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Entre estos clientes había uno -Damiano Quintavalle- que sí estaba en la brecha desde hacía mucho tiempo, entre otras cosas porque siempre que le habían detenido había salido bastante bien parado del asunto. Era un joven despierto, incluso simpático, y, sobre todo, conocía a mucha gente, en todos los ambientes de la ciudad.

Él era la persona indicada para intentar descubrir si, y cómo, el señor Michele Cantalupi tenía contactos con el mundo de la droga o, en términos más generales, del tráfico ilegal. Lo buscaría al día siguiente y tendría una charla con él. Estaba avanzando a tientas -me dije-, pero siempre era mejor eso que quedarse parado.

Mientras decidía que al día siguiente iba a llamar a Quintavalle, me sorprendí a mí mismo pensando en Caterina. De una forma muy poco apropiada, si se tiene en cuenta que -me repetí mentalmente, con un cierto énfasis masoquista- podría ser su padre o, al menos, un tío suyo joven.

Déjalo ya, Guerrieri, recupera la cordura: es una veinteañera. Hace diez años ella tenía trece y tú eras ya, de sobra, un hombre adulto. Hace quince años ella tenía ocho y también entonces tú eras ya, de sobra, un hombre adulto. Hace veintidós años ella tenía uno y tú acababas de licenciarte. Hace veinticuatro tu novia de entonces, Rossana, y tú pasasteis un mes angustioso creyendo que la habíais cagado y que ibais a ser padres con veinte años. Fue una falsa alarma pero, de no haberlo sido, hoy tendrías un hijo -o una hija- de la misma edad que Caterina.

Llegados a ese punto, ya estaba en pleno centro de un círculo delirante. Como no podía retroceder más de veinticuatro años en el tiempo, decidí cambiar de perspectiva e intenté recordar cuánto tiempo hacía que no estaba con una chica de esa edad.

El episodio que recuperé de la memoria me dejó muy confuso. La última veinteañera con la que había tenido un encuentro tan fugaz como ilícito, hacía ya más de diez años, no fue lo que se dice una jovencita inexperta. Todo lo contrario, pensé -mientras el recuerdo adquiría contornos más precisos y muy poco aptos para ser contados-, demostró una gran desenvoltura a la hora de manejarse fuera de los límites de la moralidad convencional y estuvo perfectamente capacitada para instruirme sobre algunas novedades en la vanguardia de la experimentación sexual.

Cuando me encontré preguntándome a qué categoría de veinteañeras pertenecería Caterina, y me imaginé la respuesta, comprendí, por fin, que mis pensamientos estaban tomando una peligrosa directriz.

Será mejor irse a cenar -me dije- y dejar que todo esto se evapore.

17

Hacía frío. El cielo estaba lleno de nubes cargadas y amenazadoras, y daba la sensación de que podía empezar a llover de un momento a otro, pero como no tenía ganas de ir hasta el garaje, enseñar la tarjeta, pedir el coche, esperar a que me lo llevasen, decidí arriesgarme a que me cayera encima un chaparrón e ir en bicicleta de todas formas.

Cuando entré en el Chelsea Hotel se difundían por el aire las notas del piano y la voz de Paolo Conte cantando «Sotto le stelle del jazz» [Bajo las estrellas del jazz].

El local estaba casi vacío y transmitía una extraña y agradable sensación de espera.

Me senté en una mesa alejada de la puerta de entrada. Poco después, Nadia salió de la cocina, me vio y se acercó a saludarme.

– Esta noche Hans ha hecho tiella de arroz, patatas y mejillones. ¿Quieres probarla?

Hans es el socio de Nadia. Es cocinero y pastelero, además de alemán, de Dresde. Tiene el aspecto de un ex lanzador de martillo que dejó de entrenar para pasarse a la cerveza. No sé cómo ha terminado en Bari, pero debe llevar ya mucho, porque habla dialecto de forma aceptable y domina los secretos de la cocina local.

La tiella de arroz, patatas y mejillones es un plato parecido a la paella valenciana, aunque cualquiera de Bari aseguraría que mucho más bueno. Se prepara superponiendo en una cacerola especial -la tiella, precisamente- capas de arroz, mejillones, patatas, calabacines, tomates frescos cortados en trozos o rodajas, condimentadas con aceite, pimienta, cebollas trituradas y perejil también triturado. Se añade el agua de haber lavado los mejillones y se mete al horno durante unos cincuenta minutos; el resultado, salvo que seas de Bari desde hace, al menos, cuatro generaciones, nunca está garantizado.

– No querría parecer descortés con Hans, aunque sólo sea porque así, a ojo, no debe pesar menos de ciento veinte kilos, pero tengo mis dudas sobre que sepa hacer bien el arroz con patatas y mejillones.

– Tú prueba la tiella de Hans y luego hablamos.

Nadia volvió a pasar cerca de mi mesa cuando yo acababa de rebañar el segundo plato de arroz y de vaciar el segundo vaso de negroamaro. Me lanzó una mirada irónica.

– ¿Y bien?

Levanté las manos en señal de rendición.

– Tenías razón. Un arroz con patatas y mejillones como éste sólo lo hacía la vieja Marietta.

– ¿Y quién era la vieja Marietta?

– Marietta era una asistenta que trabajaba en casa de mis padres, cuando yo era pequeño. Vivía en Bari Vecchia. A veces nos llevaba salsa u orecchiette caseras. Y preparaba un arroz con patatas y mejillones legendario. Desde este mismo instante, Hans es para mí una Marietta honoraria.

Nadia se echó a reír; la verdad es que la pareja Hans-Marietta no carecía de potencial cómico.

– ¿Puedo sentarme contigo? El local está casi vacío y no creo que la cosa vaya a cambiar, se ha puesto a llover.

– Pues claro, ponte cómoda. ¿Se ha puesto a llover? Estupendo, he venido en bici.

– Si no tienes mucha prisa puedo llevarte a casa en coche. Si esto sigue así, a las doce cerramos. Puedes meter dentro la bici y pasar a recogerla cuando te venga bien.

– No tengo ninguna prisa. Gracias, no me hacía lo que se dice mucha ilusión llegar a casa empapado hasta los huesos.

– ¿Tienes más hambre?

– ¿Bromeas? Con todo lo que he comido lo que necesito más bien es algo fuerte.

– ¿Has probado la absenta?

– No. A decir verdad, tampoco la cocaína, ni el peyote ni el LSD.

– No tenemos peyote ni todo lo demás, pero absenta sí. ¿Te apetece probarla? Es legal.

Contesté que sí, que me apetecía probarla, y ella le dijo a Matilde, la camarera que atendía la barra, que nos sirviera absenta para dos. Matilde, que no es una persona precisamente locuaz, hizo una señal imperceptible con la cabeza y, apenas unos minutos después, teníamos ante nosotros dos vasos con un líquido verde, un vaso con azucarillos y una jarra de agua.

– ¿Qué se hace con todo esto? -pregunté.

– ¿Has probado el pastis?

– Sí.

– El método es el mismo. Este licor, puro, tiene sesenta y ocho grados. Se diluye con tres o cinco partes de agua y, si se quiere, se le añade un azucarillo.

Seguí sus instrucciones, lo probé y me gustó.

Diablos, me gustó mucho y me preparé otro enseguida.

– Zola decía que, cuando hace su aparición la absenta, la cosa siempre acaba con hombres borrachos y mujeres que se quedan embarazadas. Por fin entiendo qué quería decir.

Ella asintió y esbozó una sonrisa sin alegría.

– Es muy poco probable que la mujer que se quede embarazada sea yo.

Lo dijo en un tono neutro, pero quedó perfectamente claro que yo no había sacado a relucir el tema más apropiado. La miré sin decir nada, dejando sobre la mesa el vaso que acababa de coger para servirme otro trago.

– Hace dos años me descubrieron un cáncer y me quitaron todo lo que hace falta para quedarse embarazada. No es que me rodease una multitud de aspirantes a convertirse en el padre de mi hijo o de mi hija, pero a partir de ese momento el tema se cerró definitivamente.

¿Por qué se me habría ocurrido hacer aquella cita? Pensándolo bien, era inoportuna y, quizá, algo vulgar, en cualquiera de los casos. Me sentí terriblemente incómodo.