Cuando Holmes entró por la puerta, mis ojos se abrieron de pronto y experimenté un momento de confusión.
– Holmes -dije agachándome para recoger el The Lancet del suelo-, le hacía camino de Glasgow, le creía allí a estas horas.
Holmes se sentó en las sombras provocadas por los últimos rescoldos del fuego, que reavivé con el artículo causante de mi trastorno. Juntó las yemas de los dedos ante mi rostro y me miró de una forma que encontré irritante. En la penumbra, su voz sonaba un poco demasiado estudiada, sus rasgos parecían un poco demasiado agudos, como tensados por algún titiritero divino. Mi cara o mis gestos debieron traicionarme.
– ¿Qué sucede, John?-me dijo Holmes-. Parece como si hubiera visto…
– Nada, Holmes. Ha sido una pesadilla. La sorpresa al verle, nada más.
Holmes se levantó bruscamente, se quitó el abrigo y lo dejó caer en la silla.
– Un buen cigarro, John. ¿Qué tal si fumamos en la oscuridad mientras le cuento La singular aventura que empezó esta mañana?
– Bueno… bien -concedí mientras Holmes se acercaba al humidificador.
Estaba en la repisa de la chimenea junto a la correspondencia sin contestar, clavada con una navaja a la madera oscura. Abrió el humidificador y tamborileó con los dedos en la caja vacía.
– Parece que deberemos olvidar el placer del tabaco -dijo cansadamente.
– Una lástima -repuse con un bostezo-. Pero nunca ha dependido mucho de los habanos. Yo le ofrecería un cigarrillo, pero como no le…
– Cierto -asintió volviendo a su sillón, mientras yo me levantaba con cierta languidez-. Quisiera contarle lo principal de mi desventura. Ya sabe que recibí una carta pidiéndome que fuera de inmediato a Glasgow, y que con la carta…
– …había un billete para el tren de la mañana y una suma en metálico -dije, revolviendo por toda la habitación en busca de algo que necesitaba enseñarle con urgencia.
– Setenta libras -dijo-. Una suma algo extraña. Pero la carta era urgente.
– Y el problema que presentaba, bastante intrigante -añadí, encontrando en un cajón cerca de la ventana lo que buscaba.
– Bastante -concedió observando mis movimientos-. Parece algo nervioso, John. ¿Quiere que le prepare un té antes de proseguir? Esto bien puede convertirse en uno de sus más interesantes relatos sobre mis hazañas.
– Lo siento, Holmes -dije volviendo a mi silla con las manos metidas en los bolsillos de mi batín púrpura de Randipur-. Lo siento, pero no ha sobrado nada de la cena, para que usted pueda comer algo. No sabía que volvería. En el aparador queda media docena de huevos, pero sé cómo le desagradan…
Una mirada de claro disgusto acudió a sus afilados rasgos, como si hubiera olido algo asqueroso.
– Puedo pasar sin los residuos de ave de corral -dijo-. ¿Le cuento o no el caso? Debo decir, John, que le noto extrañamente preocupado y yo le suponía ansioso por escuchar este intrincado asunto.
– No tiene ni idea de lo intrigado que estoy por saber cuál ha sido su paradero durante todo el día de hoy -dije sentándome-. Pero quizá deba hacerle antes una pregunta que considero de la mayor importancia.
– Pregunte, mi querido amigo -dijo peinándose hacia atrás el pelo con la palma de la mano.
Me levanté, saqué mi pistola Webley del bolsillo y la apunté directamente a su pecho.
– ¿Quién es usted? -pregunté.
Su rostro estaba iluminado desde abajo por los últimos rescoldos del fuego. El último pedazo de carbón crepitó una y otra vez, pero no aparté la mirada ni titubeé. Esperaba estar mirándole de manera tan ultraterrena como él a mí.
– ¿Que quién soy…? Santo Dios, John, cuánto ha debido beber hoy. Soy Sherlock.
– Sherlock Holmes no se llamaría Sherlock a sí mismo -dije con seguridad-. Sherlock Holmes nunca me llama John. Sherlock Holmes sabe muy bien que los cigarros no se guardan en el humidificador, sino en el cubo del carbón. A Sherlock Holmes le apasionan los huevos. Sherlock Holmes no rechazaría cigarrillos cuando está metido en un caso. De hecho, aceptaría cualquier clase de tabaco.
– Continúe, se lo ruego -dijo el hombre, mirando atentamente mi arma y volviendo a la silla donde había dejado el abrigo.
– Hay poca luz, pero su nariz es un poco demasiado afilada, su cabello un poco demasiado oscuro, sus mejillas una pizca demasiado llenas y hay algo…
– En la forma que hablo y ando -dijo.
– Eso también -concedí echándome hacia atrás-. Tiene usted una semejanza diabólica, lo admito, pero conozco demasiado bien a Holmes y su impostura no me ha engañado. Ahora, dígame lo que ha sido del auténtico Holmes o dispararé contra usted sin dudarlo.
Esperaba muchas cosas; una mentira, una confesión, una advertencia, pero no que hiciese lo que hizo a continuación: se rió. Con una risa profunda, natural. Sus manos dieron un aplauso.
– Se le han escapado varias cosas, Watson -dijo-. Por ejemplo, la mayoría de la gente camina inclinando la cabeza a uno u otro lado dependiendo de la mano que favorezcan en el uso. Es algo casi imperceptible, salvo en los ancianos. Es algo que vemos en los demás, sin damos cuenta de que también está en nosotros. Me he preocupado de fijarme en esas cosas y de ser consciente de ellas. Lo que los demás llaman despreocupadamente instinto, yo sé que es observación inconsciente. Así, aunque no se haya dado cuenta consciente de ello, sabe que yo camino sin inclinar la cabeza en ninguna dirección. Por cierto, es esa inclinación la que hace que los hombres so pierdan en el desierto y caminen en círculo. El diámetro del círculo de un hombre que camina sin rumbo, debería bastar para saber cuál es su edad y altura aproximada, a partir de sus huellas en un desierto o un páramo. Desde luego, yo podría decir si es zurdo o diestro. El general Kitchener…
– Tonterías-dije levantando mi arma-. No conseguirá nada con esas tonterías. ¿Dónde está Holmes?
– También me he puesto alzas en los zapatos para conseguir un cuarto de pulgada sobre mi estatura normal -continuó diciendo, mientras iba hasta la zapatilla persa de la mesa y llenaba la pipa que había sacado del bolsillo con el tabaco que había en su interior-. El arma que sostiene es un modelo 442 de 1872, con un cargador de 2 1/2 pulgadas. No tiene varilla eyectora. Los cartuchos usados se quitan extrayendo el cargador entero; un sistema bastante engorroso que vuelve rutinario el disparar y limpiar el arma. No le agrada la pesadez de limpiar un arma así y, como bien sé, no la ha disparado nunca, y posiblemente ahora mismo ni siquiera esté seguro de que haya un cartucho utilizado en cada recámara. ¿Está satisfecho, Watson?
– En lo más mínimo -dije-. Pero estoy impaciente y preocupado por Holmes.
– Entonces deje que termine con sus últimos temores, amigo mío -dijo y, con esto, se quitó algo del puente de la nariz, se sacó dos pequeñas bolas de la boca, se limpió la cara con un pañuelo que cogió de un bolsillo de su abrigo y se sentó para encender su pipa.
– ¡Holmes!-exclamé-. ¿Qué es todo esto? ¿A qué viene esta extraña charada?
– Aparte el arma, eche unos cuantos carbones al fuego y sirva un poco de té -dijo tranquilamente-. Entonces me explicaré.
Holmes, pues ahora sabía que era Holmes, empezó a sacarse del bolsillo del chaleco un papel cuidadosamente doblado, mientras yo echaba los carbones. Cuando me aparté del fuego, que de pronto crepitó volviendo a la vida, me limpié las manos en el trapo que teníamos junto a la repisa de la chimenea y cogí el papel de su alargada mano.