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– No -dije en un tono que apenas pude oír. Me derrumbé en una de las sillas de la biblioteca. Mi corazón latía demasiado rápido. No parecía recuperar el aliento. Me latía la cabeza, y mis ojos parecían de pronto ser demasiado grandes para sus cuencas. No podía apartarlos de la sombra de las patas de la mesa-. Estoy… Desde luego no… no estoy bien.

En ese momento Lestrade se asomó a la puerta del estudio.

– Si ya ha mirado bastante, Hol… ¿Qué diablos le pasa a Watson?

– Creo que Watson ha resuelto el caso -dijo Holmes con voz calmada y controlada-. ¿No es así, Watson?

Asentí con la cabeza. No el caso entero, pero sí la mayoría. Sabía quién, y sabía cómo.

– ¿Es así siempre, Holmes? -pregunté-. ¿Cuando… lo ve?

– Sí -dijo.

– ¿Watson ha resuelto el caso? -dijo Lestrade impaciente-. ¡Bah! Watson ha ofrecido miles de soluciones a un centenar de casos anteriores a este, Holmes, como muy bien sabe, y todas ellas equivocadas. Recuerdo que este verano…

– Sé más de Watson de lo que usted llegará a saber nunca -dijo Holmes, y esta vez ha acertado. Conozco esa mirada.

Volvió a estornudar; el gato desorejado había entrado en la habitación por la puerta que Lestrade había dejado abierta. Se dirigió directamente hacia Holmes con una expresión en su fea cara que parecía ser afecto.

– Si es así como se siente -dije-. Nunca volveré a envidiarle, Holmes. Mi corazón tendría un infarto.

– Uno se acostumbra a todo -dijo Holmes sin la menor traza de vanidad en la voz-. Suéltelo entonces… ¿o debemos traer aquí a los sospechosos, como en el último capítulo de una novela de detectives?

– ¡No! -grité horrorizado. No había visto a ninguno de ellos y no tenía prisa en hacerlo-. Creo que me basta con enseñarle cómo se hizo. Si sale un momento con el inspector Lestrade…

El gato llegó hasta Holmes y saltó a su regazo, ronroneando como si fuese la criatura más satisfecha de la tierra.

Holmes estalló en una andanada de estornudos. Las manchas rojas de su cara, que habían empezado a desaparecer, enrojecieron de nuevo. Apartó el gato y se puso en pie.

– Sea rápido Watson, para que podamos irnos de este condenado lugar -dijo con voz ahogada, y dejó su perfecta habitación cerrada encogiendo los hombros de forma inhabitual en él, con la cabeza baja y sin mirar hacia atrás una sola vez. Créanme si les digo que parte de mi corazón se fue con él.

Lestrade permaneció inmóvil, recostado contra la puerta; su abrigo mojado goteaba ligeramente. Tenía una detestable sonrisa en los labios.

– ¿Debo coger al nuevo admirador de Holmes, Watson?

– Déjelo aquí, pero cierre la puerta.

– Le apuesto uno de cinco a que está perdiendo su tiempo, compañero -dijo Lestrade, pero vi algo diferente en sus ojos. Si hubiese aceptado la apuesta, habría encontrado una forma de zafarse del compromiso.

– Cierre la puerta -repetí -. No tardaré mucho.

Cerró la puerta. Me quedé solo en el estudio de Hull… a excepción del gato, claro, que ahora estaba sentado en medio de la alfombra, con la cola curvada hasta posarse limpiamente sobre sus patas, vigilándome con sus ojos verdes. Me tanteé los bolsillos y encontré mi propio recuerdo de la cena de la noche anterior. Me temo que los solteros son gente muy poco pulcra, pero había una razón para este pedazo de pan además de mi general negligencia. Casi siempre guardo un corrusco en uno u otro bolsillo, pues me gusta dar de comer a las palomas que aterrizan en la ventana ante la que estaba Holmes cuando llegó Lestrade.

– Minino -dije, y puse el pan bajo la mesa de café; la misma mesa de café a la que lord Hull debía dar la espalda cuando se sentó con sus dos testamentos, el detestable viejo testamento y el nuevo testamento más detestable aún-. Minino-minino-minino.

El gato se levantó y caminó lánguidamente hasta debajo de la mesa para investigar.

Fui hasta la puerta y la abrí.

– ¡Holmes! ¡Lestrade! ¡Rápido!

Entraron en la habitación.

– Quédense ahí -dije, caminando hasta la mesita de café.

Lestrade miró a su alrededor y frunció el ceño al no ver nada. Holmes, por supuesto, empezó a estornudar de nuevo.

– ¿No podemos sacar de aquí a esa cosa detestable? -consiguió decir desde debajo de la servilleta, ya bastante humedecida.

– Por supuesto -dije yo-, pero, ¿dónde está, Holmes?

Una expresión de sorpresa inundó los ojos que miraban por encima de la servilleta. Lestrade giró sobre sí mismo, caminó hacia el escritorio de Hull y miró detrás de él. Holmes sabía que su reacción no habría sido tan violenta si el gato hubiera estado en el otro extremo de la habitación. Se inclinó y miró debajo de la mesa, no viendo más que el espacio vacío y el estante inferior de las dos estanterías de la pared norte de la habitación, y volvió a incorporarse. Si sus ojos no hubieran estado llorando como dos fuentes, habría visto entonces la estratagema; estaba justo encima de ella. Pero al mismo tiempo era diabólicamente buena. El espacio vacío bajo la mesa de café era la obra maestra de Jory Hull.

No… empezó a decir Holmes, y entonces el guio, que encontraba a Holmes mucho más de su agrado que el pan, salió de debajo de la mesa y volvió a enroscarse extasiado en los tobillos del detective. Lestrade estaba otra vez, con nosotros, y abrió tanto los ojos que creí que podían llegar a caérsele. Yo mismo estaba asombrado pese a haberme dado cuenta. El destrozado gato parecía haberse materializado en el aire. La cabeza, el cuerpo, y finalmente la cola con su punta blanca.

Se frotó contra la pierna de Holmes, ronroneando mientras éste estornudaba.

– Ya basta -dije-. Ya has hecho tu trabajo; puedes irte.

Lo cogí, lo llevé hasta la puerta (recibiendo un buen arañazo en pago a mis molestias), y lo eché al vestíbulo con pocos miramientos. Cerré la puerta Iras él.

Holmes se sentó.

– ¡Dios mío! -exclamó con voz nasal y griposa.

Lestrade era incapaz siquiera de hablar. Sus ojos no se habían apartado de la mesa ni de la alfombra turca color rojo que había bajo sus pies, ni del espacio vacío que de alguna forma había dado a luz un gato.

– Debí haberlo visto -murmuraba Holmes-. Sí… pero usted… ¿Cómo se dio cuenta tan rápido?

Noté la débil nota de orgullo herido y molesto en su voz… y lo perdoné.

– Fue eso -dije, señalando las sombras que proyectaban las palas de la mesa.

– ¡Por supuesto! -casi gimió Holmes. Se dio una palmada en la enrojecida frente-. ¡Idiota! ¡Soy un perfecto idiota!

– Tonterías -dije hipócritamente-. Con diez gatos en la casa y uno que parece haberle tomado un afecto especial, sospecho que verá todo por decuplicado.

– ¿Qué pasa con las sombras? -dijo Lestrade, encontrando por fin la voz.

– Enséñeselo, Watson -dijo débilmente Holmes, bajando la servilleta hasta su regazo.

Así que me agaché y cogí una de las sombras del suelo.

Lestrade se sentó en la otra silla, de golpe, como un hombre al que han golpeado inesperadamente.

– No dejaba de mirarlas, ¿sabe? -dije, hablando en un tono que no pude evitar que sonara a disculpa.

Me sonaba mal. A Holmes era a quien le correspondía explicar los quiénes y los cómos. Pero, aunque me daba cuenta de que mi amigo ya lo había comprendido todo, supe que se negaría a hablar en este caso. Y supongo que una parte de mí, esa parle que sabía que probablemente no volvería a tener otra oportunidad de hacer algo así, quería dar las explicaciones. Debo decir que lo del gato había sido un buen golpe. Un mago no lo habría hecho mejor con un conejo y un sombrero de copa.

– Sabía que había algo que no cuadraba, pero me llevó un momento darme cuenta de lo que era. La habitación está extremadamente bien iluminada, pero hoy está lloviendo a cántaros. Si mira a su alrededor verá que ningún objeto de la habitación proyecta una sombra… excepto las patas de esa mesa.