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No es así, y por un motivo muy preciso.

Cuando llegas hasta el Tribunal Supremo estás muy cerca del final del proceso. Una de las posibilidades que se debaten en la audiencia es que no admitan tu recurso. Y si la corte no admite tu recurso contra una sentencia condenatoria puede ocurrir que el paso siguiente, para tu cliente, sea ingresar en prisión para cumplir la pena.

Esto convierte en algo muy poco abstracto lo que ocurre en el Supremo. Transforma la rarefacción de las salas y de la audiencia en el presagio dramático de cosas muy vulgares y, con frecuencia, tremendas.

El fiscal general solicitó que no se admitiera a trámite mi recurso. Habló poco, pero se notaba que se había estudiado el caso, algo que no siempre se da por descontado. Refutó con eficacia la base de mis argumentos y yo pensé que, de encontrarme en el lugar de los jueces, me habría convencido y le hubiera quitado la razón al recurrente.

Luego, el presidente del tribunal se dirigió a mí: «Abogado, el tribunal ha leído su recurso y también el expediente judicial. Su punto de vista está claramente expuesto. Le rogaría que, en su exposición, se ajustara a los aspectos fundamentales o a cuestiones que no hayan sido tratadas en el recurso o en la memoria».

Muy amable y muy claro. Abrevia, por favor, no repitas lo que ya nos sabemos y, sobre todo, no nos hagas perder el tiempo.

– Gracias, presidente. Intentaré ser lo más breve posible.

Fui rapidísimo. Recordé los motivos por los que, a mi entender, esas interceptaciones debían declararse no utilizables, anulándose, por tanto, la sentencia, y en cinco minutos ya había acabado. El presidente me dio las gracias por haber cumplido mi promesa de ser breve, me indicó, con suma cortesía, que ya podía irme, y llamó a la siguiente causa. La decisión se tomaría por la tarde. En el Supremo las cosas funcionan de la forma siguiente: se presentan uno tras otro todos los recursos y, al final, los jueces se retiran a deliberar. Salen, a veces ya casi entrada la noche, y leen todas las sentencias. Por lo general, las leen en una sala vacía porque nadie tiene ganas de esperar durante horas y más horas en los pasillos, entre mármoles inquietantes y el rumor de pasos perdidos. Los abogados, sobre todo los que, como yo, vienen de fuera de Roma, hacemos lo siguiente: nos dirigimos a un ujier, le pedimos que se informe acerca del resultado de nuestra causa, le alargamos un papel doblado por la mitad, con el número de nuestro móvil apuntado y, dentro, un billete de veinte euros.

Luego nos vamos y, desde ese instante, cada vez que suena el móvil damos un brinco, sobresaltados, porque puede tratarse del ujier que, con tono burocrático, nos va a comunicar la sentencia.

Esta vez me ocurrió ya en el aeropuerto, cuando estaba a punto de embarcar y de apagar el móvil.

– ¿Abogado Guerrieri?

– ¿Sí?

– La resolución de su recurso. El tribunal lo ha rechazado, pagan ustedes las costas. Buenas tardes.

Buenas tardes, le dije al teléfono que ya se había quedado mudo. El ujier había colgado en el acto y ya debería estar llamando a cualquier otro para comunicarle su sentencia a un (módico) precio.

En el avión intenté leer un rato, pero no lo conseguí. No dejaba de pensar en el momento en el que tuviera que decirle a mi cliente que, dentro de unos pocos días, iba a ingresar en prisión, donde permanecería durante varios años. La perspectiva me producía una desagradable sensación de tristeza, unida a una especie de humillación.

Lo sé. Mi cliente había sido un camello, es decir, un delincuente y, de no haber sido detenido, habría seguido traficando y recogiendo alegremente los frutos de su actividad. Pero en esos años, en los transcurridos entre su detención y la resolución del Supremo, se había convertido en otra persona. Eso era, me parecía insoportable la idea de que el pasado irrumpiese así, bajo la forma aséptica y cruel de una resolución del Supremo, y destruyese todo eso.

Después de tantos años, me parecía un acto de violencia, especialmente insensata porque no se podía culpar de ella a nadie.

Me sumí en un sueño ligero y enfermizo, pensando en estas cosas. Cuando abrí los ojos, ya se veían las luces de la ciudad.

4

De regreso a casa llamé a mi cliente e intenté no darme cuenta del espeso silencio que se materializó entre nosotros apenas le di la noticia. Intenté no ser consciente, ignorando aquel silencio, de esa vida entera que acababa de quedar hecha jirones, y cuando colgué pensé que estaba empezando a ser demasiado viejo para este trabajo.

Luego intenté cenar con lo que había en la nevera pero en realidad, me eché al gaznate casi una botella entera de primitivo de catorce grados y medio. Dormí poco y mal y el fin de semana fue una lenta, agotadora y grisácea travesía. El sábado fui al cine, pero me equivoqué de película y a la salida me encontré con una lluvia minuciosa e implacable. Siguió lloviendo durante todo el domingo, que me pasé en casa, leyendo, pero también me equivoqué de libros y lo mejor del día fueron un par de episodios de Happy days emitidos en un canal por satélite.

Cuando me levanté, el lunes por la mañana, me asomé a la ventana, vi que entre las últimas nubes asomaba algún rayo de sol y me alegré de que, por fin, hubiera acabado ya ese fin de semana.

Me pasé toda la mañana en los juzgados, entre audiencias insignificantes y paseos por las distintas secretarías.

Por la tarde fui al bufete. A mi nuevo bufete. Estaba en funcionamiento desde hacía más de cuatro meses, pero cada vez que empujaba la pesada puerta blindada que el arquitecto se había empeñado en instalar sentía la misma sensación de extrañeza. Y siempre me hacía la misma serie de preguntas. ¿Dónde diablos estaba? Y, sobre todo, ¿quién me había mandado irme del pequeño, viejo y confortable bufete para mudarme a ese sitio extraño, que olía químicamente a plástico, madera y piel?

En realidad, detrás de aquella mudanza había una serie de diversas y buenas razones. En primer lugar, Maria Teresa se había licenciado por fin en Derecho y me había pedido continuar en el bufete, pero como abogada en prácticas, no como secretaria. Surgió así la necesidad de encontrar a alguien que ocupase su puesto. Contraté a un señor de unos sesenta años, llamado Pascuale Macina, que había trabajado durante muchísimos años con un colega, ya anciano, y que se había quedado sin trabajo cuando este último murió.

Por la misma época, más o menos, un amigo, profesor universitario, me pidió que contratara a su hija, que quería ser penalista. Ya era abogada, pero en el bufete de su padre sólo se había ocupado de casos civiles y se había dado cuenta de que eso no le gustaba en absoluto.

Consuelo es adoptada y nació en Perú. Tiene la cara oscura y mofletuda, con unas mejillas que, a primera vista, le dan un aspecto algo gracioso, como si fuera un hámster. Sin embargo, si te cruzas con su mirada, en determinados momentos, te das cuenta de que graciosa no es la palabra que mejor la define. Los ojos negros de Consuelo, en esos momentos, cuando dejan de sonreír, envían un mensaje muy sencillo: para conseguir que deje de luchar tendréis que asesinarme.

La contraté, por lo que, en unos pocos meses, pasamos de ser dos personas a cuatro, en un bufete que antes de eso ya era demasiado pequeño y que ahora se había vuelto inhabitable.

Tuve que ponerme a buscar otro lugar en el que instalarnos. Encontré un piso amplio en la zona antigua de la ciudad, muy bonito, pero que requería una reestructuración de arriba abajo. Las obras me gustan más o menos tanto como sufrir un cólico nefrítico. Encontré a un arquitecto que se creía un artista y que no quería verse importunado por la opinión del cliente o cuestiones tan banales como el precio de los materiales o el de los muebles, o a cuánto iban a ascender sus honorarios.

Fueron necesarios tres meses de auténtica pesadilla para dar por finalizadas las obras. Tendría que haberme sentido satisfecho pero no conseguía acostumbrarme a la nueva situación. No conseguía identificarme con el tipo de profesional que tiene un bufete de esa clase. Siempre que entraba en un bufete como el mío -antes de que ése fuese el mío- pensaba que el dueño debía ser un pobre gilipollas. Ahora el pobre gilipollas era yo, y me costaba hacerme a la idea.