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Al salir a la calle, con un gesto estudiado, me subí el cuello de la gabardina, aunque no hacía falta alguna.

Los que hemos leído demasiados libros hacemos, con frecuencia, cosas totalmente inútiles.

9

Mientras volvía a casa decidí que iba a emplearme a fondo, como una media hora, con el saco de boxeo. La idea, como siempre, me produjo una cierta euforia. Creo que a un buen psicólogo le resultaría interesante interpretar mi relación con el saco. Le doy muchos puñetazos, obviamente. Pero antes de eso, y en las pausas entre asalto y asalto y, sobre todo, después, puede que mientras me tomo una cerveza bien fría o un vaso de vino, hablo con él.

El fenómeno comenzó cuando Margherita se fue de casa, a Nueva York, y se agravó cuando me escribió diciéndome que no tenía intención de regresar a Italia. Aquella carta -una carta de verdad, escrita a mano y sobre un papel, no un correo electrónico- certificó lo que ya sabía: nuestra historia se había acabado, ella tenía una nueva vida, en otra ciudad, en otro mundo. A mí me quedaban las migajas de la misma vida, la misma ciudad y el mismo mundo de siempre. En los meses siguientes le hablaba -al saco, quiero decir- sobre todo de Margherita y de las otras mujeres de las que he estado enamorado. Tres, en total.

– Amigo, ¿sabes qué es lo que me produce más tristeza?

– …

– No consigo recordar aquel sentimiento devorador. Lo que sentí, aunque fuera de diversas formas, con Tiziana, Margherita y Sara. No consigo recordarlo realmente, sé que existió, pero tengo que convencerme de que lo experimenté porque no lo recuerdo.

Saco se bamboleaba y yo entendía que quería alguna aclaración. Probablemente, yo no me había expresado bien. ¿Qué quería decir con eso de que no recordaba aquel sentimiento devorador?

– ¿Recuerdas la canción de De André, «La canzone dell'amore perduto» [Canción del amor perdido]? ¿Recuerdas esa estrofa que dice: «No queda más que alguna caricia desganada y un poco de ternura»?

– …

– No, no la recuerdas. Probablemente nunca has escuchado la letra con atención, pero la canción la has oído seguro. Hubo una época en que la ponía mucho. Sí, ya sé que es un poco patético. Pero en el fondo sólo hablo contigo. De todas formas, me gustaría decirte algo, si me prometes que no saldrá de nosotros.

– …

– Tienes razón, perdona. Nadie es capaz de guardar un secreto como tú. ¿Sabes que a veces me entran ganas de llorar?

– …

– Te lo explico encantado. En realidad, necesito hablar de ello. Me entran ganas de llorar cuando pienso que el recuerdo de las mujeres que he amado no me hace sufrir. Como mucho, me produce una vaga tristeza, débil y lejana. Algo muy pobre, como el agua estancada.

– …

– Sí, vale, no es una gran metáfora. Y, sí, tienes razón, hago muchas divagaciones y no me explico bien. El motivo por el que me entran ganas de llorar es que todo me parece desvaído, silencioso. También el dolor. Mi vida afectiva es como una película muda. Ya sé que tú eres un tipo poco inclinado a las sutilezas, pero yo estoy triste y tengo ganas de llorar porque no consigo reencontrar la tristeza. Esa tristeza sana, la que es como la sangre que te corre por las venas, la que hace que te sientas vivo. No esta cosa débil y blanda y miserable. ¿Lo entiendes?

Llegados a ese punto de la conversación, Mister Saco se había parado del todo. Los últimos restos de las oscilaciones causadas por los puñetazos que, muy amablemente, había encajado, propinados por su desequilibrado amigo -yo-, se habían agotado y ahora estaba inmóvil. Como si lo que le había contado lo hubiese turbado hasta tal punto que se había quedado paralizado. Estaba meditando sobre ello aunque, como de costumbre, no iba a contestarme, a darme su opinión, algún consejo.

Y, sin embargo, lo creáis o no, después de aquellas conversaciones con un alto índice de patología psiquiátrica -y después de los puñetazos, naturalmente-, yo me sentía mejor, a veces incluso bien.

En realidad, Mister Saco es un psicoterapeuta perfecto. Te escucha sin interrumpirte, no expresa juicios (como mucho, se bambolea un poco) y no te causa problemas con sus honorarios. También es inofensiva la transferencia: consiste en una especie de ternura sin implicación sexual ninguna. Por eso no lo cambiaría ni loco. Cuando se rompe en algún punto en el que le he dado demasiado fuerte, lo reparo envolviéndolo con cinta adhesiva. Me gusta mucho su aire de soldado veterano y creo que él me está agradecido porque no me deshago de él para reemplazarlo por otro, nuevo, brillante y anodino.

Entré en casa deshaciéndome el nudo de la corbata y, nada más llegar, lo primero que hice fue poner un CD que había grabado yo mismo, con una veintena de temas de todo tipo. Dos minutos después ya me había quitado los pantalones y la camisa (es decir, ya me había quedado en calzoncillos), ya tenía vendadas las manos y puestos los guantes y estaba empezando a dar puñetazos.

Hice un primer asalto ligero, para calentar. Combinaciones ligeras de tres, cuatro golpes con las dos manos, sin hundir el puño. Jab, derecha, gancho por la izquierda. Gancho por la derecha, gancho por la izquierda, montante. Jab, jab, directo por la derecha. Así, los tres primeros minutos, como calentamiento. Durante la pausa intercambié un par de frases con Mister Saco, aunque la verdad es que esa noche ninguno de los dos tenía muchas ganas de hablar. Cuando empecé el segundo asalto, golpeando con más fuerza, el CD casual dejó oír el «Intermezzo» de Cavalleria Rusticana, lo que me hizo sentirme Robert De Niro en Toro Salvaje.

Mientras me doy de puñetazos, con la música y la concentración adecuadas, a veces salen a la luz recuerdos inesperados, se abren de par en par puertas tras las que hay escenas, sonidos, rumores, voces, a veces hasta olores largo tiempo olvidados.

Esa noche, mientras trabajaba a Mister Saco, que se dejaba hacer con paciencia, recordé, como si la memoria fuera una película, mi primer combate como púgil aficionado, peso welter, categoría juvenil.

Tenía poco más de dieciséis años, era alto y delgado, y estaba muerto de miedo. Mi adversario era más bajo y mucho más pesado que yo, tenía la cara picada de viruela y expresión de asesino. O, al menos, eso me pareció entonces. Había decidido practicar boxeo precisamente para vencer el terror que me inspiraban tipos como aquél. En los interminables minutos que precedieron al inicio del combate pensé, entre otras mil cosas, que la terapia, obviamente, no había funcionado. Me temblaban las piernas, respiraba con dificultad y sentía que se me habían paralizado los brazos. Pensaba que no iba a ser capaz de levantarlas para protegerme, mucho menos para asestar golpes. El terror se volvió tan intenso que pensé en fingir que estaba enfermo -quizá dejándome caer al suelo, simulando un desmayo- con tal de evitar el encuentro.

Pero en vez de eso, cuando sonó la campana me puse en pie e inicié el combate. Entonces sucedió algo extraño.

Sus golpes no me dolían. Los recibía en el casco y, sobre todo, en el cuerpo, dado que él era más bajo que yo y que estaba intentando, por todos los medios, acortar distancias. A cada nuevo golpe echaba fuera el aire con un gruñido gutural, como si quisiese asestar el golpe definitivo. Pero sus puñetazos eran lentos, débiles e inofensivos, y no dolían. Yo daba vueltas alrededor de él, intentando explotar mi ventaja, y le tocaba continuamente con la izquierda.

En el tercer asalto se enfureció. Quizá su entrenador le había dicho que estaba perdiendo el combate o quizá se había dado cuenta él solo. El hecho es que cuando sonó la campana se me echó encima como una furia, girando frenéticamente los brazos, como si fueran aspas de molino. Mi derechazo directo partió y llegó directamente a su cabeza sin que yo fuera totalmente consciente de lo que acababa de hacer, y sin que consiga recordar qué movimiento hice exactamente. Lo que recuerdo -o, probablemente, creo recordar- es una especie de imagen congelada, la fracción de segundo inmediatamente posterior a mi golpe pero anterior a que él cayera a tierra, desmañadamente, igual que se me había echado encima.