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– ¿Había ido allí más veces?

– Sí, varias veces. Es un sitio poco común, por allí aparece la gente más diversa. Puede que usted haya estado alguna vez.

Dije que no, que no había estado jamás, y ella me explicó que se trataba de un enorme conjunto de trulli, que tenía en alquiler un grupo de amigos y al que iba un montón de gente en verano. Apretándose un poco, cabían hasta unas treinta personas. Todas las semanas había fiestas y eventos. Era una especie de comuna para jovencitos ricos, todos más o menos de izquierdas y todos más o menos radicales-chic.

– El domingo por la tarde tenía que ir a Ostuni a ver a una amiga y Manuela me pidió que la llevara. Tenía que volver a Bari y los amigos con los que había ido preferían quedarse también esa noche.

– ¿Recuerda con quiénes fue Manuela?

– Recuerdo las caras, pero no los nombres.

Los nombres de los jóvenes estaban en el dosier. Sus declaraciones eran tan insignificantes que ni siquiera los había incluido en la lista de personas cuyas declaraciones quería volver a escuchar.

– Antes de que me cuente cómo fue el trayecto en coche, aquel domingo por la tarde, me gustaría que me hablase un poco de la vida que se hacía en los trulli.

– ¿En qué sentido?

– Quiero saber qué ocurría allí. Qué gente llegaba, qué gente se iba, si se fijó en algún personaje inusual, en alguien que, por ejemplo, hablase con Manuela. No sé, si había gente que bebía, que quizá se fumase un porro…

Pronuncié la última frase con una cierta incomodidad. Empleé la expresión «fumarse un porro» porque me pareció que usar frases de la jerga judicial como «consumo de estupefacientes» podía hacer menos fluida la comunicación, pero me di cuenta de que al hacerlo estaba hablando como el típico señor mayor que intenta, ridículamente, hablar el mismo lenguaje que manejan los chavales, lo que hizo que me sintiera a disgusto. En cualquier caso, me pareció advertir que la mirada de Anita se desviaba unos instantes, que el contacto ocular se interrumpía, como si la pregunta sobre los porros le hubiese creado algún problema. Pero fueron apenas unos instantes, como he dicho, y me dije que, seguramente, la cosa no tenía significado alguno.

En los trulli la vida empezaba ya bien entrada la mañana, salvo para un pequeño grupo que se levantaba prontísimo para hacer taichí y que luego se iba a la playa, cuando aún estaba casi desierta. El desayuno, en el que los cafés y los capuchinos se mezclaban ya con los primeros combinados alcohólicos -spritz y negroni, sobre todo, me dijo como si la información fuese importante-, se tomaba hacia la una. Spaghettate, bebida, música, gente que llegaba, gente que se iba. Por la tarde, a la playa, hasta el anochecer: happy hour, música, más negroni, más spritz; luego, se volvía a los trulli o se iba a cenar a algún sitio en las cercanías: Cisternino, Martina Franca, Alberobello, Locorotondo, Ceglie o quizá, Ostuni.

Eran rituales que yo conocía de sobra, formaban parte de mi vida hasta hacía apenas unos pocos años; sin embargo, al oírselos describir a una chica veinte años más joven que yo, me parecieron lejanísimos. No fue una sensación precisamente agradable.

– Dice usted que iba con frecuencia a los trulli.

– Sí.

– ¿Se fijó en alguien en particular ese fin de semana? ¿Ocurrió algo distinto a lo habitual?

– No, no creo. Había unos chicos ingleses, pero no pasó nada fuera de lo habitual.

– Supongo que, como es lógico, alguien se haría algún que otro porro…

Tal y como me imaginaba (y tal y como, por otra parte, ya le había ocurrido poco antes) la mención a los porros la inquietó.

– Yo… No lo sé… Es posible, pero…

– Perdone, Anita. Antes de que siga, quiero dejar una cosa muy clara. Una cosa muy importante. Yo no soy la policía ni soy tampoco el fiscal.

Hice una pausa para comprobar que me seguía.

– Eso quiere decir que mi obligación no es indagar acerca de los delitos y descubrir quién los ha cometido. Me importa un bledo si en los trulli o donde sea alguien se ha metido de todo, se ha emborrachado, o se ha fumado lo que sea. Mejor dicho, sí me interesa, pero sólo si la información puede ayudarme a descubrir algo sobre la desaparición de Manuela. Usted no tiene por qué preocuparse. Esta conversación es, y así lo será siempre, absolutamente confidencial. Por otra parte, es probable que no haya ninguna relación entre la desaparición de Manuela y el hecho de que allí se fumase algo de costo. Pero yo voy a tientas en este asunto, y cualquier fragmento de información puede serme útil, al menos en teoría. Pero para saberlo, necesito contar con esa información y valorarla. ¿Me he explicado?

Anita tardó algo en contestarme. Se rascó una ceja, se la recompuso con el dedo medio y, por último, suspiró.

– Un poco sí se trapicheaba, sí.

– ¿Con qué? -dije con cautela, temiendo que llegados a este punto mis preguntas la bloqueasen, en vez de animarla a proseguir.

– Yo he visto sólo circular algún que otro porro, pero creo que había algo más.

– ¿Cocaína?

– Me ha asegurado que esta conversación es confidencial.

– Totalmente confidencial. Puede estar tranquila. Nadie sabrá jamás que me ha contado estas cosas.

– Cocaína, sí. Y también ácido. Pero, repito, yo no he visto ni probado nada.

Tuve un ligero estremecimiento de alegría. Como si el objetivo de mis pesquisas fuese descubrir si en la zona de Vattelappesca había niñatos aburridos que se atiborraban de diversas sustancias psicotrópicas y, por lo tanto, mi misión estuviese cumplida.

– ¿Sabe usted si Manuela consumía algo?

– No, para nada.

– ¿Quiere decir que no consumía o que no sabe si lo hacía?

– No sé si consumía. Nos conocimos el sábado por la tarde, aunque seguramente nos habíamos visto antes, en las playas de Torre Canne, en los trulli o en Bari. Su cara me sonaba mucho, pero conocernos, lo que se dice conocernos y hablar, no lo hicimos hasta el sábado por la tarde.

– ¿Por qué le pidió Manuela que la llevase en coche?

– La tarde…, mejor dicho, la noche anterior, cuando la fiesta se había acabado y los que no se quedaban a dormir en los trulli se habían ido ya, unos cinco o seis nos quedamos hablando, algunos fumando un cigarro. Las últimas charletas antes de irnos a la cama. Hacía un buen rato que habían dado las tres. En algún momento, Manuela nos preguntó si alguno se volvía a Bari al día siguiente porque ella estaba buscando a alguien que la llevase.

– ¿Y no había nadie que volviese a Bari?

– No, al menos nadie de los que todavía estábamos despiertos. Yo le dije que por la tarde tenía que ir a Ostuni y que, si quería, podía llevarla a la estación. Allí podía coger un tren a Bari.

– Y Manuela aceptó en el acto.

– Dijo que si no encontraba a nadie que la llevase directamente hasta Bari, se vendría conmigo.

– Y, evidentemente, no encontró a nadie, ¿no?

– Nos vimos a la mañana siguiente, hacia las doce. Seguramente, alguien volvía a Bari esa noche, pero ya muy tarde. Manuela quería volver antes, por la tarde, así que me dijo que se vendría conmigo a Ostuni y que allí cogería el tren.

– ¿Dijo que tenía que volver por la tarde? ¿Tenía algo que hacer antes de que fuera de noche?

– No me lo dijo.

– Pero usted tuvo la impresión de que así era.

– Sí, daba la sensación de que existía algún motivo específico por el que tenía que estar de vuelta antes de que fuera de noche.

– ¿Y no le dijo cuál era este motivo?

– No. Quedamos en vernos hacia las cuatro, y se fue. No sé qué hizo hasta que volvimos a vernos.

Asentí, mientras pensaba qué otras posibles preguntas podía hacerle, antes de pasar al relato del trayecto entre los trulli y Ostuni. No se me ocurrió nada.

– Está bien. ¿Hablamos de lo que pasó luego, por la tarde?