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Lestrade profirió un juramento.

Lleva lloviendo casi toda la semana -dije-, pero tanto el barómetro de Holmes como el del difunto lord Hull -y lo señalé indicaban que hoy podía esperarse sol. De hecho, parecía algo seguro. Así que añadió las sombras como último retoque.

– ¿Quién?

– Jory Hull -dijo Holmes en el mismo tono cansado-. ¿Quién sino?

Me agaché y pasé la mano detrás del extremo derecho de la mesa. Desapareció en el aire, del mismo modo en que apareció el gato. Lestrade profirió otro sorprendido juramento. Golpeé la parte de atrás del lienzo pegado a las patas delanteras de la mesa. Los libros y la alfombra se hincharon y arrugaron, y la imagen, que era casi perfecta, se deshizo.

Jory Hull había pintado la nada bajo la mesa de su padre; se había agazapado detrás de la nada cuando su padre entraba en la habitación, cerraba la puerta, y se sentaba ante su escritorio con los dos testamentos, el viejo y el nuevo. Y cuando se levantó de su asiento, salió de detrás de la nada, puñal en mano.

– Es el único que habría podido ejecutar una obra tan realista -dije, pasando esta vez la mano por la superficie del lienzo. Todos pudimos oír el sonido que hizo, como el ronroneo de un gato muy viejo-. El único que pudo hacerla, y el único que pudo esconderse detrás de ella: Jory Hull, que no mide más de cinco pies de alto, es patizambo y jorobado.

»Como dijo Holmes, la sorpresa del nuevo testamento no era ninguna sorpresa. Aunque el anciano hubiera mantenido en secreto la posibilidad de eliminar a sus parientes del testamento, cosa que no hizo, sólo unos estúpidos podrían haber interpretado mal la visita del abogado y, lo que es más importante, de su ayudante. Se necesitan dos testigos para hacer que un testamento sea un documento válido de cara a la cancillería. Lo que Holmes dijo sobre cómo algunos se preparan para lo peor es muy cierto. Un lienzo tan perfecto como este no se hace de la noche a la mañana, y tampoco en un mes. Descubrirá que lo tiene listo, por si acaso necesitaba usarlo, desde hace un año como mínimo…

– O cinco -interpoló Holmes.

Quizás. De todos modos, supongo que Jory adivinó que había llegado el momento cuando Hull anunció ayer que quería ver a toda la familia esta mañana en el salón. Anoche debió venir aquí y montar el lienzo, cuando su padre se fue a la cama. Supongo que entonces pondría las sombras falsas, pero yo en su lugar habría venido aquí esta mañana a echar otra mirada al barómetro, antes de la reunión en el salón, sólo para asegurarme de que seguía subiendo. Imagino que escamotearía la llave del bolsillo de su padre y la devolvería luego, en caso de que la puerta hubiera estado cerrada.

No estaba cerrada -dijo Lestrade con brevedad-. Tenía la norma de cerrarla para que no entraran los gatos, pero rara vez echaba la llave.

En cuanto a las sombras, ya ve que sólo son tiras de fieltro. Tiene buen ojo; tienen la medida que habrían tenido las sombras a las once de esta mañana… si el barómetro hubiera acertado.

– Si esperaba que brillara el sol, ¿por qué se molestó en poner las sombras? gruñó Lestrade-. El sol las habría puesto de todos modos, ¿o es que nunca se ha visto la suya, Watson?

No supe qué decir. Miré a Holmes, que parecía agradecido de tener alguna parte en la solución.

– ¿No se da cuenta? ¡Esa es la mayor ironía de todas! Si el sol hubiera brillado como indicaba el barómetro, el lienzo habría tapado las sombras. Las patas de mesa pintadas no proyectan sombras, como sabe. Ha sido descubierto por sombras en un día que no las hay porque temía ser descubierto al no haberlas en un día que, según indicaba el barómetro de su padre, con casi toda seguridad las habría en el resto de la habitación.

– Sigo sin entender cómo pudo entrar Jory sin que Hull le viera -dijo Lestrade.

– Eso también me desconcertó -dijo Holmes. ¡Mi querido Holmes! Dudo que le hubiera desconcertado ni por un momento, pero eso fue lo que dijo-. ¿Watson?

– El salón donde estaban los cuatro tiene una puerta que comunica con la sala de música, ¿verdad?

– Sí -dijo Lestrade-, y la sala de música comunica con la salita de lady Hull, que es la siguiente que hay si seguimos la progresión hasta la parte de atrás de la casa. Pero desde la salita sólo puede volverse al vestíbulo, doctor Watson. De haber dos puertas que dieran al estudio de Hull, difícilmente habría ido a buscar a Holmes.

Dijo esto último con un tono débil de autojustificación.

– Oh, pero es que volvió al vestíbulo -dije-, aunque su padre no lo vio.

– ¡Estupideces!

– Se lo demostraré -dije, y fui hasta el escritorio donde seguía estando apoyado el bastón del difunto. Lo cogí y les apunté con él-. En el instante que lord Hull dejó el salón, Jory se levantó y echó a correr.

Lestrade dedicó a Holmes una mirada de sorpresa, pero Holmes le dedicó a cambio una irónica y fría. Y debo decir que todavía no comprendía todas las implicaciones de la escena que estaba pintando. Estaba demasiado concentrado en mi recreación, supongo.

– Cruzó la primera puerta, atravesó la sala de música y entró en la salita de lady Hull. Salió al vestíbulo y echó un vistazo. Si la gota de lord Hull había empeorado tanto como para provocarle gangrena, no habría recorrido ni la cuarta parte del vestíbulo, y eso siendo optimistas. Y ahora fíjese en mí, inspector Lestrade, y le mostraré cómo un hombre que ha pasado toda su vida comiendo ricos alimentos y bebiendo licor acaba pagando por ello. Si lo duda, le traeré una docena de enfermos de gota que le mostrarán exactamente lo mismo que voy a mostrarle yo ahora.

Con esto empecé a cojear lentamente por toda la habitación, dirigiéndome hacia ellos y apoyándome con ambas manos en el bastón. Levantaba un pie a bastante altura, lo bajaba, hacía una pausa, y luego arrastraba la otra pierna. Jamás alzaba la mirada. En vez de eso, la clavaba alternativamente en el bastón y en el pie que iba delante.

– Sí -dijo Holmes con calma-. El buen doctor tiene toda la razón, inspector Lestrade. Primero viene la gota, y luego (si el paciente vive lo suficiente, claro está) ese gesto característico de mirar siempre hacia abajo.

– Él también lo sabía -dije-. Lord Hull llevaba cinco años aquejado de una gota que empeoraba día tras día. Jory debió darse cuenta de la forma en que caminaba, siempre mirando al bastón y a sus propios pies. Se asomó a la puerta de la salita, comprobó que estaba a salvo, y se limitó a entraren el estudio. No más de tres segundos si se dio prisa. -Hice un pausa-. El suelo es de mármol, ¿verdad? Debió quitarse los zapatos.

Llevaba zapatillas -dijo Lestrade cortés.

– Ah. Ya veo. Jory ganó el estudio y se escondió detrás de su cuadro. Sacó la daga y esperó. Su padre llegó al final del vestíbulo. Oyó como Stanley llamaba a su padre, y debió de pasar un mal momento entonces. Su padre respondió que estaba bien, entró en la habitación y cerró la puerta.

Los dos me miraban fijamente, y comprendí algo del poder divino que Holmes debía sentir en momentos como ese, contando a otros lo que sólo tú podías saber. Pero debo repetir que no es una sensación que quiera tener muy a menudo. Creo que la necesidad de una sensación así habría corrompido a muchos hombres, hombres con menos entereza moral que la que poseía mi amigo Sherlock Holmes, claro está.

– Jory, el viejo pata de palo, el viejo cheposo, debió encogerse todo lo posible antes de que su padre cerrara la puerta, sabiendo que aquél echaría una buena mirada a su alrededor antes de cerrar y echar el cerrojo. Quizá estuviera gotoso y algo minusválido, pero eso no quiere decir que estuviera ciego.

– Su ayuda de cámara dice que tenía muy buena vista -dijo Lestrade-. Es de las primeras cosas que le pregunté.

– Bravo, inspector -dijo Holmes con suavidad, y el inspector le devolvió una mirada molesta.

– Así que miró a su alrededor-dije, y de pronto pude verlo, y supuse que también eso le pasaba a Holmes; esta reconstrucción que, aunque sólo estaba basada en hechos y deducción, parecía ser como una visión-, y no vio otra cosa aparte del estudio de siempre, vacío excepto por su persona. Es una habitación bastante despejada, sin puertas de armarios, y con ventanas a ambos lados; no tiene rincones oscuros ni siquiera en un día como este. Satisfecho, cerró la puerta, giró la llave y echó el cerrojo. Jory debió oírle cojear hasta su escritorio. Debió oír el pesado golpe y el deshincharse del cojín cuando su padre se sentó. Un hombre con una gota tan avanzada no se sienta, se posiciona sobre un lugar blando para luego dejarse caer. Entonces Jory debió arriesgarse a echar una mirada.