– No lo sé. He pensado que no era una buena idea preguntárselo por teléfono y que, si quiero ser de ayuda, lo mejor era convencerla para que hablase contigo.
– Pero, ¿ha sido ella la que te ha pedido que la acompañes?
Antes de contestar, Caterina se apartó el pelo de la frente y echó ligeramente la cabeza hacia atrás.
– No es que me lo haya pedido, o que yo se lo haya propuesto. Me explico, hemos hablado, he notado que le costaba decirme que sí y se me ha ocurrido esa idea, que yo estuviese con ella mientras hablaba contigo.
Había algo en el discurso y los gestos de Caterina que se me escapaba, que no conseguía que me cuadrara, y que hacía que me sintiera a disgusto, como si en la escena hubiera un objeto fuera de su sitio y yo no lograra averiguar cuál era. Como si no tuviese el control de la situación.
– ¿Y en qué habéis quedado?
– Le he dicho que iríamos a Roma, nos veríamos, tú le harías algunas preguntas y que, vamos, no le iba a llevar mucho.
– ¿Te ha preguntado qué tipo de preguntas iba a hacerle?
– Le he contado lo que me has preguntado a mí, pienso que será más o menos lo mismo.
Evidentemente, íbamos a hacer lo que ella había decidido y programado. Casi sin darme cuenta, pensé que tendría que ocuparme personalmente de comprar los billetes y, en general, de organizar el viaje. No podía encargárselo a Pasquale o, peor aún, a Maria Teresa. Sólo de pensar en las embarazosas explicaciones que iba a dar me sentía en una situación insoportable. Pensé que me dirigiría a una agencia que no fuera con la que trabajaba habitualmente, para evitar que me hicieran preguntas enojosas. Pensé que me estaba precipitando hacia un interesante torbellino de reflexiones paranoicas. Caterina me interrumpió.
– ¿Has hablado con alguien más, mientras tanto? ¿Has descubierto algo?
– Descubierto no es el término exacto. Estoy haciendo algunas comprobaciones sobre el tema de la droga, aunque no tengo ni idea de a dónde puedan llevarme.
– ¿Qué tipo de comprobaciones?
– Bueno, soy abogado. Tengo algunos contactos y estoy haciendo preguntas por ahí.
– ¿En el mundo de los traficantes, quieres decir? -preguntó Caterina, apoyando las manos sobre la mesa y empujándose hacia mí. Estuve a punto de hablarle de Quintavalle, pero pensé que no era buena idea entrar excesivamente en detalles.
– No, por ahí, ya te he dicho, un poco a voleo, para ver si aparece un hilo del que tirar…
Caterina permaneció apoyada en la mesa durante unos segundos, mirándome. Me pareció percibir un chispazo en su mirada y pensé que estaba a punto de insistir y preguntarme algo más: en ese instante comprendí que había decidido utilizarme. Para descubrir qué le había pasado a su amiga, me dije. La idea me produjo una sensación indefinible, intenté descifrarla, pero no lo conseguí. Pasaron bastantes segundos antes de que ella rompiera el silencio.
– ¿Cómo quedamos, entonces? Yo estoy libre los próximos días, así que por mí podemos ir mañana mismo.
– Mañana tengo un juicio importante y no puedo faltar. Podíamos ir pasado mañana.
– ¿Cómo vamos?
– Lo mejor es ir en avión. Es lo menos cansado, si queremos hacerlo todo en el día. Salimos por la mañana, vemos a Nicoletta, y volvemos por la tarde, en el último vuelo. Como es lógico, los billetes y los gastos del viaje corren de mi cuenta.
– Tampoco tenemos por qué darnos ese palizón en un solo día. Llamo ahora a Nicoletta y le pregunto cuándo podemos quedar. Según lo que me diga, decidimos a qué hora salimos y si nos quedamos a pasar la noche en Roma.
Lo dijo en un tono muy natural y práctico: el propio de quien, sencillamente, está organizando un viaje de trabajo. La alusión a la posibilidad de pasar juntos la noche en Roma, sin embargo, me dejó sin aliento.
Caterina intentó llamar a Nicoletta, pero no tenía el móvil operativo, así que le envió un mensaje.
– Si te viene bien así, en cuanto Nicoletta me conteste te llamo para contarte, y ya decidimos.
– Pero tú no tienes…, ¿a alguien? -Me di cuenta de que no conseguía encontrar la palabra adecuada, lo que hizo que me sintiera, inesperadamente, un viejo y un indiscreto.
– ¿Te refieres a un novio, un amigo?
– Sí.
– ¿Por qué me lo preguntas?
– No lo sé, se me ha ocurrido de repente al pensar que estamos organizando un viaje y que, bueno…
Me di cuenta de que estaba a punto de encallar. También ella se dio cuenta y no hizo nada para sacarme de aquella situación embarazosa. Es más. Me dirigió una sonrisa que, a primera vista, podía parecer juguetona y desenfadada, pero que no lo era en absoluto.
– ¿Estás pensando en intentar seducirme, en Roma? ¿Tengo que preocuparme?
Vacilé durante unos instantes, como cuando tienes los puños bajos y te propinan un gancho en plena cara. También noté un ligero rubor en las mejillas y pensé que seguía siendo el mismo gilipollas inútil de treinta años atrás, en aquel supermercado.
– Por supuesto. Haríamos una pareja perfecta. Es más, ahora mismo estaba a punto de pedirte que te casaras conmigo.
La defensa era flojísima, pero tenía que recuperar el equilibrio de alguna forma.
– Te lo preguntaba porque a tu novio, si lo tienes, puede que no le haga mucha gracia que te vayas de viaje con un hombre, entre otras cosas mucho mayor que tú.
– No tengo novio.
– Ah. ¿Y eso?
Antes de contestar, se apoyó en el respaldo del sillón y se encogió de hombros.
– Bueno, las historias empiezan y se acaban. Mi última historia se acabó hace ya algún tiempo y, por ahora, no busco sustituciones. Nada estable, por lo menos. Digamos que estoy en stand-by. Eso no significa, claro, que me pase el día encerrada en casa.
Luego, como si acabase de recordar que tenía algo que hacer, se apoyó en los brazos del sillón para levantarse y se puso en pie.
– En cuanto hable con Nicoletta y quede con ella para pasado mañana, te llamo. Así puedes ir organizando el viaje.
– De acuerdo -dije, poniéndome también de pie y rodeando la mesa para acompañarla a la puerta.
Hice ademán de ir a darle la mano pero ella, calculando perfectamente el tiempo, se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla. Un beso apenas insinuado, inocente. Tan inocente que me produjo escalofríos.
Cuando se fue intenté ponerme a trabajar de nuevo.
No lo logré y, sin darme cuenta, me encontré en medio de una serie de asociaciones mentales tan libres como previsibles. Me pregunté qué hotel elegir, en caso de que tuviéramos que quedarnos a pasar la noche en Roma. Obviamente, reservaría dos habitaciones, no hacía falta ni decirlo. Luego me dije que, siempre dentro de los límites de la decencia, portándome como un caballero y no como un viejo verde, podía ser agradable pasar una velada con una joven guapa. Si surge la oportunidad de pasar un buen rato, al margen del trabajo, no es un crimen aprovecharla. Además, no estamos hablando de una menor de edad. Elijo un restaurante bonito, con una buena carta de vinos y todo eso. Eso no quiere decir que vaya a tirarle los tejos. Es más, ni se me ocurre semejante idea. Yo no soy de ese tipo de hombres, dije en voz alta, mientras notaba un hormigueo en las piernas, que me temblaban, y en la nariz, que no dejaba de crecer, muy rápidamente.
23
A la mañana siguiente, al encender el móvil, me encontré el mensaje de Caterina: había hablado con Nicoletta y había quedado con ella al día siguiente, por la tarde. Así pues, no podía sacar billetes para ir y volver en el día y tenía que pensar dónde pasar la noche. Era exactamente lo que me esperaba, pero fingí -ante mí mismo, es decir, ante un público fácilmente engañable- que la noticia y las consecuencias que ésta comportaba me producían un moderado estupor.
Luego anestesié cualquier eventual regreso de consciencia preparándome para salir. A las ocho iba a pasar a recogerme el señor De Santis, mi cliente en el juicio que tenía esa mañana en Lecce.