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Gianrico Carofiglio

Las perfecciones provisionales

Guido Guerrieri 04

Traducción de Isabel Prieto

Título originaclass="underline" Le perfezioni provvisorie

Los personajes, hechos y situaciones de esta novela son fruto, exclusivamente, de la imaginación del autor.

1

Todo comenzó por una inofensiva llamada de un antiguo compañero de la universidad.

Sabino Fornelli es abogado civil. Cuando alguno de sus clientes tiene problemas penales, me llama, me pasa el caso, y se desentiende del asunto. Como muchos abogados civiles, piensa que los bufetes de los abogados penalistas son lugares peligrosos y de mala nota, y prefiere mantenerse alejado de ellos.

Una tarde de marzo, mientras estaba estudiando un recurso que tenía que presentar al día siguiente ante el Tribunal Supremo, recibí la llamada de Fornelli. Hacía varios meses que no hablábamos.

– Hola, Guerrieri, ¿qué tal estás?

– Bien, ¿y tú?

– Como siempre. Mi hijo se ha ido a estudiar tres meses a Estados Unidos.

– Estupendo. Una idea excelente, volverá con muchas experiencias que recordar.

– El que va a tener mucho que recordar soy yo: desde que se ha ido, mi mujer está de los nervios, no me da un minuto de tregua con sus estados de ansiedad, y yo estoy a punto de volverme loco.

Intercambiamos un par de frases más, demostrándonos el interés de rigor por nuestros respectivos asuntos, y luego entramos en materia. Dos clientes de Fornelli necesitaban hablar conmigo de un tema muy urgente y delicado. Cuando pronunció las palabras «urgente y delicado» bajó el tono de voz, de una forma que me pareció algo ridícula. El caso más grave que me había pasado Fornelli hasta ese momento había sido una dramática historia de injurias, golpes y violación de domicilio.

Vamos, que teniendo en cuenta los precedentes, no me sentía muy inclinado a tomarme en serio la clasificación de «urgente y delicado» para un caso que me iba a pasar Fornelli.

– Mañana tengo que ir a Roma, Sabino, y no sé a qué hora voy a volver. Pasado mañana es sábado, así que puedes decirles que vengan (le eché un vistazo rápido a la agenda) el lunes por la tarde, después de las ocho. ¿De qué se trata?

Se produjo un breve silencio.

– De acuerdo, después de las ocho. Iré yo también, acompañándolos, así te lo explicamos juntos. Va a ser lo mejor, por una serie de motivos.

Esta vez fui yo el que se quedó unos segundos en silencio. Fornelli nunca había acompañado a sus clientes a mi bufete. Estaba a punto de preguntarle cuáles eran esos motivos y por qué no podía adelantarme nada por teléfono, pero algo me contuvo. Le dije, pues, que de acuerdo, que nos veríamos en mi despacho el lunes, a las ocho y media, y colgamos.

Me quedé algunos minutos preguntándome de qué podía tratarse. No se me ocurrió nada y volví a mi recurso ante el Tribunal Supremo.

2

Me gusta ir al Tribunal Supremo. Los jueces suelen estar preparados, es raro encontrarse con alguno que aproveche las audiencias para echarse un sueñecito; por lo general, los presidentes, con las debidas excepciones, son tirando a amables, incluso cuando te piden que hables poco y que no les hagas perder el tiempo.

A diferencia de lo que ocurre en los otros tribunales, sobre todo en los tribunales superiores, en el Supremo se tiene la impresión de que el mundo está ordenado y de que la justicia funciona. Se trata sólo de una mera impresión porque el mundo no está ordenado y la justicia no funciona. Pero es una bonita impresión. Por eso suelo estar de buen humor cuando tengo que acudir a un juicio en el Supremo, aunque me toque madrugar.

Era un bonito día, frío y luminoso. El avión, en contra de lo que yo tenía previsto, salió y llegó puntualmente.

En el trayecto en taxi entre el aeropuerto y el Supremo viví una curiosa experiencia. Nada más arrancar el coche, me fijé en que en el asiento del copiloto se amontonaba como una docena de libros, en ediciones de bolsillo. Siempre que veo libros por una casa mi curiosidad se excita en el acto, así que imagínate si los veo en un taxi, que no es lo que se dice el lugar donde uno se los encuentra con más frecuencia. Le eché un vistazo a las portadas. Había un par de novelas policíacas de baja estofa, pero también Luces rojas de Simenon, Una cuestión privada de Fenoglio e incluso una antología de poemas de García Lorca.

– ¿Para qué lleva ahí esos libros?

– Para leerlos, entre carrera y carrera.

Me lo había merecido. Una respuesta seca y concisa a una pregunta idiota. ¿Qué hace uno con los libros? Leerlos.

– Verá, se lo he preguntado porque no es…, no es muy frecuente ver libros, tantos libros, quiero decir, en un taxi.

– No es verdad. A muchos de mis colegas les gusta leer.

Hablaba casi sin acento y parecía elegir las palabras con mucho cuidado. También parecía que las manejaba con cautela, como si fueran objetos delicados y algo peligrosos. Hojas afiladas.

– Sí, claro, ya lo supongo. Pero es que usted tiene, casi, una especie de biblioteca…

– Es que me gusta leer dos o tres libros al mismo tiempo. Depende del estado de ánimo. Por eso llevo varios. Además, cuando termino algunos, me los dejo olvidados en el coche; y así, poco a poco, se termina formando un pequeño montón.

– A mí también me gusta leer varios libros a la vez. ¿Qué está leyendo ahora?

– Una novela de Simenon. Me está gustando mucho, puede que, entre otras cosas, porque una parte de la historia se desarrolla en un coche, y yo me paso la vida metido en un coche. Tengo la sensación de entenderlo mejor, por eso. Y las poesías de García Lorca. La poesía me gusta mucho, aunque me cueste un poco más de esfuerzo leerla. Cuando estoy cansado, en cambio, leo eso otro -y señaló hacia una de las noveluchas policíacas. No dijo el nombre del autor, ni el título, lo que me pareció justo. Tuve la sensación de que existía toda una estética, precisa, sin esfuminados y concluyente, en la forma en la que me había hablado de los libros que estaba leyendo y de su jerarquía implícita. Me gustó. Intenté ver qué cara tenía, un poco fijándome en su perfil, otro poco mirando su imagen reflejada en el retrovisor. Debía tener unos treinta y cinco años, era pálido, y en su mirada se advertía una sombra de timidez.

– ¿Y de dónde le viene esa pasión por la lectura?

– Si se lo cuento, no se lo va a creer.

– Cuéntemelo.

– Hasta los veintiocho años no había ni cogido un libro, quitando los del colegio. Pero tenía un defecto: era tartamudo. Tartamudeaba muchísimo. Y eso es algo que te puede amargar la vida, ¿sabe?

Asentí. Luego me di cuenta de que no podía verme, no con claridad al menos.

– Sí, me lo puedo imaginar. Pero usted habla perfectamente -dije mientras volvía a pensar, sin embargo, en esa forma prudente, cautelosa con la que manejaba las palabras.

– Un día ya no pude más. Acudí a un logopeda e hice terapia para curarme el tartamudeo. En la terapia nos hacían leer libros, en voz alta.

– ¿Y así fue como empezó a leer?

– Sí. Descubrí los libros. Cuando acabé la terapia seguí leyendo. Dicen que en la vida no ocurre nada por casualidad. Quizá era tartamudo porque tenía que descubrir los libros. No lo sé. Una cosa es segura: desde entonces mi vida cambió. Ya no consigo ni acordarme de cómo pasaba antes el tiempo.

– Es una bonita historia. Me gustaría que me pasase algo parecido.

– ¿Qué quiere decir? ¿No le gusta leer?

– No, no, me gusta muchísimo. Posiblemente, es lo que más me gusta hacer en la vida. Lo que quería decir es que me gustaría experimentar un cambio extraordinario, como el que vivió usted.

– Ah, entiendo -dijo. Luego permanecimos en silencio, mientras el taxi recorría fluidamente el carril preferente de la vía Ostiense.