Lo cierto es que me había extrañado un poco que Cantalupi aceptase tan fácilmente venir a hablar conmigo. Evidentemente, después de decirme que sí, debía haberse preguntado si no acababa de hacer una gilipollez y lo había consultado con su abogado. O sea, justo con el soplapollas que tenía al otro lado del teléfono.
– Para empezar, yo no he «convocado» a nadie. La madre de Manuela Ferraro, su ex novia, que, como seguramente sabrás, desapareció hace unos meses, le ha pedido que, por favor, hable dos minutos conmigo. Y que conste, además, y sólo para dejar las cosas claras, que me acabo de enterar ahora de que Cantalupi es tu cliente.
– ¿En qué estás pensando?
Ah, en nada. En sustituir el saco de boxeo que tengo en el salón de mi casa y en si a ti te interesaría ocupar su puesto. No es un trabajo tan malo, te pasas todo el día colgado y sin hacer nada, luego llego yo, por la noche, y te machaco a puñetazos. Ésa sería la parte divertida, inflarte a golpes hasta dejarte hecho papilla.
– La familia de la chica me ha pedido que estudie el dosier para comprobar que a los carabinieri no se les haya escapado algún detalle importante. Por eso estoy hablando con algunas de las personas que conocen bien a Manuela: para ver si damos con un hilo del que tirar, una idea que nos permita averiguar qué ha pasado.
– ¿Intentando joder a mi cliente?
Respiré de nuevo profundamente. Más rato que la otra vez.
– Escúchame bien. Nadie quiere joder a tu cliente. ¿Cómo, además? Sólo estoy hablando con las personas cercanas a Manuela por encargo de su familia. Estas comprobaciones son su última esperanza. Tu cliente no tiene nada que temer.
– Mi cliente no va a ir a hablar contigo. Se lo he prohibido.
– Escúchame. Necesitamos…
– Si intentas ponerte otra vez en contacto con Cantalupi, al minuto mismo en que lo hagas saldrá desde este bufete una denuncia al colegio de abogados. Espero haberme expresado con claridad.
Y colgó, sin darme tiempo para replicar. Existen pocas cosas más irritantes que el que te cuelgue el teléfono un gilipollas después de amenazarte y sin dejarte la posibilidad de corresponder a su «amabilidad» o, al menos, de insultarle. Durante unos segundos estuve tentado de llamarle, sólo para mandarle a tomar por culo y sentirme mejor. Estaba acariciando aún esa idea cuando me llamó Pasquale y me dijo que había llegado la señorita Pontrandolfi y que si la hacía pasar.
Dije que sí y pensé que la joven había llegado en el momento justo para impedir que yo cometiera una imbecilidad de la que me hubiera ampliamente arrepentido.
15
Me había imaginado que Caterina Pontrandolfi sería una chica menuda, delgadita, con los hombros estrechos. Quizá porque hasta esa tarde asociaba el nombre de Caterina a un modelo de feminidad frágil y delicado.
La joven que entró en mi despacho poco después de las siete acabó en un instante y para siempre con ese estereotipo personal, de probables orígenes musicales.
Caterina Pontrandolfi era casi tan alta como yo, tenía la nariz un poco ancha, la boca grande, y recordaba a las fotos de Marianne Faithfull de joven. Parecía una jugadora de waterpolo y daba la impresión de ser de ese tipo de chicas de las que no te gustaría recibir un guantazo. El vestido ligero -quizá demasiado, dada la época en la que estábamos- y muy femenino que llevaba debajo de la cazadora vaquera era agradablemente incongruente con su físico de nadadora.
– Póngase cómoda, señorita Pontrandolfi.
Mientras pronunciaba esa palabra, señorita, me sentí un cretino integral.
– La palabra señorita me recuerda a dos amigas solteronas de mi abuela. En casa todos las llaman las señoritas, por eso una señorita, para mí, es una vieja solterona. Tutéeme, por favor, de lo contrario hará que me sienta incómoda.
Pensé que no debía resultar tan fácil que se sintiera incómoda, y estaba a punto de decirle que de acuerdo, que la tuteaba si ella hacía lo mismo conmigo, etcétera, etcétera, cuando recordé que -constaba en el informe de los carabinieri, en los datos generales- tenía veintitrés años. Yo tenía cuarenta y cinco, era un abogado en el ejercicio de su función y, técnicamente, podría ser su padre.
Me di cuenta de que no sabía qué responder. Decirle que prefería que siguiéramos hablándonos de usted hubiese resultado ridículo y odioso; decirle: vale, tuteémonos (y, ya puestos, ¿nos vamos a tomar juntos un helado azul pitufo en el bar de alumnos?) era inapropiado, así que hice algo que no me gusta en absoluto, pero que me pareció lo único viable: la tuteé y dejé que ella siguiera hablándome de usted.
– Bien. Gracias por haber acudido a la cita. Creo que la madre de Manuela te ha explicado ya por qué quiero hablar contigo.
– Sí. Me ha dicho que está usted comprobando que en la investigación sobre la desaparición de Manuela no hayan quedado cabos sueltos y si, eventualmente, es posible hacer alguna otra averiguación.
– Sí, en efecto, así es. Por lo que he podido deducir de la lectura de los autos tú eres una de las mejores amigas de Manuela.
– Sí, Manuela y yo somos muy amigas.
– Háblame de ella. Cuéntame qué tipo de persona es, cuánto tiempo hace que os conocéis, qué tipo de relación tenéis, y todo lo que se te pase por la cabeza. Aunque sean cosas sin importancia, necesito hacerme una composición de lugar, tener alguna idea desde la que arrancar y, desgraciadamente, ideas, por ahora, tengo muy pocas.
– Está bien. Manuela y yo nos hemos conocido en Roma, a través de Nicoletta. Ellas comparten piso en Roma desde hace un par de años, más o menos. Es decir, Manuela se fue al apartamento de Nicoletta, dejó el piso en el que estaba antes. Creo que tuvo algún problema con su anterior compañera.
– ¿Nicoletta es Nicoletta Abbrescia?
– Sí, ésa es. A ella la conozco desde la época del colegio. Es un poco más joven que yo.
– ¿Tú vives todavía en Roma?
– No. Éste es el primer curso que no lo paso allí. Antes del verano se me acabó el contrato y tuve que dejar la casa de Roma. Tendría que haberme puesto a buscar una en otoño, pero entonces pasó lo de Manuela y…, no sé, no me sentía con ánimos como para ponerme a buscar casa, así que ahora estudio en Bari y voy a Roma a examinarme.
Tuve la impresión de que en el ritmo de la respuesta se había producido una cierta aceleración. Como si la pregunta la hubiese colocado en una situación incómoda. La joven interrumpió rápidamente el flujo sincopado de mis pensamientos.
– Usted es un abogado penalista, ¿no?
– Sí.
– Mi memoria de licenciatura es sobre procedimiento penal, sobre el incidente probatorio. Me gustaría ser fiscal o abogado penalista. Cuando me haya licenciado podría contratarme aquí, para hacer las prácticas.
– ¿Por qué no? -contesté con tono dubitativo, sin saber realmente qué decirle.
– Soy una chica guapa, causaría una buena impresión llevándome con usted a los juzgados. Sus colegas le envidiarían -añadió.
– Eso, seguro, aunque no es suficiente.
– Está bien, perdóneme. A veces me porto como si fuera tonta. Soy un poco frívola y me olvido de las cosas serias. Por ejemplo, que estoy aquí por un asunto muy serio. ¿Qué me había preguntado?
– ¿Cómo es Manuela? Aunque he visto sus fotos no consigo imaginármela.
– Manuela es muy guapa. No muy alta, con el pelo negro (aunque esto ya lo habrá visto en las fotos); en verano, cuando se pone morena, se le oscurece mucho la piel. Muy bien hecha. También Nicoletta es una chica guapa, pero tiene menos personalidad. Es alta y delgada, ha trabajado de modelo. Cuando nos maqueamos y vamos las tres juntas a una fiesta o a un local, la gente (no sólo los chicos) se da la vuelta para mirarnos. Vamos, que causamos impresión. Nos llaman las Sex and the City [Sexo en Nueva York].
Me miró directamente a los ojos para ver si la información había producido algún efecto. Me esforcé en ignorarla.