Pensé que tampoco es que tuviera muchas ganas de llevar una existencia excesivamente productiva, que los manuales para cambiar de vida me producían urticaria y que, en resumidas cuentas, una cierta dosis de frustraciones no me desagradaba. En vista de eso, volví a colocar el manual en la estantería de la que lo había cogido -me encontraba en una librería, leyendo de gorra, como de costumbre-, compré un libro de Alan Bennett y me fui a casa.
Tras haber hecho desaparecer toda posible huella de mi cena japonesa, tras beber otro poco de vino, tras abrir de nuevo el correo electrónico para comprobar, una vez más, que no tenía mensajes, supe que había llegado el momento.
Decidí leer el dosier del caso siguiendo el orden cronológico en el que se habían desarrollado las investigaciones. Desde el momento en el que se habían producido los hechos hacia adelante. Por lo general, nunca hago las cosas así.
Si tengo que examinar un caso en el que se ha dictado una medida cautelar y mi cliente está en la cárcel o en arresto domiciliario, lo primero que hago es leer la orden del juez, es decir, el último auto del procedimiento. Conociendo al juez que la ha redactado puedo hacerme enseguida una idea y saber si se trata de algo serio o no. Después leo el resto de los autos, hacia atrás, desde el más reciente hasta el más antiguo. Si recibo el encargo después de la sentencia de primera instancia hago también lo mismo, es decir, leo primero la sentencia que tengo que impugnar y, luego, el resto.
En el caso del dosier por la desaparición de Manuela Ferraro, sin embargo, pensé que era mejor recorrer los pasos que se habían seguido en la investigación e intentar intuir algo de la historia que había detrás.
El dosier era de los que se conocen como modelo 44: son en los que se procede contra desconocidos. En la cubierta estaba impreso el nombre de la ofendida, la fecha de su desaparición y el nombre del delito. Artículo 605 del Código Penal, secuestro de persona. El único delito que se puede suponer cuando una persona desaparece y se carece de datos que permitan hacer conjeturas más precisas.
El auto primero del dosier era el informe de los carabinieri -firmado por el maresciallo Navarra, un suboficial por el que sentía gran aprecio-, en el que se comunicaba a la fiscalía la denuncia de los padres y se recogían las primeras declaraciones que se habían tomado en el curso de la investigación.
Comencé por la declaración de la joven que había acompañado a Manuela a la estación de tren. Anita Salvemini -así se llamaba- también había sido huésped de los trulli en los que Manuela había pasado el fin de semana. La había llevado en coche a la estación porque ella tenía que ir a Ostuni para ver a unos amigos, pero las dos chicas no se conocían hasta ese momento.
En los veinte minutos que duraba el breve trayecto entre los trulli y la estación sólo habían hablado de cosas intrascendentes. Manuela le había contado que estudiaba Derecho en Roma y que tenía intención de regresar allí, en tren, esa misma noche o a la mañana siguiente.
No, no sabía si Manuela había quedado con alguien en la estación de Bari, menos aún si Manuela se veía con alguien con frecuencia, si tenía novio, etcétera.
No, no le pareció que Manuela estuviese preocupada. Por otro lado, tampoco la había observado con atención por el simple hecho de que ella -Anita- era la que conducía y tenía que estar atenta a la carretera.
No, no recordaba que entre el trayecto entre los trulli y la estación de Ostuni Manuela hubiese hecho o recibido llamadas. Sí, quizá, había sacado el móvil del bolso en un momento dado. Sí, quizá, había recibido un SMS, o quizá lo había enviado, pero Anita no lo sabía con seguridad.
No, no recordaba con precisión cómo iba vestida Manuela esa tarde. Seguramente llevaba una bolsa grande, oscura, y un bolso más pequeño, y quizá vestía vaqueros y una camiseta de color claro.
No, no recordaba a qué hora exacta habían salido de los trulli, tampoco cuándo habían llegado a la estación, momento en el que se despidió de Manuela. Pero debían de haber salido algo después de las 4.00, así que debían haber llegado a la estación a eso de las 4.30.
No, no sabía a qué hora exacta salía el tren que iba a coger Manuela. Probablemente, poco después de la hora de llegada a Ostuni, pero era sólo una suposición, no recordaba que hubieran hablado de ello.
No, no tenía nada más que añadir.
Leído, confirmado y firmado.
Después de aquella declaración venían las de los tres amigos -dos chicas y un chico- con los que Manuela había ido a los trulli. Las tres eran sucintas y venían a decir más o menos lo mismo. La idea inicial era volver a Bari el domingo por la noche. Pero surgió la posibilidad de celebrar una fiesta y los tres decidieron quedarse hasta el lunes. Manuela, en cambio, prefirió regresar el domingo y seguir con el plan inicial. Dijo que no había ningún problema, porque iban a llevarla en coche a Ostuni y allí cogería el tren.
Fin.
A continuación venía la declaración del taquillero del que ya me había hablado Fornelli. El que había reconocido a Manuela pero no recordaba a qué hora se había presentado delante de su ventanilla para sacar el billete.
Los carabinieri habían comprobado el horario de los trenes que salían de Ostuni. Manuela podía haber cogido un eurostar, un espresso o dos regionali, entre las 17.02 y las 18.58.
Los carabinieri habían hecho su trabajo escrupulosamente y habían tomado declaración a los revisores de todos los trenes: una decena de declaraciones, todas iguales y casi todas inútiles.
A todos los revisores les habían enseñado la foto de la joven y todos habían dicho que no recordaban haberla visto jamás.
Sólo uno, el del tren de las 18.50, había dicho que le sonaba la cara de Manuela. Le parecía haberla visto, pero no estaba seguro de si había sido el domingo por la tarde o en cualquier otro momento.
A continuación venían las declaraciones de los chicos que habían pasado el fin de semana en los trulli. Ninguna de ellas tenía la más mínima utilidad. Lo único que me llamó la atención fue que los carabinieri habían preguntado a todos los jóvenes si se había consumido drogas durante ese fin de semana. Todos habían dicho que no y ninguno les había sabido -o querido- decir si Manuela consumía algo, aunque fuera de forma ocasional.
Luego venían las declaraciones de dos amigas de Manuela que estudiaban en Roma, como ella. Nicoletta Abbrescia -la joven que compartía el piso con Manuela- y Caterina Pontrandolfi.
Los carabinieri también les habían preguntado acerca de la droga. Las dos habían admitido que Manuela se fumaba un porro de vez en cuando, pero nada más. Entre los pliegues de la jerga burocrática se adivinaba que las chicas se habían sentido incómodas y que, quizá, habían contestado con algo de reticencia, pero probablemente era algo normal, los interlocutores no dejaban de ser carabinieri.
La parte más interesante de sus declaraciones era la relativa a un tal Michele Cantalupi, el último novio de Manuela. Las dos coincidían en describir una relación difícil, marcada por peleas frecuentes, y que se había acabado de forma borrascosa, con episodios de violencia verbal e incluso física.
Los carabinieri referían que en los días inmediatamente posteriores a la desaparición de Manuela no había sido posible localizar a Cantalupi. Según sus padres estaba de vacaciones, en el extranjero. La respuesta había dejado perplejos a los inspectores (en el informe se leía que la actitud de los familiares les había parecido evasiva), quienes habían pedido autorización para ver el listado de llamadas del móvil de Cantalupi y del de Manuela, además de los datos de la tarjeta del cajero automático de esta última. Querían averiguar cuáles habían sido los últimos contactos de la joven, los últimos de Cantalupi y, sobre todo, si era verdad que Cantalupi estaba en el extranjero desde hacía varios días.