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Al final, el chico consiguió llevarse a rastras a su perro, presa ya de una crisis histérica, se restauró el silencio de la noche, y nosotros reemprendimos el camino y la conversación.

– ¿Piensas que te he contado toda la verdad? ¿O crees que he cambiado algo para atenuar la tristeza?

– Nadie dice nunca toda la verdad, sobre todo cuando habla de sí mismo. Pero si me haces esa pregunta quiere decir que, de alguna forma, ya sabes eso y que has puesto mucho cuidado al hablar. Así que, probablemente, me has contado algo muy cercano a la así llamada verdad.

Me miró con una expresión entre curiosa y preocupada por una revelación que podía tener consecuencias inesperadas.

– ¿En serio que nadie dice nunca la verdad?

– Toda la verdad, nadie. Los que afirman (y puede que convencidos) que no mienten jamás son los más peligrosos. No son conscientes de que mienten, inevitablemente, no se dan cuenta de ello, y son prisioneros de sí mismos.

– Prisioneros de sí mismos. Me gusta esa expresión.

– Sí, prisioneros de sí mismos, e incapaces de entender quiénes son. Haz la prueba, pregúntale a alguno de esos «Yo Digo Siempre La Verdad» cómo trabaja, cuáles son sus virtudes, cómo son sus relaciones con los demás, cualquier cosa relacionada con la imagen que él o ella tiene de sí mismo o de sí misma. Presenciarás un fenómeno interesante.

– ¿O sea?

– No son capaces de responder. Dicen generalidades, tópicos, o se atribuyen cualidades que les gustaría tener pero de las que carecen, sin duda. Cualidades que se corresponden con la falsa imagen que tienen de sí mismos. ¿Sabes quién es Alan Watts?

– No.

– Era un filósofo inglés. Estudió las culturas orientales y escribió un libro muy hermoso sobre el zen. Watts decía que una persona sincera es aquella que sabe que es una gran impostora y actúa con total descuido. Aceptando esta definición, yo estoy a medio camino. Sé que soy un impostor, pero todavía no consigo manejar el asunto con descuido.

– Estás loco. De verdad.

– Déjame que me lo tome como un cumplido.

– Lo es.

– Creo que ya va siendo hora de irse a la cama -dije mirando el reloj.

– Sí, tú tienes un trabajo de persona seria y no te puedes quedar en la cama hasta tarde, como yo.

– Te acompaño al coche.

– No hace falta, a menos que quieras que te lleve a tu casa. No sé dónde vives, pero si está lejos, te acerco en coche.

– Vivo a dos pasos de aquí.

– Entonces no hace falta que vuelvas hasta donde hemos dejado el coche.

– Gracias por la conversación, y por todo.

– Gracias a ti.

– Baskerville, en el fondo, es un buen sujeto.

– Ya.

Tras unos segundos de vacilación, se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla. El Asesino, afortunadamente, no clasificó el gesto como hostil y, por lo tanto, no me hizo pedazos.

– Adiós, buenas noches.

– Adiós.

– ¿No es absurdo?

– ¿El qué?

– Me he puesto colorada.

– No me he dado cuenta.

Cuando me pongo a ello, soy capaz de decir las cosas más idiotas.

– Bueno, ahora sí que me voy de verdad.

– ¿Estás segura de que puedes volver tú sola a casa? ¿No tendrás problemas?

La frase se me escapó una fracción de segundo antes de interceptar la mirada de Pino.

Tenía esa expresión llena de paciencia que reservamos para los que no son mala gente pero, objetivamente, sí un poco imbéciles.

19

Al día siguiente le pedí a Maria Teresa que viniera a mi despacho. Para todo lo relativo a clientes y expedientes anteriores a la llegada de Pasquale seguía dirigiéndome a ella. Sabía perfectamente, y en el acto, dónde había que buscar y se acordaba de todos los casos.

– ¿Te acuerdas de Quintavalle? Era uno de los de aquel grupo que…

– Claro que me acuerdo de él. No me gusta que aceptemos la defensa de camellos, pero él, por lo menos, es un joven educado y muy simpático.

– Cierto, es simpático. Hace años que no tenemos noticias suyas.

– Eso quiere decir que no le han pillado o que ha dejado de ser un camello. Me gustaría mucho que fuese por lo segundo.

– O, más simple, ha cambiado de abogado.

– Imposible. Aquella vez le salvaste, literalmente, el pellejo. Con los cargos que se le imputaban, conseguir llegar a un pacto…

– ¿Recuerdas quién era el fiscal?

– Claro.

– Entonces estarás conmigo en que no tuve mucho mérito. Ese tipo, con tal de evitarse un juicio, vendería a sus padres a un tratante de esclavos. Pero a lo que vamos: ¿está por ahí el número de teléfono de Quintavalle? Tengo que hablar con él.

– Está apuntado en el expediente, seguro. Siempre y cuando no haya cambiado de número.

Maria Teresa sabe cómo funciona el tema con los camellos. Cambian con frecuencia de tarjeta y de móvil, para evitar que intervengan sus líneas, y sus números de teléfono tienen un carácter un tanto volátil. Pero eso ocurre, sobre todo, con el número de los teléfonos que usan para trabajar. Los privados, a veces, tienen un carácter más constante.

Le pedí que mirara en los archivos y, cinco minutos después, tenía sobre mi mesa un papel con el número apuntado.

Quintavalle contestó al segundo timbrazo.

– Buenos días, soy Guido Guerrieri, quisiera…

– ¡Buenos días, abogado Guerrieri! Qué alegría. ¿A qué debo el honor? No se me habrá olvidado pagarle la última vez, ¿no?

– Buenos días, Damiano, ¿qué tal te van las cosas?

– En moto, abogado, ¿y a usted?

Odio la expresión en moto, pero en boca de Quintavalle no me molestó.

– En moto a mí también. Necesito preguntarte una cosa, pero tiene que ser en persona. ¿Podrías hacerme el favor de pasarte por mi despacho?

– Por supuesto, faltaría más. ¿Cuándo quiere que vaya?

– Si pudiese ser hoy me haría un gran favor.

– ¿A las siete le viene bien?

– Mejor un poco más tarde, así habré acabado ya con todas las citas del día y podremos hablar con calma.

– De acuerdo, a las ocho entonces.

– Gracias. Y… Damiano…

– ¿Sí?

– ¿Sabes que hemos cambiado de dirección? Ya no estamos donde antes.

– Lo sé, lo sé. Nos vemos allí a las ocho.

Cuando hablo con gente como Damiano Quintavalle -un criminal de profesión, que vive de los beneficios de una actividad ilegal- dudo, todavía más que en ocasiones habituales, de mi capacidad para descifrar el mundo y distinguir entre el así llamado bien del así llamado mal.

En primer lugar, Quintavalle es un joven inteligente, procede de una familia normal, fue a la universidad, aunque no llegara a licenciarse, lee la prensa y hasta algún libro de vez en cuando. Además, como decía Maria Teresa, es simpático. Ocurrente, sin caer nunca en la vulgaridad. Y bien educado. Y amable.

Sin embargo, su trabajo consiste en traficar con cocaína.

Es uno de esos que trabaja él solo o en grupos muy reducidos y que suministra a domicilio, como el cliente al que había defendido, con tan escaso éxito, la semana anterior. Recibe el encargo, por ejemplo, de llevar la mercancía a una fiesta un poco especial, se presenta en la fiesta como un invitado más, entrega el pedido que se ha hecho, coge el dinero (con un notable suplemento sobre el precio de tarifa a cuenta del servicio extra) y se va. O bien hace entregas por toda Italia, a adquisidores adinerados que no quieren ensuciarse las manos con el trato habitual con camellos.

Le han investigado muchas veces, pero él es extraordinariamente cauto, tiene un cuidado extremo con los teléfonos y sólo le han pillado una vez con la mercancía encima. La cantidad era muy pequeña, así que salió del asunto con unas semanas de cárcel y un pacto más que conveniente. Quintavalle tiene una mujer que regenta una perfumería y un hijo que ya va al instituto. El chaval es estupendo, su único defecto es que de mayor quiere ser abogado, y cree que su padre es un hombre de negocios que viaja con frecuencia por temas de trabajo. Algo que, en un cierto sentido, no deja de ser la verdad.