Algunas veces, en los años que luego fueron yéndose y llegando, me he preguntado cómo hubiera sido mi vida si, por un giro inesperado del destino, hubiese sacado aquellas oposiciones.
Me habría ido de Bari, me habría convertido en otra persona y, quizá, no hubiera regresado jamás. Como le ocurrió a Andrea Colaianni, que sacó las oposiciones, se fue a vivir lejos, se hizo fiscal, y no tuvo más remedio que reconsiderar sus ideas acerca de la posibilidad de cambiar, de verdad, el mundo él solo.
Sergio Carofiglio no lo logró. Tenía, si cabe, más ganas todavía que Colaianni de ser abogado, pero no consiguió aprobar los exámenes escritos. Lo volvió a intentar una y otra vez, hasta agotar las tres convocatorias que concede la ley. Cuando me enteré de que había suspendido también el tercer y último examen, ya no nos veíamos, pero pensé igualmente en la devastadora sensación de derrota y fracaso que tuvo que experimentar. Luego conoció a una chica, hija de un industrial véneto, se casó con ella y se fue a vivir a algún lugar cercano a Rovigo, para trabajar con su suegro y ahogar en la niebla su amargura y sus sueños truncados. Aunque esto, quizá, son sólo figuraciones mías y, en estos momentos, es rico y feliz, y no haberse convertido en abogado ha sido, así de simple, lo mejor que le ha pasado en la vida.
Me quedé en Roma, después de retirarme de las oposiciones. Tenía pagada la habitación de la pensión tres días, el tiempo, en principio, que iban a durar las oposiciones. Así, mientras mis amigos se las veían con el derecho penal y el derecho civil, yo disfruté, sin esperármelo, de las vacaciones romanas más hermosas de mi vida. Como no tenía nada que hacer, paseé mucho, compré libros a mitad de precio, me tendí sobre los bancos de Villa Borghese, leí, y también escribí. Unas poesías espantosas que, afortunadamente, he perdido. En la escalinata de Trinità dei Monti me hice amigo de dos chicas americanas con exceso de peso; nos comimos juntos una pizza, pero decliné el ofrecimiento de pasar el resto de la tarde en su apartamento porque me pareció ver que se hacían un gesto de complicidad entre ellas y, calculando que debían pesar entre ochenta y noventa kilos cada una, pensé que fiarse de la gente está bien, pero que no hacerlo está todavía mejor.
El mundo era un burbujeo de infinitas posibilidades en aquel inesperado y templado febrero romano. Yo oscilaba entre los nunca más de mi vida de adolescente y los todavía no de mi vida de adulto. Era una franja delgada, eufórica y provisional. Pero era hermoso saberse en aquella franja. Sólo lo que es provisional es perfecto.
Me acordé de todo eso en aquella hora que, por un extraño efecto de alquimia, me pareció tan dulce y tan suspendida en el tiempo como los días de veinte años atrás. Tuve la insensata, exultante sensación de que la cinta estaba a punto de rebobinarse y de que me aguardaba un nuevo inicio. Fue un escalofrío, una vibración. Muy hermosa.
Luego me di cuenta de que, en cambio, ya eran las diez, y de que se me iba a hacer tarde, así que regresé rápidamente a la plaza Cavour.
3
Cuando se acude al Tribunal Supremo lo primero que hay que hacer es pasar por la sala en la que están las togas.
Es obligatorio llevar toga en los juicios ante un tribunal, pero, salvo los abogados romanos, nadie se lleva la suya, así que hay que alquilar una, como se hace con los disfraces de carnaval o los trajes para una obra de teatro.
Como de costumbre, delante de la sala de las togas se había formado una pequeña cola. Miré alrededor, buscando alguna cara conocida, pero no vi a nadie. Para compensar, justo delante de mí había un tipo que parecía el resultado final de repetidos y encarnizados enlaces consanguíneos. Tenía las cejas negras y muy pobladas, el pelo teñido de un inquietante color rubio con tonalidades rosáceas, un evidente prognatismo y vestía una chaqueta verde de corte aproximadamente tirolés. Me imaginé su foto en un periódico, bajo el titular: «Desarticulada una banda de pederastas». O en un cartel de propaganda electoral, junto a un bonito eslogan racista.
Cogí mi toga alquilada y me esforcé en no olerla, algo que me hubiera producido un leve disgusto durante toda la mañana. Como siempre, por unos segundos pensé en cuántos abogados se la habrían puesto y en cuántas historias habrían pasado por sus manos. Luego, también como siempre, me dije que era un pensamiento banal y me encaminé hacia la sala de audiencias.
Mi juicio era uno de los primeros y, a la media hora de iniciarse la audiencia, me llegó el turno.
El juez relator, en apenas unos minutos, resumió la historia del proceso, explicó los motivos por los que mi cliente había sido condenado y, por último, ilustró las razones de mi recurso.
El imputado era el hijo pequeño de un conocido profesional liberal de Bari. En la época en la que ocurrieron los hechos, es decir, casi ocho años atrás, estaba matriculado en la Facultad de Derecho con escasos resultados. Tenía mucho más éxito como traficante de cocaína. Todos los que necesitaban o querían coca, y ocasionalmente también otras sustancias, lo conocían. Era un profesional serio, puntual, y de toda confianza. Hacía las entregas a domicilio, con lo que les ahorraba a sus adinerados clientes el mal trago de tener que hacer por sí mismos algo de tan pésimo gusto como es salir a la calle en busca de un camello.
En un momento dado, en vista de que todo el mundo lo conocía y sabía a qué se dedicaba, se fijaron en él también los carabinieri. Intervinieron sus móviles, le siguieron la pista durante algunas semanas y, en el momento oportuno, registraron su casa y su garaje. Precisamente en el garaje encontraron casi medio kilo de excelente cocaína procedente de Venezuela. Al principio, intentó defenderse diciendo que la droga no era suya, que al garaje tenían acceso otros vecinos del inmueble y que la mercancía podía ser de cualquiera. Los carabinieri contraatacaron mostrándole las llamadas y él, finalmente, por consejo de su abogado -yo-, decidió acogerse al derecho a permanecer en silencio. Era el típico caso en el que cualquier declaración que hiciese podía usarse luego en su contra.
Después de pasarse algunos meses en la cárcel, en custodia preventiva, le concedieron el arresto domiciliario y, al año o algo más de producirse la detención, la libertad condicional, con la obligación de comparecencia periódica y comunicación de domicilio. Los argumentos de la defensa, al margen de las chácharas, se basaron en una solicitud de anulación de las intervenciones telefónicas o escuchas. Si la solicitud se hubiese aceptado, los argumentos de la acusación habrían sido mucho más débiles.
Había elevado la solicitud de anulación de las escuchas ante el Tribunal. Me la habían rechazado y habían condenado a mi cliente a diez años de cárcel y al pago de una multa desproporcionada. Había elevado la solicitud de anulación de las escuchas ante el Tribunal Superior. Me la habían rechazado de nuevo pero, al menos, le habían rebajado la pena.
Había elevado la excepción ante el Tribunal Supremo y esa mañana me encontraba allí para hacer el último intento de que mi cliente -que, mientras tanto, había encontrado un trabajo de verdad, tenía una compañera y un hijo pequeño- se pasara en la cárcel una más que discreta temporada, contando con los indultos, las reducciones de pena y similares. En los juicios ante el Supremo, por lo general, no hay público, las salas de audiencia tienen un aire de abstracta solemnidad y, sobre todo, se discuten sólo cuestiones de derecho: la brutal consistencia de los hechos de los que se trata en los juicios penales se queda fuera de las salas acolchadas del tribunal.
En otras palabras, se dan todas las condiciones para que el juicio y la situación carezcan de la carga emotiva que tienen los juicios ordinarios.