Menos de cinco minutos después, surgió un terrible grito del estudio. Stephen salió de la sala de música, donde había estado tocando al azar algunas notas aisladas en el piano. Jory se reunió con él en la puerta. William ya subía las escaleras cuando Stanley, el ayuda de cámara, salió del vestidor de lord Hull y fue hasta la barandilla de la galería por segunda vez. Vio a Stephen Hull derribar la puerta del estudio; vio a William poner el pie en las escaleras y casi caer de cara contra el mármol; vio a lady Hull aparecer por la puerta del comedor con una jarra de leche aún en su mano. Los demás sirvientes llegaron momentos después. Lord Hull estaba derrumbado sobre su escritorio con los tres hijos a su alrededor. Tenía los ojos abiertos. En sus labios había un grito, en sus ojos una mirada de sorpresa. Agarraba con una mano el testamento… el viejo. No había señal alguna del nuevo. Y tenía un puñal clavado en la espalda.
Tras decir esto, Lestrade golpeteó la pared para que el cochero prosiguiera. Entramos entre dos policías de rostro tan inmutable como los centinelas de Buckingham Palace. En la entrada había un vestíbulo muy largo, con el suelo de mármol, de losetas negras y blancas como un tablero de ajedrez. Conducía a una puerta abierta situada al final del mismo, donde había apostados dos policías más. El infame estudio. A la izquierda quedaban las escaleras, a la derecha había dos puertas, supuse que el salón y la sala de música.
– La familia está reunida en el salón -dijo Lestrade.
– Bien -respondió Holmes complacido-. Pero quizá Watson y yo podamos echar antes un vistazo a esta habitación cerrada.
– ¿Debo acompañarles?
– No es necesario -repuso Holmes-. ¿Se han llevado ya el cuerpo?
– No, cuando salí a buscarles, pero a estas alturas ya deben haberlo hecho.
– Muy bien.
Holmes empezó a andar. Yo le seguí. Lestrade le llamó.
Holmes se volvió, con las cejas enarcadas.
– No hay paneles secretos, ni puertas secretas. Acepte mi palabra si quiere.
– Creo que esperaré a que… -empezó a decir Holmes, pero se puso a jadear y a respirar entrecortadamente.
Buscó en su bolsillo, encontró una servilleta de papel, probablemente cogida inconscientemente de la casa de comidas donde cenamos la noche anterior, y estornudó sonoramente en ella. Miré hacia abajo y vi un gran gato vagabundo, tan fuera de lugar en aquel gran vestíbulo como lo habría estado un crío de los que trabajan en las fábricas, frotándose contra las piernas de Holmes. Tenía una de las orejas echada hacia atrás, pegada a cabeza llena de cicatrices. Le faltaba la otra oreja, supuse que la habría perdido hace tiempo en alguna pelea en un callejón.
Holmes estornudó repetidamente y alejó al gato de una patada. El felino se alejó mirando hacia atrás con reproche, en lugar del furioso siseo que habría cabido esperar en semejante veterano. Holmes miró a Lestrade por encima de la servilleta con ojos húmedos y llenos de reproches. Lestrade sonrió sin contenerse en lo más mínimo.
– Diez, Holmes -dijo-. Diez. La casa está llena de felinos. A Hull le encantaban.
Dicho esto, se alejó.
– ¿Desde hace cuánto, viejo amigo? -pregunté.
– Desde siempre -dijo, volviendo a estornudar.
Me siento obligado a añadir que sigo creyendo que la solución al problema de la habitación cerrada habría sido tan rápidamente evidente para Holmes como lo fue para mí, de no haber mediado esta infortunada aflicción. La palabra alergia apenas se conocía en aquellos años, pero ese era, desde luego, su problema.
– ¿Quiere irse? -dije, algo alarmado. Una vez había presenciado un caso de semiasfixia a consecuencia de una aversión semejante a las ovejas.
– Le encantaría -dijo Holmes. No necesitó decirme a quién se refería.
Holmes estornudó una vez más (en su frente, normalmente pálida, apareció una mancha roja) y pasamos entre los policías que había ante la puerta del estudio. Holmes la cerró tras él.
La habitación era alargada y relativamente estrecha. Estaba en el extremo de algo que parecía el ala de una casa, con el cuerpo principal de la misma extendiéndose a ambos lados a partir de una zona situada a unas tres cuartas partes del camino al vestíbulo. Por tanto, había ventanas a ambos lados y la habitación estaba bien iluminada pese al día lluvioso y gris. Había cartas de navegación enmarcadas en casi todas las paredes, pero en una de ellas había un espléndido juego de instrumentos para medir el tiempo atmosférico en una caja de bronce: un anemómetro (supongo que Hull tendría las hélices giratorias instaladas en uno de los tejados), dos termómetros (uno registraba la temperatura del exterior y el otro la del interior), y un barómetro muy similar al que había engañado a Holmes haciéndole creer que por fin se acababa el mal tiempo. Noté que seguía subiendo y miré afuera. La lluvia caía con más fuerza que nunca, subiera o no subiera el barómetro. Creemos saber mucho con todos nuestros instrumentos y aparatos, pero en realidad no sabemos ni la mitad de lo que creemos saber.
Holmes y yo nos volvimos para mirar a la puerta. El cerrojo seguía estando en su sitio, pero doblado hacia el interior. La llave seguía en la cerradura, todavía cerrada.
Los ojos de Holmes, pese a estar llorosos, lo examinaron todo en seguida, anotando, catalogando, archivando.
– Está un poco mejor -observé.
– Sí -dijo, bajando la servilleta y guardándola indiferente en el bolsillo del abrigo-. Podría quererlos mucho, pero parece que no les dejaba entrar aquí. Al menos no habitualmente. ¿Qué opina, Watson?
Aunque mis ojos eran menos rápidos que los suyos, también yo había estado examinando el lugar. Las ventanas dobles estaban cerradas y aseguradas con pequeños cerrojos de bronce. Ninguno de los cristales había sido roto. Los mapas e instrumentos enmarcados estaban entre esas ventanas. Las otras dos paredes, delante y detrás del escritorio que dominaba la habitación, estaban llenas de libros. Había una pequeña estufa de carbón en el extremo sur de la habitación, pero no una chimenea… El asesino no había bajado por la chimenea como San Nicolás, a no ser que hubiera sido lo bastante delgado como para caber por la tubería y llevase puesto un traje de asbestos, ya que la chimenea seguía muy caliente. El extremo norte de la habitación estaba ocupado por una pequeña biblioteca, con dos sillas de respaldo alto y una mesa de café entre ellas. En esa mesa había un montón de libros. El techo estaba enyesado, y el suelo cubierto con una gran alfombra turca. Si el asesino había entrado mediante una trampilla, no tenía ni la menor idea de cómo habría podido salir bajo la alfombra sin deshacerla, ya que no estaba desarreglada en lo más mínimo. Permanecía completamente lisa y la sombra de las patas de la mesa de café caían sobre ella sin una sola ondulación.
– ¿Usted lo cree, Watson? -preguntó Holmes, haciendo que saliera de algo semejante a un trance hipnótico. Había algo… algo en esa mesa de café…
– ¿Creer qué, Holmes?
– Que los cuatro se limitaron a salir del salón en distintas direcciones, cuatro minutos antes del asesinato.
– No lo sé -dije débilmente.
– Yo no lo creo; ni por un mo… -Se interrumpió-. ¡Watson! ¿Se encuentra bien?