Lo dijo sin que en su voz se percibiera un átomo de ironía, pero era seguro que la hipótesis nos parecía a los dos harto improbable.
– ¿Qué piensa hacer? -dijo empujando hacia atrás su silla.
– Usted sabe mejor que yo que esto es menos que un intento. Si usted no ha encontrado nada es muy improbable que lo consiga yo.
– No esté tan seguro. La investigación es un mecanismo extraño. A veces lo haces todo correctamente, de forma perfecta, según las reglas, y no sacas nada en limpio. Luego, cuando ya te has resignado, ocurre algo, casualmente, que te brinda gratis la solución. En este campo, mucho más que en otros, no hay técnica o planificación o experiencia que valga tanto como la chiripa, o que ocurra un milagro.
Encogí los hombros y sacudí la cabeza, pero me gustó lo que había dicho. Me había infundido valor. Yo era un principiante absoluto en lo que a la investigación se refiere, pero con los milagrosos golpes de chiripa siempre me las había arreglado muy bien.
– Creo que intentaré hablar con las dos amigas de Manuela, las que estudian en Roma. Hablaré también con el tipo que le cae mal, el ex novio. No sé si merece la pena hacerlo también con la chica que la llevó a la estación de Ostuni.
– Anita Salvemini. Tenga una charla también con ella.
– ¿Por qué?
– Lo más seguro es que no sirva para nada. Pero a veces, pocas, ocurre que cuando se vuelve a escuchar a una persona, en un contexto y en un momento distintos, quizá en una situación menos estresante, ésta recuerda detalles que antes se le habían pasado. A veces, un fragmento de recuerdo sale a flote y es justo ese detalle el que te pone en las manos el hilo del que tirar. Es raro que ocurra, pero, total, no le cuesta nada hablar también con esa chica.
– ¿Tiene algún otro consejo que darme?
– Los manuales aconsejan que se proceda en dos tiempos cuando se escucha a un informante. En el primero es mejor dejarle hablar libremente, sin interrupciones, interviniendo sólo para darle a entender que estamos siguiendo atentamente su discurso. Cuando esa narración libre se agota es preciso pasar a hacerle preguntas específicas, para aclarar y profundizar. Y, para concluir, siempre hay que dejar una puerta abierta. Hace falta decirle al testigo que, seguramente, en las próximas horas o los próximos días, recordará algún otro detalle. Quizá a él le parezca algo insignificante y se incline a guardárselo para sí. Eso no debe ocurrir. Entre los detalles aparentemente insignificantes puede esconderse la clave para resolver el caso.
– ¿Así pues…?
– Así pues hay que decirle al testigo que si recuerda otra cosa (cualquier otra cosa) tiene que volvernos a llamar. Es útil para que no se disperse la información, pero también para reforzar el sentido de su responsabilidad. Si se siente responsable se mantendrá en un estado mental activo, y ésta es la premisa fundamental para recuperar detalles ulteriores.
– Con esos intereses y esos conocimientos debería matricularse en Psicología, no en Humanidades.
– Sí, ya lo he pensado. Pero, como ya le he dicho, es decidir matricularme en la universidad y comprender, al segundo, que es una estupidez, con cuarenta y tres años, sin ninguna posibilidad real de emplear el título para algo. Y cuando esta idea hace clic, le siguen otras, todas bastante desagradables.
Permaneció durante unos segundos con una expresión absorta y algo ausente. Luego dijo que tenía que volver al cuartel.
– Según usted, ¿la joven sigue viva?
Antes de responderme, dudó un poco. Luego negó con la cabeza.
– No, no lo creo. No tengo ni idea de qué puede haberle pasado, pero no creo que siga viva.
Eso era exactamente lo mismo que pensaba yo. Lo que había pensado desde un principio, pero oírselo decir a él me produjo una sensación horrorosa. Por su expresión noté que se había dado cuenta, que lo sentía, pero que no podía hacer nada al respecto.
– Si necesita algo más no dude en llamarme. Y, como es lógico, hágalo si descubre algo.
¿Cómo no iba a hacerlo? Resuelvo el misterio, le cedo generosamente al culpable, y luego me pierdo de nuevo en las sombras. Nosotros, los héroes solitarios, siempre actuamos así.
– Un día de éstos me gustaría acompañarle a ver cómo lanza a volar a uno de sus aviones.
Sonrió.
– Le llamaré para que venga conmigo, un día de éstos.
11
Por la tarde llamé a Tancredi. Tuve que hacer tres o cuatro intentos hasta conseguir línea y, cuando por fin oí el tono, tuve la sensación de que estaba llamando al extranjero.
– Guido, sigues vivo…
– Sí, bastante vivo todavía, sí… ¿Y tú cómo estás? No estarás en el extranjero, ¿no?
– No se te escapa una, ¿eh? Menudo lince estás hecho. Estoy bien y estoy en Virginia.
– ¿En Virginia? ¿En Estados Unidos, quieres decir?
– Sí, eso es justo lo que quería decir. ¿Conoces muchos sitios que se llamen Virginia?
– Pero entonces pagas tú la llamada. Perdona, cuelgo ahora mismo. Además…, ¿qué hora es allí?
– Las once, estamos tomando el café de media mañana. Y no te preocupes, todavía puedo permitirme pagar una llamada. Además, no me llama nadie desde Italia, así que, a falta de algo mejor, me conformaré contigo.
– ¿Qué haces en Virginia?
– Estoy en la Academia del FBI, haciendo un curso para policías extranjeros. Técnicas de interrogatorio y criminal profiling.
– ¿Qué?
– Técnicas para trazar perfiles de criminales y técnicas para interrogar a testigos y a sospechosos.
– ¿Te las enseñan ellos a ti o tú a ellos?
– Me las enseñan, me las enseñan. La verdad es que es otro mundo. Cosas muy interesantes, incluso para alguien que sea abogado, como tú. ¿Por qué me has llamado?
– Me gustaría preguntarte algo, pero no es urgente.
– Dime.
– No, de verdad, no es algo de lo que pueda hablarse en una llamada internacional. Y, además -añadí, mintiendo-, que no es nada urgente. ¿Cuándo vuelves?
– Dentro de tres semanas.
– Cuando estés de vuelta, llámame, así nos vemos. Charlamos un rato, y te cuento.
– ¿Estás seguro de que no me lo quieres contar ahora?
– Segurísimo, de verdad. Gracias, Carmelo, y pásatelo bien, nos vemos a tu regreso.
– De acuerdo. Me lo paso que no veas. Me gustaría que vieras a mis compañeros de curso. El más simpático es un turco cristiano que desde que se enteró de que vengo de Bari no para de repetirme que los de Bari (y, como tú sabes, yo no soy de Bari) les hemos robado los huesos de San Nicolás de Mira y que tenemos que devolvérselos. Y luego no hay ningún sitio, pero lo que se dice ninguno, salvo las cercanías de algún vertedero, donde uno pueda fumarse un cigarro. Pero bueno, basta de charlas. Nos vemos a mi regreso.
Colgamos, y yo, al pensar en Tancredi a miles de kilómetros de allí, me sentí muy solo. Para alejar aquella sensación me dije que debía hacer algo útil, práctico por lo menos, y decidí llamar a Fornelli.
La forma en la que alguien contesta al teléfono -al menos cuando no saben quién está al otro lado, y evidentemente Fornelli no tenía memorizado mi número- dice mucho acerca de cómo es. La voz de Fornelli, con su fuerte acento de Bari, era débil y gris.
– Hola, Sabino, soy Guido.
La voz se reanimó, cobró cuerpo, y también algo de color.
– ¡Anda!, hola, Guido.
– Hola, Sabino.
– ¿Has podido leer el dosier?
Le dije que sí, que lo había leído. No le dije, en cambio, ni una palabra de mi conversación con Navarra: como habíamos acordado, aquella conversación nunca había tenido lugar.
– ¿Te has hecho una idea? ¿Crees que podrás hacer algo?
– Con franqueza, no creo que tengamos muchas posibilidades de encontrar algo que no haya salido ya a la luz en la investigación de los carabinieri. De todas formas, no estaría de más que hiciera algunas comprobaciones para no quedarnos con dudas.