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Y, como decía aquel francés, el recuerdo apareció de pronto.

Levantar la cabeza, ofrecerme la garganta de esa forma, era un gesto que hacía Marcuse, el pastor alemán de mi abuelo Guido, hacía ya más de treinta años.

Los recuerdos no se esfuman y desaparecen. Están todos ahí, escondidos bajo la delgada costra de la consciencia. Incluso los que creíamos perdidos para siempre. A veces se quedan allí debajo toda una vida. Otras, en cambio, ocurre algo que hace que reaparezcan.

Una magdalena embebida en una infusión de té o un perro enorme y de ojos tristes que nos ofrece su garganta para que se la acariciemos, por ejemplo.

Ese gesto canino de total y conmovedora confianza evocó un aluvión de recuerdos que, como guiados por un diseño preciso, formaron un mapa unitario y coherente de aquel lejano pasado.

Nunca había logrado evocar los recuerdos de mi infancia más que a fragmentos desconectados entre sí, como indescifrables restos de un naufragio flotando sobre la superficie.

Ahora, en cambio, todo se iba colocando en su sitio en una misteriosa sincronía de imágenes, sonidos, olores, nombres y objetos concretos. Todo junto.

El tocadiscos, los bolis de cuatro colores, Pipi Calzaslargas, las camisetas Fruit of the Loom, Crocodile rock, [el tebeo] Corriere dei ragazzi, Rin Tin Tin, Ivanhoe, La flecha negra, Hit parade, Las mil y una tardes con la sintonía de cabecera de los Nomadi, Los héroes de cartón con la sintonía de cabecera de Lucio Dalla, Los persuasores con Tony Curtis y Roger Moore, [la bicicleta] Graziella Cross amarilla y naranja con sillín, las [galletas] Oro Saiwa que se mojaban en la leche de cuatro en cuatro, [el fútbol de mesa] Subbuteo, el perfume del algodón dulce en la Feria del Levante, los polos que dejaban la lengua de colores, el regaliz, Capitán Miki, el Pato Donald, Tex Willer, Los Cuatro Fantásticos, Sandokán, Tarzán, tirar bombas fétidas en las tiendas y salir corriendo, Mafalda, Carlitos y Snoopy y aquella niña que no tenía el pelo rojo, pero era de verdad y nunca se fijó en mí, los partidos después del colé, el club de Mickey Mouse, los flipper, ese niño igual que nosotros que no tuvo tiempo para olvidarse de todas esas cosas porque su padre dio una cabezada sobre el volante mientras volvían de las vacaciones en su Fiat 124, los gorros con orejeras, el Lego, el Monopoly, jugar con cromos de futbolistas, el primer canal, el segundo canal y se acabó, la sesión infantil, [la cola] Coccoina, la focaccia, la leche de la central, la débil luz de la cocina de los abuelos, los libros de texto, carteras de plástico, estuches de lápices, olor de niños, de bocadillo de media mañana, de ceras, el silencio del patio después del recreo, Lego y soldaditos, los caramelos Rossana, películas en súper-8, diapositivas, las fiestas de cumpleaños con focaccie pequeñitas y zumos de fruta, las polaroid, los cromos de futbolistas, la pista de patinaje sobre ruedas del pinar, [el programa] Carosello, la pasta al horno de los domingos en casa de los abuelos.

La luz que se filtraba a través de la puerta entreabierta de mi cuarto, los ruidos de la casa cada vez más tenues y por último, siempre, los pasos ligeros de mi madre mientras me quedaba dormido.

18

La calle estaba desierta y brillante a causa de la lluvia.

No sé cuánto duró, pero debió ser bastante rato, porque ella me preguntó, en un momento dado, si iba todo bien.

– Sí, todo bien. ¿Por qué? ¿He hecho algo raro?

– ¿Raro? Parecía una escena de El exorcista. Movías los labios, cambiabas de expresión, vamos, que parecía que estabas hablando con alguien aunque no emitieras ningún sonido.

Permaneció unos instantes mirándome, antes de proseguir.

– No estarás loco, ¿no?

Lo dijo sonriendo, pero juraría que había tenido un momento de duda.

– ¿De verdad que parecía que estaba hablando con alguien?

– Mmmh… -hizo ella, moviendo vigorosamente la cabeza hacia delante.

– Cuando tu perro ha levantado la cabeza para dejarse acariciar la garganta ha hecho el mismo, idéntico gesto que hacía el pastor alemán de mi abuelo, hace muchísimos años.

– Nunca se deja acariciar la garganta. Le caes bien, es algo poco frecuente.

– Ese gesto me ha hecho recordar, todas juntas, un montón de cosas de mi infancia. Algunas las he recordado ahora mismo, después de treinta años. No me extraña que hayas dicho que parecía que estaba hablando solo.

Volvimos a caminar, en la misma formación: Nadia, en el centro; Pino-Baskerville, a su izquierda; yo, a su derecha.

– Yo no recuerdo apenas nada de mi infancia. Creo que no fue ni feliz ni infeliz, pero sólo lo digo porque no recuerdo momentos especialmente tristes ni especialmente alegres. Si los tuve, los he olvidado, tanto los unos como los otros. Es difícil de explicar, pero hay cosas que sé que ocurrieron y por eso digo que las recuerdo. Pero, en realidad, no recuerdo nada, de verdad. Es como si conociese las cosas que me pasaron en esa parte de mi vida sólo porque alguien me las ha contado. A veces, me parece que tengo los recuerdos de una infancia que no fue la mía -dijo Nadia.

– Sé a qué te refieres. Es algo parecido a cuando te preguntas si una cosa ha ocurrido de verdad o la has soñado.

– Justo, es lo mismo. Creo que mi madre organizó un par de veces una fiestecita para celebrar mi cumpleaños, pero si me preguntas qué pasó en esas fiestas, quién vino, o cuántos años cumplía, no sabría qué responderte. A veces esto me produce una sensación de vértigo casi insoportable.

– ¿Recuerdas mejor otros periodos de tu vida?

– Sí. No sé si es una bendición o una desgracia, pero recuerdo perfectamente la época en la que empecé a trabajar de puta.

– ¿Cuándo fue? -le pregunté, esforzándome en mantener un tono lo más neutro posible. Ella ignoró la pregunta.

– Sabes, la explicación de mis así llamadas elecciones no tiene nada de dramático. Más bien diría que es banal, y también algo triste.

Hice un gesto con la mano, como para apartar algo. Fue involuntario y apenas esbozado, pero ella lo notó perfectamente.

– Vale, a paseo con los adjetivos. Lo que quiero decir es que no puedo echarle la culpa de mi destino a nadie ni a ningún acontecimiento. A mi familia, por ejemplo.

– ¿Qué hacen, o hacían, tus padres?

– Mi padre era secretario en un colegio de scuola media; mi madre era ama de casa. Ya no están. No puedo decirte que mis relaciones familiares fueran fantásticas, pero no eran peores que los de muchas otras que no terminaron siendo putas. Tengo una hermana, mucho mayor que yo. Vive en Bolonia, no la veo desde hace siglos. Hablamos por teléfono de vez en cuando. Amables y distantes, como dos extrañas. Lo que somos, por otra parte.

Me gustaron mucho la seca sinceridad y la economía de palabras con las que Nadia había sido capaz de expresar el concepto.

– En cualquier caso, todo empezó cuando tenía diecinueve años. Había obtenido el diploma de agente de aduanas y estaba matriculada en Economía y Comercio, pero me di cuenta enseguida de que no tenía ningunas ganas de seguir estudiando. O puede que lo que no me apeteciese fuera seguir estudiando aquello, pero bueno, para el caso da igual.

Mientras ella hablaba, recuperé mentalmente la información relativa a su fecha de nacimiento, que leí en los autos del proceso en el que la defendí. Por motivos que ignoro, nunca olvido la edad de una persona, aunque sólo la conozca superficialmente o por motivos profesionales.

Hice un rápido cálculo: cuando ella tenía diecinueve años yo tenía veinticuatro. ¿Qué estaba haciendo a esa edad? Acababa de licenciarme. Aún no había conocido a Sara, que más tarde se convirtió en mi mujer, y más tarde aún en mi ex mujer. Todavía vivían mis padres. En la práctica, cuando Nadia estaba a punto de empezar su aventura en el mundo real, yo, aunque fuese cinco años mayor que ella, era todavía un crío.