– ¿Quién lo ha visto? Sí, han hablado un poco de la desaparición de Manuela en un par de capítulos y la han incluido en su archivo. Pero no ha servido de nada. Como verás, en el informe se recogen también las declaraciones de un loco que llamó a los carabinieri después de ver el programa y que aseguró que la había visto hacer la calle, en el extrarradio de Foggia.
– ¿Los carabinieri lo comprobaron?
– Sí, lo comprobaron, e inmediatamente después descubrieron que este tipo llama sistemáticamente a los cuarteles y a las comisarías de media Italia para anunciar que ha visto a docenas de personas desparecidas. Otras seis o siete personas han llamado para decir que les había parecido ver a una chica que se parecía a Manuela en la estación de Ventimiglia, en Bolonia, en Brescia vestida de cíngara, en un pueblo cercano a Crotone y no recuerdo en qué otro sitio más. Les han tomado declaración a todos, pero no se ha descubierto nada en concreto. Los carabinieri me han explicado que cuando se da por televisión la noticia de que alguien ha desaparecido siempre hay un determinado número de personas que llama asegurando que tiene información sobre ese alguien, aunque en realidad no sepan nada. No se trata en todos los casos de mitómanos, pero en cualquier caso lo hacen para llamar la atención.
Dejé que se posase toda esa información y pensé que, llegados a este punto, sentía curiosidad por echarle un vistazo al dosier.
– De acuerdo, Sabino, me miro el dosier y veo si hay posibilidades de hacer otras comprobaciones e incluso si merece la pena contratar a un investigador privado. Si no encuentro ningún hilo del que podamos tirar, ni nada que vaya a resultar útil, os devolveré el cheque.
– Tú, de momento, ingrésalo en tu cuenta. Ya volveremos a hablar del tema cuando hayas estudiado el dosier. En cualquier caso, examinarlo no deja de ser un trabajo.
Estuve a punto de replicarle algo así como que sólo aceptaría el dinero en el caso de que pudiera ganármelo. Lo hubiera expresado en tono muy cortés, pero de forma que no admitiera réplicas. Luego me pareció una interpretación banal y gastada. Así que me limité a decirle que me hiciera llegar los papeles lo antes posible, él me contestó que por la tarde me llevarían al bufete una copia completa del dosier y colgamos.
En la medida de lo posible, es mejor evitar las interpretaciones banales y gastadas, pensé.
Por la tarde llegó un propio del bufete de Fornelli y le entregó a Pasquale un sobre tirando a voluminoso. Pasquale lo llevó a mi mesa y me recordó que dentro de media hora iba a llegar el asesor de urbanismo de un ayuntamiento de la provincia al que le habíamos notificado que estaba sujeto a investigación por abuso de autoridad y parcelación fraudulenta. Por lo que sabía, el asesor era un tipo honrado, pero en ciertos ayuntamientos la política se hace, casi exclusivamente, a fuerza de memorandos anónimos y denuncias a la fiscalía.
Dejé que pasara esa media hora hojeando el dosier, la verdad es que sin mirarlo siquiera realmente. Lo que hice, más que nada, fue percibir su presencia. Aquellas fotocopias desprendían un aura de la que emanaba una inquietud terrible. Pensé en los padres de la chica y en cómo habría vivido yo algo tan aterrador como la desaparición de una hija. Intentaba imaginármelo, pero no lo conseguía. Era algo tan inconmensurable que mi imaginación se negaba a proporcionarme una representación precisa. Apenas si conseguía intuir la naturaleza y las dimensiones de semejante horror.
¿Por qué una chica normal, con una vida normal y una familia normal, desaparece de un día para otro, sin previo aviso y sin dejar rastro?
¿Es posible que haya desaparecido por su propia voluntad y que tenga tan poco corazón como para dejar a su familia presa de la angustia y la desesperación? No, no es posible, me dije.
En ese caso, si no había desaparecido por su propia voluntad, las posibilidades eran dos. O alguien la había secuestrado -pero, ¿por qué?- o alguien la había asesinado, intencionada o accidentalmente, y había hecho desaparecer su cuerpo.
Una secuencia de intuiciones fulgurantes, pensé. Los señores de Ferraro y mi colega, Fornelli, habían hecho bien en acudir al nuevo Auguste Dupin.
La cuestión fundamental, sin embargo, era otra: ¿qué podía hacer yo en todo aquello? Aun admitiendo que al leer el dosier descubriese algún fallo, algún punto sin cubrir en las investigaciones, ¿cuál sería el siguiente paso? Pese a lo que había hablado con Fornelli, la idea de contratar a un detective privado ni siquiera se me pasaba por la cabeza. Los debe haber, sin duda, y eficacísimos, pero yo no había tenido la suerte de encontrarme con ninguno. Mis dos únicas experiencias con agencias de investigadores privados habían sido catastróficas y me había jurado a mí mismo no repetirla jamás.
Por otro lado, la idea de que me pusiese yo a investigar carecía totalmente de sentido, aunque me resultase peligrosamente seductora.
La única posibilidad seria, en caso de que consiguiese vislumbrar un punto de partida plausible, radicaba en acudir al fiscal y -con mucho tacto, porque los fiscales son gente susceptible- sugerirle que profundizase en este o en aquel punto antes de archivar definitivamente el caso.
El asesor llegó justo cuando más inmerso estaba en estas especulaciones, de las que me apartó, afortunadamente, dado que tenía que ocuparme de él y de sus problemas legales.
Parecía bastante nervioso. Era profesor de instituto, aquélla era la primera vez que ocupaba un cargo en la administración y también la primera vez en la que se enfrentaba a una acusación penal. No estaba acostumbrado a algo así y tenía miedo de que fueran a arrestarlo de un momento a otro.
Le dije que me explicara por encima el asunto, le eché un vistazo a las diligencias procesales y a algún que otro documento más que me había traído y, al final, le dije que podía quedarse tranquilo porque no parecía que hubiese nada realmente serio en su contra.
Él pareció tener sus dudas al respecto, pero, en cualquier caso, se mostró aliviado. Me dio las gracias y nos despedimos, acordando que yo iría al fiscal a decirle que mi cliente estaba totalmente a su disposición para presentarse y dejar clara su postura.
Uno tras otro, mis colaboradores -cómo detesto esa palabra- pasaron a despedirse de mí antes de irse del bufete. Una ceremonia que siempre me hace sentir como un viejo agilipollado.
Cuando me quedé solo llamé al tele-japonés que había abierto a unas pocas manzanas del bufete e hice un pedido totalmente desproporcionado de sushi, sashimi, temaki, uramaki y ensalada de soja. Tras unos segundos de duda, cuando la telefonista me preguntó si quería algo para beber pedí también una botella de vino blanco muy fría.
Cubiertos y vasos para dos, es obvio, dijo la joven.
Para dos, sí, obviamente, respondí.
8
Tres cuartos de hora más tarde estaba limpiando mi mesa de trabajo de un caos informe de vasitos de papel, botellas, cubiertos, servilletas y cajitas de cartón. Cuando terminé me serví otro vaso de Gewürztraminer, cerré la botella con el tapón de plástico -odio los tapones de plástico, pero reconozco que desde que hicieron su aparición no he vuelto a beber vino al corcho- y la guardé en la nevera. Lo hice todo muy despacio y con mucho cuidado. Siempre lo hago todo así cuando estoy a punto de iniciar una tarea nueva que me produce ansiedad. Intento por todos los medios retrasar el momento en el que no voy a tener más remedio que ponerme a ello, y la verdad es que en eso soy muy creativo.
Tendencia patológica a la procrastinación, lo llaman.
Según parece, se trata de una conducta típica en los sujetos inseguros, con baja autoestima, que posponen continuamente el momento de ocuparse de asuntos desagradables para evitar enfrentarse a sus propias debilidades, sus miedos y limitaciones. Leí algo así hojeando un libro titulado: No dejes nada para mañana. Empieza a vivir hoy. Era un manual de autoayuda que explicaba analíticamente las causas del fenómeno e indicaba, en casi doscientas páginas llenas de ejercicios delirantes, cómo -cito textualmente- «desembarazarse de esta enfermedad de la voluntad y vivir una existencia plena, productiva y sin frustraciones».