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– Perfecto. ¿Qué quieres hacer exactamente?

Su voz era ahora completamente distinta de la del señor un poco deprimido que había contestado al teléfono hacía apenas unos instantes. Parecía casi excitado. Mantén la calma, pensé. No saldrá nada de todo esto. No te hagas ilusiones y, sobre todo, mucho cuidado con lo que vayas a decirles a esos pobres padres.

– He pensado en hablar con el ex novio de Manuela, con las dos amigas que estudian en Roma y también, quizá, con la chica que la acompañó a la estación el día en que desapareció.

Le dije que necesitaría su ayuda para ponerme en contacto con esas personas. Él dijo que claro, que él se encargaba de eso. Llamaría a la madre de Manuela -el padre, como ya había podido ver, no estaba en condiciones de ayudarnos- y le pediría que localizase a los jóvenes. Tendría noticias suyas lo antes posible. Sabía que habían hecho bien dirigiéndose a mí, dijo al final, con un tono de voz incongruentemente alegre, apenas un instante antes de volverse a arrojar de cabeza a la zona pantanosa de su subconsciente desde la que me había cogido el teléfono.

Pensé que ahora, quizá, podría ponerme a trabajar en serio.

A trabajar como abogado, después de jugar a los detectives: al día siguiente me aguardaba uno de los juicios más surrealistas de mi, así llamada, carrera. Llamé a Consuelo, a la que le había encargado que se estudiase el caso, y le dije que se reuniera conmigo para prepararlo juntos.

12

Mi cliente era un joven de veinticinco años acusado de un delito de estragos en grado de tentativa.

Dicho así, el asunto produce una cierta impresión y evoca imágenes trágicas, el acre olor de la pólvora disparada, muertos, gritos, heridos, sangre y sirenas de ambulancia.

Leyendo el encabezamiento del auto de imputación y los autos del proceso, las cosas eran muy distintas. El auto de imputación especificaba que Nicola Costantino estaba imputado por el «delito contemplado y castigado por el artículo 422 apartado 2º del Código Penal porque, con el fin de suicidarse, había realizado actos susceptibles de poner en peligro la seguridad pública, en particular había abierto las bocas de gas en su domicilio con la intención, cuando la atmósfera estuviese saturada, de producir una explosión, potencialmente capaz de destruir todo el inmueble; suceso destructivo que no llegó a verificarse sólo gracias a la intervención de los carabinieri».

Nicola Costantino, que llevaba ya un tiempo en tratamiento psiquiátrico, había intentado suicidarse inhalando gas. Estaba solo en casa, se había encerrado en la cocina, se había tomado media botella de ron y una dosis importante de ansiolíticos y luego había abierto todos los hornillos. Una vecina con el olfato muy sensible se dio cuenta casi en el acto de que algo no iba bien y avisó a los carabinieri. Los militares -que «se personaron en el acto», según se leía en el informe-, tras derribar puertas y abrir ventanas de par en par, encontraron al joven en el suelo, inconsciente pero, milagrosamente, todavía en este mundo. Resumiendo, que le salvaron la vida. Pero, tras consultarlo con el letrado de turno, también lo arrestaron. Acusado de estragos.

Si se consulta un manual de derecho penal se descubre que para que exista un delito de estragos no es necesario que muera alguien: basta con que se verifique que ha existido peligro y que los actos se realizaron con el específico fin de asesinar.

El ejemplo más claro es el del terrorista que coloca en un lugar público una bomba de alta potencia, lista para explotar. El artefacto no explota, quizá por un defecto de funcionamiento, pero el terrorista tiene que responder igualmente de un delito de estragos porque su intención era asesinar a un número indeterminado de personas y sus actos se corresponden con la intención de producir dicho resultado.

La historia de mi cliente era, cómo decirlo, ligeramente distinta. Nicola Costantino no era un terrorista, sólo era un chico débil, perturbado, inevitablemente propenso al fracaso. Había decidido quitarse la vida y no lo había logrado, demostrando que su capacidad para fracasar en todo cuanto se propusiera era extensible al campo de las actividades autolesivas.

No había dudas de que al cometer la idiotez de abrir el gas había puesto en peligro la integridad de todos los vecinos del edificio; no había duda, igualmente, de que con esa idiotez no perseguía asesinar a nadie, salvo a sí mismo.

Éste era el elemental argumento que intenté exponer ante la fiscalía y el Tribunal Superior para sostener que el delito de estragos no podía configurarse y que no existía, por lo tanto, una base jurídica para retener en la cárcel a mi cliente.

No estuve lo bastante persuasivo. Los jueces del Tribunal Superior escribieron, al justificar el rechazo a mi instancia, «que es suficiente, para que se realice el delito de estragos en grado de tentativa, que alguien tenga la intención de asesinar a quien sea, por lo tanto, también a sí mismo».

El argumento estaba dotado de una fuerza paradójica y casi hipnótica.

¿Acaso Costantino no había puesto en peligro la integridad pública con su intento -fracasado sólo gracias a la rápida intervención de las fuerzas del orden- de acabar con su vida? Era, por lo tanto, indiscutiblemente responsable de un delito de estragos, del que existían todos los requisitos, objetivos y subjetivos.

Y ya que la modalidad del hecho y la personalidad inestable del indagado (el único punto en el que estaba de acuerdo con los jueces) permitían establecer la duda razonable de que se reiterara una actuación de las mismas características, parecía inevitable que se tomasen medidas cautelares en su expresión más contundente: la reclusión en la cárcel.

Justo cuando me disponía a recurrir ante el Tribunal Supremo contra esta estrambótica interpretación del Código Penal, los padres del joven vinieron a verme. Al principio, parecían sentirse en una situación algo embarazosa pero luego, tras algunos titubeos, consiguieron decirme, de forma clara y directa, que no querían que presentara el recurso.

– ¿Por qué? -pregunté, estupefacto.

Ambos se miraron a los ojos, como decidiendo cuál de los dos debía responder.

– Si el problema es por mis honorarios -dije, recordando cuánto les había pedido por el recurso-, no se preocupen, me pagarán cuando puedan.

Me contestó el padre.

– No, gracias, no es una cuestión de dinero. Lo que ocurre es que Nicola, desde que está en la cárcel, está mejor. Lo tratan bien, tanto los agentes como los otros reclusos. Socializa, ha hecho amistades, y cuando vamos a visitarle casi parece que está contento. En resumen, que hacía años que no lo veíamos tan bien.

Los miré como si no hubiera entendido bien. El padre se encogió de hombros.

– Que se quede allí algunos meses más -añadió la madre, con una expresión en la que se mezclaban el sentimiento de culpa, el alivio e, incluso, una cierta alegría.

– Cuando se celebre el juicio estamos seguros de que usted conseguirá que sea absuelto, saldrá de la cárcel y podremos ayudarle a que rehaga su vida. Mientras tanto, sin embargo, es mejor que se quede allí, en vista de que le sienta bien. Es como si estuviera en un centro de rehabilitación -concluyó el padre, con la expresión de alivio del que, por fin, ha cumplido con un penoso deber.

Estuve a punto de decirles que Nicola era mayor de edad y que, por razones de ética profesional, tenía que pedirle su opinión acerca de esta original solución.

Pero, en vez de eso, lo pensé durante unos segundos, tomé una decisión de la que no me hubiese gustado que se informase al colegio de abogados, y no dije nada. Me limité a levantar las manos, las palmas de cara a ellos, en señal de rendición.

Meses después, llegó el momento de la audiencia preliminar.

Esa mañana, antes del mío, se había celebrado un juicio con muchos imputados por un asunto de fraude a la Seguridad Social. La sala -la más grande de las destinadas a las audiencias preliminares- estaba llena de acusados, junto a sus correspondientes abogados, y presentaba la ordenada compostura del zoco de Marrakech. Todo indicaba que el tema iba a ir para largo. En vista de eso, como no sabía qué hacer para pasar el rato, cogí el i-Pod que llevaba en la cartera y lo puse en marcha en reproducción aleatoria.