– ¿Manuela se veía con alguien en esa época?
– ¿Quiere decir si tenía una historia?
– Sí.
– No. Unos meses antes había salido con un tío, en Roma. Nada serio. En septiembre no estaba con nadie, seguro.
– ¿Sabes quién era ese último chico, con el que salía en Roma?
– No. Recuerdo que unos meses antes me había hablado de uno que iba detrás de ella y que la había invitado a cenar, pero ese tío no le gustaba especialmente. Había aceptado salir con él sólo porque se aburría.
– ¿Y no lo conoces?
– No, no lo he visto en mi vida. Ni siquiera sé cómo se llama.
– Quizá lo conozca Nicoletta Abbrescia.
– Sí, es posible, aunque sólo sea porque vivían en el mismo piso.
– Nicoletta Abbrescia ahora está en Roma, ¿no?
– Creo que sí. No hablamos desde hace mucho.
– ¿Y eso?
– Desde que me he ido de Roma las relaciones se han enfriado. Además, ella viene a Bari mucho menos que Manuela. Creo que nos hemos visto tres o cuatro veces desde que he vuelto.
– ¿Cuántas veces os habéis visto desde la desaparición de Manuela?
– Ninguna. Hemos hablado por teléfono, pero no hemos quedado.
– ¿Y eso?
– Ya le he dicho que nuestras relaciones se han enfriado. Probablemente, era Manuela la que nos mantenía unidas. Sin Manuela, es natural que hayamos dejado de vernos.
– Pero habéis hablado por teléfono.
– Sí, claro, un par de veces. Ella me llamó en cuanto se enteró de que Manuela había desaparecido.
– ¿Cuándo fue eso?
– Un par de días después, creo. Los padres de Manuela la llamaron para preguntarle si la había visto cuando empezaron a no saber nada de ella.
– Y Nicoletta no sabía nada.
– Nada.
– ¿Habéis hecho alguna conjetura juntas?
Hizo otra pausa, pero esta vez muy breve. El argumento ya se había tocado.
– Las dos hemos pensado en Michele, pero luego resultó que estaba en el extranjero.
– Pero, ¿qué os habéis dicho exactamente?
– Nada en concreto. Cosas del tipo: ¿no tendrá Michele algo que ver?, ¿y qué habrá hecho?, no la habrá secuestrado, ¿no?
– ¿Habéis hablado de la posibilidad de que la hubiese secuestrado?
– De la posibilidad, no. No sabíamos qué pensar y hemos dicho «no la habrá raptado, ¿no?» o algo parecido. Pero era sólo por hablar.
– ¿Quién ha dicho esa frase, tú o Nicoletta?
Me di cuenta de que mi tono se había vuelto apremiante.
– ¡No era una frase! Era una especie de broma, dicha, así, sin pensar, sólo por decir algo: «No la habrá secuestrado, ¿no?», en vista de que no sabíamos explicarnos qué era lo que le podía haber pasado. Nunca he pensado, en serio, que la haya secuestrado de verdad.
– Pero hace poco has dicho que, cuando te enteraste de la desaparición de Manuela, pensaste enseguida que Michele podía haber tenido algo que ver en el asunto.
Ella se encendió otro cigarro, esta vez sin pedir permiso.
– Es verdad. Y también es verdad que dijimos lo del secuestro. Pero sólo fue, no sé, por decir algo. No me imagino, en realidad, cómo podría haber ocurrido algo así. Y, además, todo este discurso no tiene sentido porque él no estaba entonces en Italia.
Su tono se había vuelto todavía más exasperado, y pensé que había llegado el momento de concluir. Para no hacerlo bruscamente, y que ella tuviera la impresión de que me detenía porque ella se había impacientado, permanecí en silencio unos segundos, dejando que terminase de fumarse su cigarro.
– Está bien, gracias. Me ha sido muy útil hablar contigo.
Ella me miró y se relajó visiblemente. Parecía que, ahora, era ella la que quería hacerme una pregunta.
– ¿Qué piensa hacer?
Le devolví una mirada parecida a la que ella me había dirigido hacía apenas unos segundos. Me estaba preguntando si debía responder a su pregunta y, en caso afirmativo, cómo hacerlo. Me dije que ella podía ayudarme a echar un vistazo en el mundo de Manuela, suponiendo que los motivos de su desaparición estuviesen ocultos en ese mundo.
– Buena pregunta. Yo también me la estoy haciendo. Lógicamente, sería interesante hablar con Cantalupi, pero por ahora no lo veo fácil. Y me gustaría hablar también con Nicoletta, yendo a Roma, si es necesario. Eso, claro, si ella consiente en hablar conmigo.
– Si quiere, yo puedo hablar con Nicoletta.
La miré, sorprendido por la proposición.
– Bueno, me sería de gran ayuda, sí…
– Siento haberme puesto antes un poco nerviosa. Me pasa siempre que me siento insegura. No me gusta sentirme insegura. Perdone.
– No hay nada de qué disculparse. Es natural; además, yo he sido demasiado insistente. No tiene nada de raro que te hayas puesto nerviosa.
– Me gustaría ayudarle. Me gustaría colaborar con usted en descubrir qué ha ocurrido.
– Hablar con Nicoletta y pedirle que quede conmigo me sería de gran ayuda, en serio.
– Está bien, la llamo, entonces, y le digo. ¿Me deja un número de móvil?
Sabía que me acababa de pedir el número de móvil por motivos, cómo decirlo, técnicos. Sin embargo, durante unos instantes, sentí una vibración peligrosa.
La alejé, molesto. Cogí una tarjeta, añadí con la pluma el número de mi móvil y se la di. Lo mismo, exactamente, que había hecho con Anita.
Pero no era lo mismo.
16
Caterina se fue y yo me quedé durante toda la hora siguiente a merced de Maria Teresa, Consuelo y Pasquale que, por turno, fueron presentándome los papeles más variados, para que los firmase o examinase. Facturas por mis honorarios que había que enviar al colegio de abogados, notificaciones de despachos judiciales de toda la provincia, la agenda para el día siguiente, recursos redactados por Consuelo y Maria Teresa, que estaban aprendiendo y conseguían transmitirme perfectamente su ansiedad de alumnos escrupulosos.
Al final, ya no podía más. Recordando mi corrección sindical, dije que nos habíamos pasado ampliamente del horario laboral y que, por lo tanto, insistía, ya era hora de que se fueran a su casa, o con el novio, o a donde les diera la gana. Lo importante es que se fueran ya.
Cuando me quedé solo intenté reflexionar sobre lo ocurrido esa tarde, desde el encuentro con Anita hasta la llamada del gilipollas de Schirani y la larga conversación mantenida con Caterina.
Un cuarto de hora de reflexión no me llevó a nada, así que cogí un gran paquete de folios nuevos, lo abrí y empecé a anotar en una hoja todo lo que había salido a la luz de aquellos dos encuentros, como si tuviese que redactar un informe a alguien que no había estado presente. Cuando terminé, tracé un círculo rojo alrededor de algunas palabras e hice un doble círculo sobre el nombre de Cantalupi cada vez que aparecía en los apuntes. Como si de esas marcas rojas pudiesen brotar las respuestas o, al menos, pudiesen dar forma a alguna pregunta sensata.
En realidad, la única y débil hipótesis de trabajo seguía estando relacionada con el nombre del ex novio de Manuela y con la cuestión del consumo -y del eventual tráfico- de narcóticos.
Busqué en Google el nombre de Cantalupi, pero no encontré nada. Sólo por intentarlo, busqué también el de Manuela. Obtuve algún resultado, pero ninguno estaba relacionado con mi Manuela Ferraro.
Escribí en mis notas la siguiente frase: «Indagar en el mundo del tráfico de drogas», con un bonito signo de interrogación. La rodeé también en rojo, me sentí un idiota, pero, inmediatamente después, tuve una idea.
Tengo poquísimos clientes en el mundo del crimen organizado, por lo tanto no suelo defender a camellos o traficantes. Los pocos que he tenido han sido, por lo general, perros sueltos, como el joven por el que días antes había acudido, con tan poco éxito, al Tribunal Supremo.