Al día siguiente yo iba a estar ocupado en el Tribunal Superior de Lecce, así que decidimos que el juicio por el robo de galletas fuera el primero del que Consuelo se iba a ocupar ella sola.
Mientras me resumía el contenido de sus notas para el día siguiente, mi concentración se desgranó, como me ocurre muchas veces, y comenzó a perseguir un recuerdo.
Éramos un grupo de adolescentes de 4º curso, en una tarde de invierno. Estábamos dando vueltas por la ciudad sin saber qué hacer, aburriéndonos de esa forma en la que uno sólo se aburre cuando tiene todo el tiempo del mundo.
En un momento determinado, uno de nosotros -Beppe, creo que se llamaba- dijo que sus padres no estaban en la ciudad y que podíamos ir a su casa a escuchar música y, quizá, a gastar alguna broma por teléfono. Algún otro dijo que antes, sin embargo, teníamos que hacernos con algo de comida y bebida.
– Pues vamos a robar a un supermercado -dijo un tercero.
Nadie tuvo nada que objetar a la propuesta, es más, fue acogida con entusiasmo: por fin se iba a producir un vuelco excitante en aquella tarde tan aburrida. Yo no había ido a robar en mi vida, aunque sabía de sobra que algunos de mis amigos se dedicaban habitualmente a realizar ese tipo de hazaña. Era la primera vez que me veía implicado en algo así, la idea no me hacía ninguna gracia, pero no tuve valor para decir que no. No quería que, una vez más, se confirmase el juicio de mis amigos, para los que mi nombre de batalla era: El Que Se Caga En Los Pantalones.
Me sumé, pues, a la mayoría, aunque a medida que nos acercábamos al supermercado elegido para perpetrar el robo, notaba cómo crecía en mi interior una inquietud formada, a partes iguales, por el miedo a que algo saliera mal y una vergüenza reptante y preventiva.
La cosa empeoró cuando entramos en el supermercado. Mis amigos se desplegaron entre las estanterías y empezaron a llenarse de cosas los bolsillos de los pantalones, las cazadoras, hasta los calcetines. Actuaban frenéticamente, como hormigas enloquecidas, cogiendo la mercancía y escondiéndosela con toda desenvoltura, sin mirar siquiera a su alrededor para comprobar que no los estuviera viendo nadie.
Yo, en cambio, me había quedado inmóvil frente a la estantería de los bollos y los chocolates. Tenía una bolsa de barritas de chocolate en la mano y la sopesaba, lanzando miradas furtivas a derecha e izquierda. No había nadie a la vista, y yo me repetía que ése era el momento oportuno para deslizar la bolsa dentro de los calzoncillos y acabar de una vez con el asunto. Pero no lo conseguía. No lograba dejar de pensar que, en el instante mismo en que lo hiciera, alguien asomaría desde alguna parte, daría la voz de alarma, llegarían los vigilantes, y, en una fracción de segundo, yo me vería esposado y en dirección al correccional, hundido en la humillación y la vergüenza.
No sabría decir cuánto tiempo permanecimos en aquel supermercado. En un momento dado, Beppe se reunió conmigo, mientras yo estaba mirando como un autista un paquete de galletas rellenas de mermelada, y me dijo, con tono agitado, que teníamos que irnos antes de que la situación se pusiese peligrosa. Precisó que uno del grupo, un tal Lino, se estaba pasando de la raya, igual que otras veces. Había cogido demasiadas cosas, se estaba arriesgando a llamar la atención y a que todo se fuera a la mierda. Palabras textuales. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea. Astuta y cobarde.
– Beppe, vamos a hacer lo siguiente: yo compro algo, mientras pago entretengo a la cajera y vosotros aprovecháis para salir sin problemas.
Beppe me miró durante unos instantes con expresión perpleja. No entendía. ¿Yo era un auténtico hijo de puta o, lo que debía parecerle más verosímil, un cagado que quería ir de listillo? Probablemente, no encontró la respuesta, pero tampoco era ése el momento más apropiado para hacerlo.
– Vale, llamo a los demás y les aviso. Estate dentro de un minuto en la caja; mientras pagas, nosotros nos piramos. Nos vemos en mi casa.
Sentí un enorme alivio. Había dado con la solución perfecta: no me portaba como un gilipollas y un inútil (adjetivos con los que, más de una vez, y no sin razón, me habían definido mis amigos), no corría, prácticamente, ningún riesgo, no cometía -pensé en esos momentos- ningún hurto. Sobre este último punto tengo que decir que entonces no tenía muy claros el concepto de complicidad y los principios básicos de la participación de otras personas en el delito.
Media hora después estábamos todos en casa de Beppe y la mesa del comedor estaba literalmente cubierta de galletas, latas de Coca-Cola, zumos de fruta, chocolatinas, caramelos, bollos, quesitos y hasta dos salami. En medio de toda aquella mercancía robada destacaba, patético, el paquete de Ciocori que yo había comprado con mi dinero.
Me imagino que la escena, en su conjunto, debía parecer más bien ridícula, pero en esos momentos a mí me resultaba muy difícil apreciar el lado cómico del asunto. El momento de alivio ya había pasado, y ahora me encontraba enfrentado a la desagradable verdad: había contribuido a cometer un robo y era tan ladrón como los demás, sólo que, encima, yo era mucho más cobarde.
Los otros chicos comían, bebían y comentaban la hazaña. Yo estaba aterrorizado, temiendo que alguien se fijase en mi contribución y destripase los motivos. No llegó a ocurrir tal cosa, por suerte, pero al poco me resultó insoportable permanecer allí. Me inventé una excusa que no le interesaba a nadie y que nadie escuchó y salí corriendo. Dejando sobre la mesa el paquete de Ciocori.
– Guido, ¿me estás escuchando?
– Perdona, Consuelo, me he distraído. Me he acordado de una cosa que me había olvidado y…
– ¿Va todo bien?
– Sí, sí, todo bien.
– Parecías ausente.
– Me pasa de vez en cuando. Pero, últimamente, con más frecuencia que antes.
Ella no dijo nada. Parecía como si estuviese buscando las palabras adecuadas o el valor para hacer una pregunta. No las encontró ni lo encontró.
– No es nada preocupante, de todas formas. Puedes preguntárselo a Maria Teresa. De vez en cuando, parece que se me ha ido la cabeza, pero soy inofensivo.
Más o menos.
22
No di nuevas pruebas de desequilibrio mental, terminamos de estudiar el caso, Consuelo volvió a su despacho y, poco después, antes de la hora que habíamos acordado, llegó Caterina. Pasquale se asomó a mi despacho y me preguntó si podía recibir ya a la señorita o le decía que esperase hasta la hora de la cita. Le dije que la hiciera pasar, claro, pero esa falta de puntualidad a la inversa me produjo una leve e incomprensible sensación de molestia.
– Llego antes de tiempo, si tienes cosas que hacer puedo esperar. Por otra parte me he dado cuenta de que te…, de que le…, bueno, de que por teléfono le he tuteado -dijo mientras se sentaba frente a mi mesa.
– No te preocupes, ya he terminado con los otros asuntos. Y por lo del tuteo, tranquila, cero problemas.
¿Cero problemas? ¿Pero cómo estás hablando, Guerrieri? ¿Te has vuelto loco? Después de ese «cero problemas» ya sólo te quedan tres pasos: «darle una torta», «a nivel de música, el concierto estuvo bien», y «pienso de que sí» para irte de cabeza al Infierno de Dante, al círculo de los asesinos del idioma.
– Es que tenía cosas que hacer y me he dado más prisa de lo esperado. En vista de eso, he decidido venir aquí, total, lo peor que podía pasar es que tuviera que esperar un poco.
Asentí, esforzándome en mirarle la cara y no la blusa blanca, de corte masculino, y generosamente desabrochada, que llevaba debajo de una cazadora negra de cuero. Sospecho que mi expresión no era lo que se dice la más inteligente de las que soy capaz.
– Me has dicho por teléfono que Nicoletta no quería verse implicada. ¿Ha dicho eso exactamente?
– Sí, eso es lo que ha dicho. Estaba bastante nerviosa.
– Pero, ¿por qué? ¿En qué teme verse implicada?