– Enhorabuena, estaba convencida de que lo iban a reenviar a juicio con tal de no asumir la responsabilidad de tomar una decisión y de evitarse el coñazo de redactar la sentencia -me dijo Consuelo mientras salíamos de la sala.
– Yo tampoco las tenía todas conmigo de que fuera a ser absuelto.
– ¿Y ahora?
– ¿Ahora qué?
– ¿Cómo estarán sus padres? ¿Más contentos de que Nicola haya sido absuelto, o más preocupados por lo que pueda pasar cuando vuelva a casa?
Era lo mismo que, en esos instantes, me estaba preguntando yo. Y, naturalmente, no tenía ninguna respuesta.
13
Ya me había despedido de Consuelo, y estaba a punto de entrar en una enoteca para tomar un bocado, cuando recibí la llamada de Fornelli. Me dijo que había hablado con la madre de Manuela que, a su vez, había llamado a las dos amigas y al ex novio. A través de otras amistades de su hija había localizado también a Salvemini, es decir, a la joven que había llevado a Manuela a la estación de Ostuni. Les había explicado a todos que estaban intentando descubrir qué le había ocurrido a su hija y les había pedido que quedaran conmigo. Todos habían dicho que sí, salvo Abbrescia.
– ¿Por qué Abbrescia no?
Al otro lado de la línea se produjo un breve titubeo.
– Le ha dicho a la madre de Manuela que está en Roma, que en las próximas semanas va a estar liadísima con las clases y los exámenes, y que no sabe cuándo volverá a Bari.
Después de otro titubeo, Fornelli continuó.
– A decir verdad, la señora Ferraro ha tenido la sensación de que la chica se sentía incómoda, de que no le había gustado que la llamara y, todavía menos, la perspectiva de tener que hablar contigo. Con un abogado, vamos.
– ¿Puedes conseguir su número de teléfono?
– Por supuesto. Los demás, en cualquier caso, han dicho que están dispuestos a ir a verte a tu bufete. Hoy mismo, incluso, si tú estás libre.
Le dije que esperara unos minutos, le eché un vistazo rápido a la agenda que llevaba en la cartera y vi que sólo tenía un par de citas a primera hora de la tarde.
– De acuerdo. Son tres, así que mejor dejar una hora de distancia entre uno y otro. Si te parece bien, quedamos así: uno a las seis, otro a las siete y el último a las ocho. Así tengo tiempo para hablar con calma con cada uno de ellos. ¿Te encargas tú de llamarlos y de establecer el horario?
– Sí, claro, yo me encargo. Si no te llamo en media hora es que está todo confirmado.
La primera que se presentó, unos minutos después de las seis, fue Salvemini.
Era una chica baja, compacta; vestía pantalones cargo y una cazadora de piel marrón. Tenía la cara mofletuda pero decidida, estrechaba la mano como un hombre, y me dio la sensación de que se trataba de alguien en quien se podía confiar.
– Antes de nada, quiero darle las gracias por haber aceptado venir a verme. Creo que la señora Ferraro ya le ha indicado el motivo por el que quiero hablar con usted.
– Sí, me ha dicho que está haciendo algo así como investigar la desaparición de Manuela.
Antes de que consiguiese interceptarla, una sensación de purísima e imbécil vanidad me estremeció de pies a cabeza. Si estaba haciendo algo así como investigar, podía decirse que yo era algo así como una especie de investigador.
O, más razonablemente -pensé, recuperando el control-, algo así como una especie de gilipollas.
– Digamos que estoy volviendo a examinar el informe de los carabinieri para ver si, eventualmente, se ha escapado algún detalle que pueda aportarnos algún dato sobre la desaparición de Manuela.
– Pero usted es abogado, ¿no?
– Sí, soy abogado.
– No sabía que los abogados hiciesen…, bueno, que hiciesen cosas como éstas, como si fueran un detective privado, ¿no?
– Sí y no. Depende de las circunstancias. ¿Qué estudia usted, Anita?
– Estoy a punto de licenciarme en Ciencias de la Información.
– Ah, ¿quiere ser periodista?
– No, me gustaría abrir una librería, aunque sé que no es fácil. Creo que haré un máster y que luego trabajaré un par de años en alguna cadena de librerías, quizá en el extranjero. En algún sitio tipo Barnes & Noble, o Borders.
Una persona que dice que le gustaría tener una librería me resulta simpática en el acto. Cuando era jovencito, a veces pensaba que me gustaría ser librero. Tenía una visión romántica, muy poco realista, de ese trabajo que, a mi parecer, debía consistir, esencialmente, en pasarme el tiempo leyendo gratis todo lo que me apeteciera. Sólo muy de vez en cuando, me interrumpiría algún cliente que, de todas formas, se esfumaría enseguida para no perturbar demasiado mi lectura. Pensaba que trabajando de librero, o quizá de bibliotecario, tendría mucho tiempo libre para escribir mis novelas, en las largas tardes de primavera, mientras los rayos del sol atravesaban las cristaleras -más o menos del tipo City Lights Books- y se posaban dulcemente sobre las mesas, las estanterías y, naturalmente, los libros.
– Qué bonito. De joven yo también pensaba que me gustaría ser librero. Volviendo a su pregunta: tiene razón, por lo general las investigaciones de la defensa son asunto de un investigador privado, pero en este caso la familia de Manuela ha preferido que se ocupase del tema un abogado, es decir, alguien con específica competencia procesal.
Lo dije como si se tratase de un trabajo que me era habitual. Ella asintió, y por su expresión pareció que se había quedado satisfecha con la respuesta que le había dado. Más en concreto: satisfecha por haberme hecho la pregunta y satisfecha porque le hubiese contestado, tratándola con respeto y sin suficiencia. Pensé que era un buen punto de partida para pedirle que me contase su historia.
– Entonces, me gustaría que me explicase, antes que nada, qué recuerda de aquel domingo por la tarde.
– Lo mismo que ya les conté a los carabinieri.
– No, perdone. Le rogaría que no piense en lo que les contó a los carabinieri. Es más, me gustaría que intentara olvidarse de lo que contó en el cuartel, el contexto en el que lo hizo, y todo lo demás. En los límites de lo posible, querría que me contase los hechos como si fuese la primera vez que lo hace, quizá ampliando la visión de los recuerdos. Me explico: quiero que me cuente cuándo fue a los trulli, por qué, a quién conocía allí, lo que se le pase por la cabeza, para intentar desvincularse del relato que les hizo a los carabinieri.
Sobre este punto no estaba improvisando mi papel de policía. Eran cosas que había estudiado para preparar importantes investigaciones a debate.
Cuando hemos contado un hecho -y más si lo hemos hecho en un contexto formal, judicial o policial, con alguien tomándonos declaración- y tenemos que volverlo a hacer, tendemos a repetir la primera narración más que a evocar los recuerdos directos de la experiencia vivida. Este mecanismo se intensifica con las sucesivas repeticiones y, al final, terminamos recordando no los hechos, sino el relato de los hechos. Como es natural, este mecanismo hace que cada vez sea más difícil recuperar los detalles que se habían escapado la primera vez. Detalles que, con frecuencia, son insignificantes, pero que a veces podrían ser determinantes. Para recuperar estos detalles es necesario que la persona a la que se está interrogando se desvincule de su relato para que regrese al recuerdo de lo que ocurrió. Y, obviamente, no está dicho que se consiga.
No le expliqué todo esto a Anita, pero ella pareció entender que detrás de mi petición había una razón sensata. Permaneció unos segundos en silencio, como concentrándose para hacer lo que le había pedido.
– Yo no conocía a Manuela, quiero decir, la conocí ese fin de semana en los trulli.