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– Te fuiste de casa, claro.

– Sí, claro. Para justificar el dinero y mi independencia dije que había encontrado trabajo como representante de ropa. No tengo ni idea de si se lo creyeron, en realidad no sé si mis padres supieron o se dieron cuenta de a qué me dedicaba. Cuando me arrestaron y la cosa se hizo pública ya habían muerto los dos.

– Continúa, sigue contando…

– Lo que sigue no es muy interesante, suponiendo que lo haya sido lo que te he contado hasta ahora. De todas formas, lo que ocurrió después lo recuerdo de forma mucho más confusa. Hice aquellas películas, pero eso no duró mucho tiempo. Ganaba más dinero prostituyéndome. Luego empecé a llevar a otras chicas, y con eso ganaba todavía más. Cuando me arrestaron hacía ya mucho que había dejado de prostituirme. Pero esa parte de la historia ya la conoces, fuiste mi abogado.

Parecía que había acabado de hablar, y yo estaba a punto de decirle algo cuando ella retomó la palabra, como si se le hubiese olvidado un detalle importante.

– Hay una cosa que no te dije cuando era tu cliente.

– ¿Es decir?

– Cuando me arrestaron experimenté casi una sensación de alivio. Creo que no aguantaba más ese tipo de vida y que la situación había empeorado desde que empecé a ser madame. Hubiese mantenido mi equilibrio con más facilidad siendo una puta, directamente. Al gestionar el trabajo de otras chicas me di cuenta de la tristeza del asunto. Probablemente no lo sabía (en cualquier caso no consigo recordarlo con precisión), pero me hubiese gustado encontrar una forma de salir de aquello, aunque no era nada fácil. Era un trabajo muy rentable y yo no tenía otro.

Habíamos caminado bastante, entre el paseo marítimo y la zona alrededor del teatro Petruzzelli. No conseguía descifrar el relato de Nadia. No conseguía captar el timbre emotivo de aquella historia. Ella la había narrado en tono neutro y, sin embargo, se notaba que bajo la superficie bullía algo. Simplemente, no conseguía entender el qué. Pino seguía andando pegado a la pierna de su dueña y pensé que me hubiera gustado tener un compañero tan discreto y silencioso en mis paseos nocturnos. Nunca había pensado en tener perro, pero en esos momentos la idea me apeteció mucho.

La voz de Nadia interrumpió mis pensamientos. Tenía una entonación ligeramente distinta de la empleada para contar su historia.

– ¿Puedo decirte una cosa frívola?

– Me gustan las cosas frívolas.

– Cuando me arrestaron le pedí consejo a un amigo (no a un cliente) sobre qué abogado debía contratar. Él me dio tu nombre. Dijo que eras muy eficiente y muy honrado y esta definición me hizo imaginarme a un anciano, un poco calvo, un poco con exceso de peso. Una especie de tío. Luego, en cambio, apareciste tú en la cárcel.

– Aparecí yo, ¿y?

A veces, hacerme el obtuso me sale muy bien.

– Bueno, tú no eres precisamente un anciano calvo y con exceso de peso. Aunque sí que eras muy serio y muy profesional.

– Tú también eras muy seria. La cliente ideal, nada de parloteos inútiles ni de pretensiones absurdas.

– Estaba obligada a ser seria. No quería parecer lo que era, es decir, una puta, aunque fuera una puta de lujo. Pensé que cualquier manifestación de feminidad podía interpretarse de forma equivocada.

Se detuvo unos instantes, como reflexionando sobre lo que acababa de decir.

– O quizá de forma acertada. En cualquier caso, lo único que me permití, sólo al final, fue regalarte un libro. ¿Lo recuerdas?

– ¿Y cómo no? La revolución de la esperanza de Erich Fromm.

– Tuve dudas de si lo tendrías ya, aunque tú dijiste que no, que gracias, que te gustaba mucho, que estabas detrás de él desde hacía tiempo, y que lo ibas a leer enseguida.

Sonreí. No me acordaba de haber dicho aquellas cosas, pero son la respuesta que doy siempre en estos casos: cuando me regalan un libro que ya he leído me da pena desilusionar al que me lo ha regalado y miento.

– En efecto, ya lo había leído.

Ella sonrió, pero había algo en su mirada que me sobrecogió, de una forma desproporcionada y sin relación alguna con la anécdota del libro, como si se hubiese entreabierto una puerta, apenas unos segundos, y yo hubiese vislumbrado una terrible tristeza.

– ¿Y después?

– ¿Después qué?

– ¿Qué pasó después del juicio?

– Ah, sí. Fui lo bastante lista como para no recomenzar la historia. Tenía un buen montón de dinero ahorrado y lo había sabido invertir. Una inversión sin riesgo, con rentas bajas pero seguras, tres apartamentos en las zonas apropiadas, convenientemente alquilados, más el cuarto, en el que vivo. Vamos, que podía permitirme el lujo de retirarme hasta decidir qué iba a hacer en la segunda parte de mi vida. Hice algún que otro viaje, alguno muy largo. Luego descubrí eso de lo que ya te he hablado, pero los médicos estuvieron hábiles, y ahora me parece que todo pasó de una forma muy rápida. Cuando regresé, de los viajes y de la enfermedad, me matriculé en la universidad.

– ¿En qué?

– Literatura Moderna. Me examino y todo, ¿qué te has creído? Dentro de un par de años creo que tendré el título.

– ¿Tienes ya tema para la tesina?

Sonrió de nuevo, pero esta vez no hubo claroscuros en su sonrisa. Si acaso, un chispazo de gratitud por estar tomándola en serio.

– No, todavía no. Pero me gustaría hacer algo relacionado con la Historia del Cine. El cine es mi pasión.

No dije nada. Mientras seguíamos caminando la observaba por el rabillo del ojo; ella, en cambio, tenía la mirada fija hacia delante. Es decir, no se fijaba en nada. Pasaron algunos minutos.

– Tuve un novio. El primero y, por ahora, el último de mi segunda vida. El primero al que no tuve que ocultarle cómo me gano la vida.

– ¿Y qué tal te fue con él?

– Era (y es) un gilipollas. Me fue con él como te va siempre con un gilipollas. A los diez meses ya habíamos llegado al final del trayecto.

– ¿Y luego?

– Luego se acabó.

Intenté calcular mentalmente cuánto tiempo había pasado desde entonces. Ella se dio cuenta y me ahorró el esfuerzo.

– Hace casi un año que no estoy con un hombre.

Callé, muy oportunamente.

– Tengo la sensación de estar viviendo la vida al revés, no sé si entiendes lo que quiero decir.

Asentí, pero no sé si me vio hacerlo porque seguía con la mirada fija hacia delante.

– ¿Y el Chelsea Hotel?

– El último capítulo de la historia. La universidad me gusta, pero no me basta. Demasiado tiempo libre para pensar, algo que no siempre es bueno.

– Casi nunca lo es.

– En efecto. Pensé que tenía que encontrar un trabajo, alguna ocupación, y, hablando con un amigo gay, se me ocurrió abrir el Chelsea. Me gusta el horario, se empieza a trabajar hacia las ocho de la noche, se acaba a las cuatro de la mañana, se duerme hasta la hora de comer. Y, además, ir allí todas las noches, ver a gente, hablar con ella, me hace sentirme menos sola.

Por la acera opuesta pasó un chico con un perro de una raza indescifrable que empezó a ladrar salvajemente, intentando librarse de la correa. Pino-Baskerville volvió la cabeza en dirección al otro, se detuvo y lo miró. No ladró, no gruñó, no dio muestras de querer lanzarse, cosa que hubiera podido hacer perfectamente, dado que estaba suelto. Miró y punto, pero yo me imaginé que en esos segundos debían estar pasando por su cabeza imágenes terribles, ruidos, el sabor metálico de la sangre, el dolor por su oreja arrancada, garras, patas, vida y muerte. Nadia le susurró una orden y la fiera se puso en sit con un movimiento geométrico, adoptando la posición de una esfinge, y dejó de mirar hacia el otro lado.