– Lo que usted diga, gobernador -retrucó el conductor-, pero esto está infernalmente húmedo.
– Y usted se irá con bastante en el bolsillo como para hacer que sus entrañas estén tan infernalmente húmedas como su fachada -dijo Holmes, lo cual pareció satisfacer al conductor, que se detuvo a treinta yardas de la puerta.
Escuché como la lluvia repiqueteaba en el techo mientras Holmes reflexionaba antes de hablar.
– El viejo testamento, aquel con el que les amenazaba… ese documento no falta, ¿verdad?
– En absoluto. Estaba en su escritorio, cerca de su cuerpo.
– ¡Cuatro excelentes sospechosos! No hace falta considerar como tales a los sirvientes… o eso parece por ahora. Acabe rápido, Lestrade… Los últimos incidentes, y la habitación cerrada.
Lestrade acabó en menos de diez minutos, consultado sus notas de cuando en cuando. Un mes antes, lord Hull notó un pequeño lunar en su pierna derecha, justo detrás de la rodilla. Se llamó al médico de la familia. Su diagnosis fue gangrena, una consecuencia inusual, pero no rara, de la gota y de la mala circulación. El doctor dijo que tendría que amputarle la pierna, y bastante por encima del lugar de la infección.
Al oír esto, lord Hull se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas. El médico, que esperaba una reacción muy distinta, se quedó sin habla.
– Cuando me metan en mi ataúd, tendré todavía las dos piernas, gracias, matasanos -dijo Hull.
El doctor le dijo que simpatizaba con su deseo de conservar la pierna, pero que sin la amputación moriría en el plazo de seis meses… y que pasaría los dos últimos sumido en intensos dolores. Lord Hull preguntó al doctor cuáles eran sus posibilidades de supervivencia si se sometía a la operación. Lo preguntó riéndose todavía, nos contaba Lestrade, como si fuera el mejor chiste que había oído nunca. Tras varios carraspeos y tosecillas, el doctor dijo que las probabilidades estaban a la par.
– Tonterías dije yo.
– Justo lo que elijo lord Hull -replicó Lestrade-. Pero él empleó un término algo más vulgar.
Hull le dijo al doctor que él mismo había calculado que sus probabilidades no eran mejores que una entre cinco.
– En cuanto al dolor, no creo que llegue tan lejos -continuó diciendo-, mientras haya láudano y una cuchara para removerlo.
Al día siguiente, Hull soltó su desagradable sorpresa: que estaba pensando en cambiar su testamento. Pero, no dijo en qué sentido.
– ¿Oh?-dijo Holmes, mirando a Lestrade desde esos fríos ojos grises que veían tanto-. ¿Y quién se sorprendió por ello?
– Ninguno de ellos, me parece. Pero ya conoce la naturaleza humana, y la forma en que la gente puede llegar a esperar algo pese a no tener ninguna esperanza de obtenerlo.
– Y cómo algunos se preparan para lo peor -comentó Holmes somnoliento.
Aquella misma mañana, lord Hull convocó a su familia en el salón y, cuando estuvo toda reunida, realizó un acto que pocos testadores pueden hacer y que habitual mente corre a cargo de la boca de sus abogados cuando las suyas han quedado silenciadas para siempre. Resumiendo, les leyó su nuevo testamento, dejando el total de su herencia a los volubles mininos de la señora Hemphill. En el silencio que reinó a continuación, se levantó, no sin dificultad, y les obsequió a todos con una sonrisa de calavera. Y, apoyándose en su bastón, realizó la siguiente declaración, que encuentro ahora tan impresionantemente llena de vileza como cuando Lestrade nos la repitió en el interior de aquel coche de caballos.
– ¡Ya está hecho! Todo está bien así, ¿verdad? ¡Sí, muy bien! Me habéis servido fielmente, durante unos cuarenta años, mujer e hijos. Y, ahora, pienso repudiaros con la conciencia más clara y serena imaginable. ¡Pero, animaros, que las cosas podían ser peores! Hubo un tiempo en que los faraones hacían matar a sus mascotas favoritas, principalmente gatos, antes de morir ellos, para que sus mascotas pudieran darles la bienvenida en la otra vida, y poder maltratarlas o acariciarlas, según se le antojase a su amo, para siempre… y para siempre… y para siempre.
Entonces se rió de ellos. Se apoyó en su bastón y su pálida, lívida y moribunda cara lanzó una carcajada, agarrando su nuevo testamento, que todos sabían que había sido firmado ante testigos, con la garra que era su mano.
– Señor, usted podrá ser mi padre y el autor de mi existencia -dijo William, levantándose-, pero también es la criatura más baja que se ha arrastrado por la faz de la tierra desde que la serpiente tentó a Eva en el Jardín del Edén.
– ¡En absoluto!-retrucó el anciano monstruo-. Conozco cuatro más bajas aún. Y ahora, si me perdonáis, tengo que guardar en la caja fuerte unos documentos muy importantes… y quemar en la estufa otros sin valor.
– ¿Seguía teniendo el viejo testamento cuando los reunió? -preguntó Holmes. Parecía más interesado que sorprendido.
– Sí.
– Podía haberlo quemado en cuanto se hubiera firmado y validado el nuevo -musitó Holmes-. Tuvo toda la tarde y la noche del día anterior para hacerlo. Pero no le bastaba con eso, ¿verdad? ¿Qué piensa de eso, Lestrade?
– Que estaba burlándose de ellos. Burlándose de una posibilidad que creía que todos rechazarían.
– Hay otra posibilidad -dijo Holmes-. Habló de suicidio. ¿No sería posible que un hombre así pudiera esgrimir una tentación semejante, sabiendo que si uno de ellos, Stephen parece el más probable a juzgar por lo que usted dice, lo hacía por él, luego le cogerían… y le ahorcarían por ello?
Miré a Holmes con mudo horror.
– No importa -dijo Holmes-. Prosiga.
Los cuatro se quedaron sentados, paralizados y en silencio, mientras el anciano realizaba su lento recorrido pasillo arriba hasta su estudio. No se oía otro sonido salvo el golpear de su bastón, el trabajoso carraspeo de su respiración, el triste miau de queja de un gato en la cocina y el regular latido del reloj de péndulo del salón. Entonces oyeron el chirrido de las bisagras cuando Hull abrió la puerta de su estudio y entró en él.
– ¡Un momento! -dijo Holmes cortante, inclinándose hacia delante-. No le vio entrar nadie, ¿verdad?
– Me temo que no es así, viejo amigo -repuso Lestrade-. Oliver Stanley, ayuda de cámara de lord Hull, había oído el avance de su señor hacia el estudio y salió del vestidor de lord Hull, se asomó a la barandilla de la galena, y llamó para preguntarle si se encontraba bien. Hull alzó la cabeza, y Stanley le vio con tanta claridad como yo le veo ahora a usted, viejo amigo, y respondió que se encontraba en plena forma. Entonces se frotó la nuca, entró en el estudio y cerró la puerta tras de sí. Para cuando llegó a la puerta (el pasillo es bastante largo y debió tardar unos buenos dos minutos en llegar sin ayuda), Stephen se había recuperado del estupor e ido hasta la puerta del salón. Presenció la conversación entre su padre y el ayuda de cámara. Naturalmente, su padre le daba la espalda, pero oyó su voz y describió el mismo gesto: Hull frotándose la nuca.
– ¿Pudieron hablar Stephen Hull y ese Stanley antes de que llegara la policía? -pregunté, creí que con bastante astucia.
– Pues claro que pudieron, y probablemente lo hicieron -dijo Lestrade cansinamente-. Pero no es algo que hayan preparado.
– ¿Está seguro de eso? -preguntó Holmes, aunque no parecía interesado.
– Sí. Creo que Stephen Hull sabría mentir muy bien, pero Stanley lo haría muy mal. Usted sabrá si acepta o no mi opinión profesional, Holmes.
– La acepto.
Lord Hull entró en su estudio, la famosa habitación cerrada, y todos oyeron el ruido de la cerradura cuando echó la llave, la única llave que había de ese sancta sanctorum. Fue seguido de un sonido menos habitual, el del cerrojo asegurando la puerta.
Después, silencio.
Los cuatro, lady Hull y sus hijos, que pronto serían mendigos de sangre azul, se miraron en silencio. El gato volvió a maullar en la cocina y lady Hull dijo en tono distraído que si el ama de llaves no le daba un cuenco con leche tendría que hacerlo ella misma. Añadió que sus maullidos la volverían loca si tenía que escucharlos mucho tiempo más y salió del salón. Los tres hijos se marcharon un momento después, sin intercambiar palabra alguna entre ellos. William fue a su cuarto en el piso superior, Stephen se dirigió hacia la sala de música. Jory fue a sentarse en un banco situado debajo de la escalera, al que, según le dijo a Lestrade, acudía desde su infancia cada vez que estaba triste o tenía asuntos sobre los que le costaba pensar.