigor de un clima mucho más tropical que el que puede encontrarse en Inglaterra, o en el resto de la Europa del norte, sobre todo tras un largo invierno. Su anillo de boda es amplia prueba de su estado de casada, y me he fijado en que el paraguas que ha traído consigo tiene un mango de madera incrustado en marfil siguiendo una pauta característica de la India. La férula de latón del asa tiene grabada la cimera de un regimiento. Todos los indicios de ser un regalo de despedida para un oficial, o para la esposa de un oficial, y sus modales, su aspecto, su evidente educación, todo, señalan en esa dirección.

– Tiene toda la razón -replicó ella, bajando su taza-. Mi esposo, James, estaba destinado en la India, donde fue capitán del 112 de artillería. Nos conocimos allí, hace catorce meses. Mi padre es el coronel Edward Colebrook, un soldado de carrera. Los últimos tres años los ha pasado destinado en la India, y mi madre y yo le acompañamos allí como hicimos con sus otros destinos.

– ¿Y sus padres siguen allí? -pregunté.

La joven bajó la mirada.

– Mi padre sí. Perdimos a mi madre el pasado verano, durante un brote de cólera.

– Lamentamos oír eso -dijo Holmes con genuina simpatía, pero resultaba claro que quería que prosiguiera-. Dígame, ¿qué es lo que precipitó su regreso a Inglaterra? ¿Un nuevo puesto para su marido?

– No, señor Holmes. Todo lo contrario. Mi marido fue licenciado del servicio al resultar seriamente herido en una pierna durante una rebelión. Salvó con sus actos la vida de varios hombres y es todo un héroe, aunque suele sentirse muy embarazado cuando se le alaba por ello. -Grace Farrington retorcía nerviosamente las puntas de un pañuelo de encaje que tenía entre sus enguantadas manos, mientras sus preocupados ojos se clavaban alternativamente en Holmes y en mí-. En cualquier caso, debió estar convaleciente durante varios meses antes de estar en condiciones de viajar. El viaje de vuelta nos llevó varias semanas más, pero, al menos, teníamos una oferta de un lugar donde vivir y un posible puesto de trabajo.

– ¿Mediante su tía abuela? -preguntó Holmes.

– Sí, así es. Nunca estuve muy próxima a ella, debido a los deberes de mi padre en países lejanos. De hecho, sólo recuerdo haberla visto una o dos veces cuando era pequeña. Pero empezamos a escribirnos casualmente hace unos años y conseguimos desarrollar una espléndida amistad, aunque fuera de una forma tan indirecta. Así que cuando supo que volveríamos a Inglaterra en cuanto mi marido tuviera fuerzas para viajar, se ofreció a alojarnos en su mansión, e incluso insistió en ello. Así que llegamos allí la semana pasada.

– ¡Ah, espléndido! -dijo Holmes alegremente-. Debió de ser una reunión muy esperada.

– Muy esperada, sí. Pero no como la habíamos imaginado. Pues los extraños sucesos que tuvieron lugar empezaron realmente en el momento de nuestra llegada.

– ¿Cómo es eso?

– Todo estaba mal. O eso me pareció a mí. La finca, aunque no grande, me parecía más pequeña aún que en los recuerdos de mi infancia. Y la mansión, un sólido edificio de dos pisos, era tan terriblemente siniestra y amenazadora de aspecto que su mera visión, aquel día gris en que llegamos con nuestro coche, bastó para helarnos la sangre en las venas.

– Quizá fuese que os habíais acostumbrado a vivir en tierras más alegres -no pude resistirme a sugerir-. Volver con un tiempo tan siniestro…

– Lo sé -reconoció ella-. Estoy segura de que hay algo de verdad en lo que dice. Pero eso no era toda la causa. Los terrenos estaban descuidados y en franco deterioro. Y cuando llamamos a la puerta, tuvimos una fría acogida. Nos hizo pasar un joven en la treintena, a quien apenas recordaba como primo lejano. Se llama Jeremy Wollcott, y su expresión al vemos en el umbral, equipaje en mano, fue tan lastimosamente perpleja que, de entrada, creímos habernos equivocado de sitio.

Holmes se levantó bruscamente de su sillón y fue hasta la repisa que había junto al escritorio, para rebuscar en un montón de periódicos, revistas y anotaciones en papel de oficio que había dejado acumularse allí.

– Sí, continúe, señora Farrington.

– Bueno, mi marido y yo nos presentamos y explicamos por qué estábamos allí, Jeremy parecía saber quién era yo, pero durante un momento muy largo se limitó a mirarnos, sin hablar. Por fin extendió una mano para saludamos.

»-Perdónenme -nos dijo a mi marido y a mí-. Es que me sorprendí al verles. Lady Penélope no me dijo que les esperaba, si no lo habría dispuesto todo para su llegada.

»-¿Hay algún problema? -le pregunté-. Si va a resultar un inconveniente que nos quedemos aquí, buscaremos alojamiento en otro sitio.

»Él titubeó por un momento antes de responder.

»-No. Hay sitio para todos y, si lady Penélope les ha invitado, difícilmente podría decirles que se marchen. Pero, lamentablemente, las cosas ya no son como eran. Lady Penélope no se encuentra bien. Su salud es frágil desde hace tiempo, y el devenir de los años no ha sido bondadoso con ella. Yo… sólo quiero prevenirles.

»Eso me resultó muy perturbador, señor Holmes, pues las cartas de mi tía abuela nunca mencionaron que tuviese mala salud. Jeremy me dijo que era demasiado orgullosa para quejarse de esas cosas y, mientras nos conducía a James y a mí hasta el salón, continuó diciéndonos que los asuntos financieros de lady Penélope también iban mal. Habían tenido que despedir a los sirvientes, quedando sólo una mujer que hacía las veces de cocinera y ama de llaves. Supongo que eso explica el estado de la finca.

»Jeremy dijo que se ocuparía de preparar una habitación para nosotros, y fue a contarle nuestra llegada a lady Penélope. Estuvo ausente un largo rato y, cuando volvió, traía a lady Penélope con él.

Las lágrimas inundaron los ojos de Grace Farrington y se las secó con el pañuelo.

– Tenía un aspecto tan patético que… me llegó al corazón. Lady Penélope estaba confinada a una silla de ruedas. Parecía horriblemente vieja, toda gris y arrugada, apenas capaz de mantener erguida la cabeza mientras Jeremy la empujaba al interior de la habitación. El haberla conocido a través de sus cartas y verla por fin en semejantes circunstancias…, bueno, resultaba enormemente triste.

»Sólo sus ojos evidenciaban un destello de vitalidad y agudeza. Llevaba una bata y un manto que le venían grandes a su encogida forma, y un chal sobre los hombros. La pobre mujer llevaba un delgado velo cubriéndole parte de la cara, en un vano intento de ocultar sus muchas arrugas y su escaso color, pero le servía de poco. Cuando nos saludó, su voz ronca y desentonada, apenas era un susurro. Y, lo que es peor aún, no parecía sincera cuando dijo alegrarse de vemos, aunque sus palabras eran la misma esencia de la cordialidad. Y siempre trataba al pobre Jeremy de una forma vejatoria e intimidatoria, sin importarle lo mucho que se esforzara éste, intentando satisfacer hasta el último de sus deseos. Por mucho que me apiadara de ella, me turbaba verla abusar de la devoción que le profesaba mi primo.

En ese momento tuvo lugar en el exterior otro estrépito de relámpagos y truenos, esta vez un poco más lejos. Holmes miró brevemente a uno de los periódicos que había encontrado en el montón, luego volvió a su asiento y centró una vez más toda su atención en Grace Farrington.

– Dígame, ¿cuánto tiempo hacía que recibió la última carta de lady Penélope?

– Yo diría que unos dos meses.

Sherlock Holmes dejó que su mirada vagara en el vacío.

– ¿Dos meses? En dos meses pueden pasar muchas cosas.

– Así es -dije yo-. Y podría añadir que no es infrecuente en personas de la edad y condición de lady Penélope el volverse irascibles con los seres cercanos. He visto muy a menudo cómo pasaba entre mis pacientes más ancianos.