Ferraro, sin embargo, me atravesó, literalmente, con la mirada, y pasó de largo. Sin verme, y su expresión, en apariencia vigilante pero, en realidad, abstraída y ausente, me produjo un escalofrío.
Me di la vuelta, lo miré durante unos segundos y luego, casi sin querer, empecé a seguirlo.
Al principio, actué con cautela, pero luego me di cuenta de que no hacía ninguna falta. Ferraro no miraba a su alrededor, mucho menos hacia atrás. Caminaba a buen ritmo, y la mirada con la que me había atravesado estaba dirigida sólo hacia delante, hacia el vacío. O hacia algún lugar peor que el vacío.
Llegamos a la calle Sparano y él giró hacia la estación.
Ni siquiera me pregunté qué estaba haciendo y por qué. Era presa de un instinto febril que me empujaba a seguirle, sin pensar.
Cuando me convencí de que no había reparado en mí ni siquiera si me plantaba delante de él, bloqueándole el paso -se habría limitado a evitarme y continuar su camino-, me volví más audaz y me acerqué mucho más a él, empecé a caminar casi a su lado, a no más de un par de metros de distancia.
Si alguien hubiese observado la escena desde lejos habría podido pensar, incluso, que íbamos juntos.
Mientras caminábamos me ocurrió algo singular. Me pareció percibir toda la escena -incluido yo mismo- desde un punto de vista distinto al mío. Una especie de visión disociada, como si me encontrase en un balcón, en un primer o segundo piso, situado a nuestras espaldas.
Lo que observé no me gustó. Hay algunas fotos, tratadas por ordenador, en las que todo está en blanco y negro y en el medio hay una mancha de color: un objeto, un detalle, una persona. La escena que estaba observando estaba tratada al revés. Toda ella estaba en color, era normal, pero en el centro había un ente en blanco y negro, casi fluorescente, y tristísimo. Ese ente era el padre de Manuela.
Sólo duró unos segundos, pero me heló el corazón como en una pesadilla.
Llegamos a los jardines de la plaza Umberto, dejamos atrás el Ateneo, alcanzamos la plaza Moro. Al llegar allí, se detuvo unos instantes frente a la fuente, en dirección contraria al viento, y me pareció que quería, deliberadamente, dejarse golpear por las salpicaduras del agua. Luego dejó atrás también la fuente, entró en la estación, se dirigió resueltamente al paso subterráneo, bajó, evitó a un mendigo, y subió al andén 5.
En el andén había gente aguardando el tren. Miré los paneles que indicaban qué tren estaba llegando y supe lo que ya había intuido.
Ferraro se sentó en un banco y encendió un cigarro. Sentí el impulso de acercarme a él y pedirle otro para fumar juntos. Tenía un paquete de Camel y me habría fumado con auténtico gusto un hermoso Camel para quemar, junto al tabaco y el papel, esa tristeza viscosa y desgarrada que me había infectado como si fuera una enfermedad.
Luego pensé que no debía estar allí: espiar a alguien, en términos generales, no es bonito. Espiar los recovecos de los demás, como el dolor que vuelve loco, es algo feo y peligroso. El dolor puede ser contagioso, lo sabía. Pese a todo, no me fui. Permanecí allí, con mi traje gris y mi cartera de abogado, y aguardé a que el tren procedente de Lecce, Brindisi, Ostuni, Monopoli llegara a la estación. Aguardé a que el señor Ferraro recorriese el andén mirando, uno por uno, a todos los viajeros que salían de los vagones. Aguardé a que las puertas se volvieran a cerrar y a que el tren se volviese a poner en marcha, y tuve que vencer la tentación de continuar siguiéndole, cuando él se enfiló de nuevo en la línea de sombra de las escaleras y del paso subterráneo para desaparecer.
Cuando estuve de nuevo en la plaza de la estación, reencendí el móvil. Lo había apagado en el juzgado y luego se me había olvidado encenderlo. Un mecanismo inconsciente de autodefensa, supongo.
Tenía muchas llamadas perdidas y bastantes mensajes. Uno de ellos decía lo siguiente:
«Su tel siempre apagado hablé con nicoletta llámeme y le cuento besos caterina».
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La llamé enseguida, procurando ignorar el efecto que me había causado aquel «besos» al final del mensaje.
– Soy Guido Guerrieri, me he encontrado un mensaje…
– He llamado un montón de veces pero tu móvil estaba siempre apagado.
¿Tu móvil? ¿Ya no me hablaba de usted?
– Sí, estaba en el juzgado y lo tenía apagado. ¿Querías decirme algo?
– Sí, he hablado con Nicoletta.
– Bien, ¿le has pedido que hable conmigo?
– He tenido que llamarla varias veces. Al principio me ha dicho que no quería.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Se sentía confusa y ha dicho que no quería verse implicada.
– ¿Implicada en qué? Sólo quiero hacerle un par de preguntas.
– Eso mismo le he dicho yo. Le he insistido mucho y al final la he convencido.
– Bien, gracias. ¿Cómo hacemos, entonces?
– Dice que sólo está dispuesta a hablar contigo si yo la acompaño.
Permanecí unos segundos en silencio.
– Le he dicho que no tenía nada de qué preocuparse, que sólo querías hacerle algunas preguntas acerca de Manuela y, al final, como ella seguía negándose, le he dicho que podía acompañarla. Pensé que eso la tranquilizaría.
– ¿Y en qué hemos quedado?
– Tenemos que ir a verla a Roma, los dos juntos.
Esa respuesta me produjo un efecto totalmente esquizofrénico. Por un lado, me molestó que invadieran mi campo; por otro, me excitó ligeramente el tono de seducción, casi explícita, que había en las palabras de Caterina. No sabía qué decir y, como me ocurre siempre en estos casos, intenté ganar tiempo.
– De acuerdo. ¿Puedes pasarte esta tarde por el bufete? Así lo hablamos con calma.
– ¿A qué hora?
– Si no te viene mal, ya hacia el final de la tarde.
– ¿A las ocho y media es buena hora?
– Es una hora perfecta. Entonces, hasta luego, gracias.
– Hasta luego, adiós.
La conversación había concluido pero yo me quedé con el teléfono en la mano, mirándolo. Por la cabeza me estaba pasando un montón de pensamientos, y algunos de ellos no eran ni profesionales ni lícitos. Me sentí confuso y de la confusión, pensé, podía pasar muy fácilmente al ridículo. Entonces arrojé el teléfono al bolsillo, casi con rabia, y me apresuré en ir al bufete.
Tenía la tarde muy ocupada, así que se me pasó el tiempo rápido. Al día siguiente Consuelo tenía su primer juicio ella sola, en un juzgado de la provincia, y me había pedido que lo repasáramos juntos.
Era un juicio por robo improprio. Tres chicos que aún iban al instituto, uno de ellos mayor de edad, los otros dos menores, habían robado galletas, chocolate y refrescos en un supermercado. El vigilante se había dado cuenta y había conseguido interceptar a uno de ellos. Los otros dos volvieron para ayudar a su amigo y se produjo una pelea bastante violenta. Habían conseguido escapar, pero la escena la presenciaron muchos testigos y los carabinieri los localizaron en unas pocas horas. Los dos chicos por debajo de la edad penal en el momento de los hechos pasaron a disposición del tribunal de menores. Nuestro cliente era el mayor de edad. Acudió a nosotros después de que lo reenviaran a juicio, cuando llegar a un pacto -la mejor elección en un caso de este tipo- ya no era posible. La defensa que habíamos acordado era hacer recaer sobre uno de los dos menores de edad que, mientras tanto, habían obtenido el perdón judicial, es decir, que ya no se arriesgaban a nada, toda la responsabilidad de la agresión al vigilante. Entre paréntesis, no había que excluir que ésta fuera la verdad, dado que uno de los menores en cuestión era jugador de rugby y pesaba al menos noventa kilos.