– Sí, aunque no hay mucho que contar, la verdad. Ella llevaba una bolsa de viaje y vestía vaqueros y camiseta. Subimos al coche, intercambiamos unas pocas palabras…
– ¿De qué hablaron?
– Hablamos poco, que eso vaya por delante, porque ella se pasó casi todo el rato trajinando con el móvil…
– Ha dicho usted «trajinando». Pero, ¿habló con alguien, recibió mensajes, algo?
– Ya les dije a los carabinieri que no recuerdo que hablase con nadie. Probablemente, escribía mensajes. Hubo un momento en que el teléfono emitió un sonido y yo pensé que podía ser un mensaje.
– ¿Por qué pensó eso?
– Porque me pareció oír un sonido solo. Es decir, el móvil no siguió sonando. Un sonido de aviso, vamos. Me pareció un sonido extraño, pero no sabría decirle en qué sentido. Recuerdo que fue algo… inusual, eso es.
Estaba a punto de insistir, pero me di cuenta de que era una imbecilidad. Tenía los listados de las llamadas de Manuela, así que no servía para nada recuperar los fragmentos de recuerdos de Salvemini a ese respecto. Todas las llamadas de Manuela durante esa tarde figuraban en los listados de su móvil.
– Está bien. Dice que apenas hablaron, pero, de todas formas, ¿qué se dijeron?
– Nada importante. Qué estudias, qué has hecho estas vacaciones. Cosas de ese tipo, nada importante.
– ¿Cuánto tardaron en llegar a Ostuni?
– Unos veinte minutos. A esa hora de la tarde la gente está todavía en la playa y hay muy poco tráfico.
– ¿Manuela le produjo alguna impresión en particular?
Anita tardó algo en responder. Hizo el mismo gesto -que a esas alturas me pareció que debía ser una especie de tic- de rascarse la ceja y de recomponerla luego con el dedo medio.
– Una impresión en particular… No sabría decir. Quizá me pareció…, cómo decirlo, que tenía un carácter un poco nervioso.
– ¿Quiere decir que en el coche dio señales de nerviosismo?
– No, no exactamente. La noche anterior, igual que a la mañana siguiente, cuando quedamos, y luego en el coche, me pareció…, no sé explicarlo. Estaba un poco nerviosa, no encuentro otra palabra.
– Pero, ¿le pareció que estaba preocupada por algo?
– No, no. No parecía preocupada. Sencillamente, no parecía una persona que estuviese tranquila.
– ¿Sabría decirme si ella hizo algún gesto específico por el que tuvo usted esa sensación?
Otra pausa para pensar.
– No. No sabría decírselo. Pero estaba un poco, cómo decirlo…, un poco acelerada, eso es.
Me concedí algunos segundos para grabar mentalmente esa información.
– ¿Cómo se despidieron?
– ¿En qué sentido lo dice?
– Quiero decir: ¿quedaron en volver a verse, barajaron la idea de salir juntas en algún momento? No sé, ¿se intercambiaron los números de teléfono?
– No, nos despedimos sin más. Adiós, gracias, etcétera. No nos dimos los números de teléfono.
– ¿Cuándo se enteró de que Manuela había desaparecido?
– Unos días después, cuando los carabinieri me dijeron que fuera al cuartel.
No sabía qué otras preguntas hacerle. El hecho de que hubiese salido a la luz el asunto del consumo de drogas en los trulli me había excitado, también porque no les había sido referido a los carabinieri. En realidad, aparte de ese detalle que, de cara a mis objetivos, era del todo irrelevante, no había averiguado nada que no se supiera ya. Y, naturalmente, la cosa resultaba frustrante. Me sentía como si estuviese intentando trepar por un hermoso y brillante cristal.
Hice una última intentona.
– Mientras iban en el coche, ¿surgió algún comentario sobre el hecho de que en los trulli circulaba droga, sobre lo que me ha comentado antes, vamos?
– No, para nada.
– Y usted no sabe si Manuela consumía…
– Ya se lo he dicho antes, no lo sé.
No tenía, realmente, ninguna otra pregunta que hacerle. Había llegado el momento de despedirnos. Justo entonces, recordé el consejo de Navarra. Saqué del cajón una de mis tarjetas de visita, apunté con la pluma también el número de mi móvil, y se la di.
– Es posible, mejor dicho, es muy probable que recuerde algo más tarde. Un detalle, algo en particular que ahora se le ha escapado. Si esto sucediera, por favor, llámeme cuando ocurra, al bufete o al móvil. Llámeme aunque el detalle le parezca irrelevante. A veces, cosas que parecen insignificantes pueden ser decisivas.
Nos pusimos de pie, pero ella se quedó quieta delante de mí, con la mesa en medio de los dos. Parecía como si quisiera añadir algo pero no encontrase las palabras o, simplemente, le resultase incómodo hacerlo.
– No se preocupe por lo que me ha contado. La conversación ha sido totalmente confidencial. Es como si no me hubiese dicho nada.
Su expresión se relajó. Esbozó una sonrisa y dijo que si recordaba algún detalle me llamaría, seguro.
Nos estrechamos la mano, le di las gracias y la acompañé a la puerta.
14
La siguiente era Caterina Pontrandolfi. Si era puntual, llegaría en unos cinco minutos. Con ella debía intentar entender qué tipo de persona era Manuela, me dije. Algo que, naturalmente, sólo tenía sentido si la desaparición de la joven estaba relacionada con su pasado. En caso contrario, es decir, si se debía a un incidente casual, las posibilidades de descubrir algo, al menos para mí, eran totalmente inexistentes.
Mientras me hacía estas reflexiones sonó el teléfono. Respondieron en la secretaría y, apenas unos instantes después, se encendió el botón de las llamadas internas. Era Pasquale.
– Es el abogado Schirani. Quiere hablar con usted.
Schirani es un imbécil peligroso y enterarme de que preguntaba por mí no me produjo precisamente placer.
Alguien ha dicho que los hombres se dividen en categorías, la de los inteligentes o los imbéciles, y la de los perezosos o los emprendedores. Hay imbéciles perezosos, por lo general insignificantes e inofensivos, y hay inteligentes ambiciosos, a los que se les pueden confiar tareas importantes, aunque las mayores empresas, en todos los campos, las realizan casi siempre los perezosos inteligentes. Hay una cosa, sin embargo, que no debe olvidarse jamás: la categoría más peligrosa, de la que pueden esperarse los desastres más graves y contra la que hay que prevenirse con el mayor cuidado, es la de los imbéciles emprendedores.
Schirani pertenece a esta última categoría, mejor dicho, es su abanderado, su perfecto representante, su prototipo ideal. Viste camisas con grandes cuellos y corbatas con nudos hipertróficos. No entiende nada -y cuando digo nada, quiero decir: nada- de Derecho y está convencido de que es un refinado jurista, al que le molesta la compañía de los vulgares abogados. Las pocas veces en las que hemos compartido una defensa -varios imputados en un mismo proceso- ha sido una pesadilla. Ofende gratuitamente a los fiscales, molesta a los jueces, es arrogante con los testigos.
Por si acaso no lo he dejado claro: no le aguanto, y lo último que me apetecía, en esos momentos, era oír el sonido de su voz.
– Pasquale, por favor, dígale que estoy reunido y que le llamaré luego.
– Ya se lo he dicho, pero insiste. Dice que es urgente y que llama de parte de Michele Cantalupi.
– De acuerdo, pásemelo -dije después de haber articulado un silencioso «¡mierda!» con los labios.
– ¿Guido?
– Riccardo…
– Guido, ¿qué significa toda esta historia?
– ¿A qué historia te refieres?
– Has convocado a uno de mis clientes en tu bufete, sin advertírmelo, sin decirme una sola palabra.
Respiré profundamente, para reprimir el impulso de mandarle a tomar por culo y colgar en el acto.
– Presumo que te refieres a Michele Cantalupi.
– Presumes bien. ¿A santo de qué le has dicho que vaya a tu bufete?