En los combates de boxeo de aficionados es muy raro que uno de los dos púgiles bese la lona, y el KO más raro todavía. Es un acontecimiento extraordinario, todos lo saben. Cuando vi a mi adversario tendido sobre la lona sentí cómo una llamarada, una corriente de calor y de felicidad salvaje, partía desde la frontera que marcaba mi cinturón y me llegaba hasta la nuca.
El árbitro me ordenó que me retirase a mi esquina y empezó el conteo. El otro se levantó de inmediato y alzó los guantes para indicar que podía continuar el combate. Éste se reanudó, sí, pero ya había acabado. Yo contaba ya con una ventaja insalvable, el tipo picado de viruelas tendría que haberme tumbado y noqueado para ganar. No estaba en condiciones de hacerlo. Volví a dar vueltas a su alrededor, evitando con facilidad sus golpes, cada vez más desmadejados y más débiles, y seguí castigándole con la izquierda hasta que la campana marcó el final del asalto y del combate.
Esa noche no dormí. Todavía era un crío y, precisamente por eso, supe, como pocas otras veces en mi vida, lo que era sentirme un hombre.
Dejé de golpear el saco. Me quedé quieto frente a él, intentando controlar la respiración, notando violentas pulsaciones en las sienes y dejándome invadir por una ternura desesperada hacia ese niño-hombre, despierto en la oscuridad, envuelto en su manta, asomado a ese todo que aún no le había ocurrido.
Cuando la frecuencia de sus oscilaciones, y la de mi respiración, se redujo, me sacudí a mí mismo de esa especie de trance.
Nico, con la Velvet Underground, cantaba «I'll be your mirror».
– Ok, Mister Saco, voy a darme una ducha y luego me iré a la cama a dormir. Espero. En cualquier caso, siempre es un placer pasar media hora contigo.
Él asintió bamboleándose, haciéndose cargo de ello. También él me tenía cariño, a pesar de todo.
10
El maresciallo Navarra es un tipo simpático, con poca pinta de policía y menos aún de militar. Conserva la cara de un jovencito, un jovencito algo más gordo de lo que debiera, y nadie se lo imaginaría irrumpiendo, pistola en mano, en una guarida de traficantes de droga o interrogando a un sospechoso a ritmo de guantazos. Está casado con una ingeniera, investigadora del CNR, a la que conoció en la universidad cuando él también estudiaba Ingeniería. Luego hizo las oposiciones para subinspector de los carabinieri, las sacó y dejó de estudiar. Tiene tres hijos, un perro, un destello de tristeza en la mirada y una pasión bellísima: construye aviones de papel.
Dicho así, puede parecer un hobby de críos, una de esas cosas que sólo se hacen para matar el rato en la sala de espera del médico.
Pero no es el caso. Él se pasa días haciendo bocetos para cada modelo, proyectando, probando, perfeccionando, hasta que el avión vuela. Y cuando digo vuela quiero decir que vuela de verdad. Mucho rato, un rato increíblemente largo, como si tuviese motor y un piloto, o vida propia. Para darme las gracias por un consejo legal que le di a su hermana, me regaló tiempo atrás uno de sus aviones. Aún lo conservo y es uno de los pocos objetos de los que me dolería desprenderme.
Tenía el número del móvil de Navarra, así que lo llamé a la mañana siguiente.
– Maresciallo Navarra, soy el abogado Guerrieri.
– Buenos días, abogado, ¿qué tal está? ¿Conserva aún mi avión?
– Buenos días. Lo conservo aún, claro. Lo miro de vez en cuando, preguntándome cómo consigue hacer algo así con dos simples trozos de papel.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -me dijo.
– Sí, me gustaría hablar de una cosa con usted, como una media hora. ¿Quedamos?
– ¿De qué se trata?
– De la desaparición de Manuela Ferraro. Sus padres vinieron a verme hace unos días, he leído el dosier y me gustaría comentarlo con usted, si tiene un rato.
– ¿Tiene que ir hoy al juzgado?
– No, pero si usted tiene que ir nos podemos ver allí.
– Si tiene que ir expresamente no merece la pena. Mejor les pido a los del juzgado que me dejen declarar lo antes posible, le llamo y me acerco a verle a su bufete.
Le dije que no quería hacerle perder el tiempo y él me contestó que le apetecía ir a verme. Dijo que yo le resultaba simpático, a diferencia de la mayoría de mis colegas. Dijo que, según él, yo debería ser fiscal porque le había gustado cómo llevé la defensa en un caso por usura que él había investigado. Dijo que, de haber sido por el fiscal, el cabrón del acusado habría salido absuelto. Si los jueces condenaron a aquella panda de usureros fue gracias a mí, dijo. Le apetecía verme, repitió.
Me llamó antes de lo previsto. Su juicio se había pospuesto porque faltaban algunas notificaciones, así que ya estaba libre. Veinte minutos después estaba sentado frente a mí.
– ¿No estaba usted antes en otro bufete?
– Sí, nos hemos mudado hace cuatro meses.
– Tiene un aire americano. Pero me gusta, es bonito. A mí también me gustaría hacer algunos cambios, pero trabajando de carabiniere no es fácil, vives estrictamente de tu sueldo y no tienes horarios. Había pensado en matricularme en la universidad.
– ¿Para terminar Ingeniería?
Me miró sorprendido.
– Tiene buena memoria. Pero no, no. No podría ponerme otra vez a estudiar aquellas asignaturas. Había pensado en algo de letras, de filosofía. Pero quizá es una veleidad mía. Lo que pasa es que, cumplidos los cuarenta años, empiezas a hacerte preguntas molestas sobre el sentido que tiene lo que haces y, sobre todo, sobre el tiempo que pasa, se diría que cada vez a más velocidad…
– Hace tiempo leí un libro muy bueno, de un psicólogo holandés, creo, que se titulaba Por qué el tiempo vuela cuando nos hacemos mayores. Hablaba de ese fenómeno. Es muy interesante.
– Sólo con oír el título me siento angustiado. Hay momentos en los que me siento como si hubiera perdido totalmente el equilibrio y estuviera a punto de caerme en cualquier sitio. No es una sensación agradable.
Sabía de lo que hablaba. No es una sensación agradable, en efecto. Nos quedamos callados, con algunas palabras suspendidas en el aire.
– Pero ya está bien. Dejemos a un lado el tiempo que pasa y mi crisis de los cuarenta. Me ha dicho por teléfono que quería hablarme de la desaparición de Manuela Ferraro.
– Sí. Como le he dicho, sus padres vinieron a verme, acompañados por un colega especializado en derecho civil. Me pidieron que estudiara el dosier para ver si había alguna posibilidad de que no se dieran por concluidas las investigaciones. Ayer por la noche lo leí y, obviamente, vi enseguida que había sido usted el que se había ocupado del caso.
Asintió, sin decir una palabra. En vista de ello, proseguí.
– Me gustaría saber qué idea se ha formado usted del asunto, con independencia de lo que se lee en su informe.
Evité preguntarle expresamente si creía que era factible continuar con las investigaciones. Incluso una persona inteligente y serena como Navarra tiene sus susceptibilidades. Pensé que quizá sacaría algo en claro si tratábamos el tema informalmente.
– Es difícil hacer hipótesis serias sobre las desapariciones de personas. Según mi experiencia (pero también según las estadísticas), el índice de probabilidades de que una persona desaparecida aparezca, pasado mucho tiempo, es muy bajo.
Se detuvo, como si acabara de recordar una cosa importante.
– Supongo que sabe de sobra que el inspector Tancredi es un excelente especialista en este tipo de casos. Ha acumulado una experiencia increíble con los casos de niños desaparecidos. Creo que usted lo conoce, ¿no?