– Porque contigo no sufría ansiedad.
– En efecto. Me pagaba, así que no tenía que plantearse el problema de estar a la altura de las expectativas, tanto en lo referente a la conversación como en lo referente al sexo. No tenía miedo de mostrarse tal y como era.
Hizo una pausa, sonriendo, antes de proseguir.
– Digamos que podía quitarse la bolsa de papel de la cabeza.
La frase se quedó en el aire, disolviéndose luego lentamente en un polvillo ligero.
Teníamos las copas vacías y se había hecho muy tarde.
– ¿Nos tomamos la última y nos vamos a dormir?
Asentí, con aire grave y los ojos ligeramente neblinosos. Ella llenó los dos vasos, pero no me dio el mío. Se quedó con los dos delante de ella, como si tuviese que cumplir con una formalidad.
– ¿Sabes una cosa?
– ¿Sí?
– Me he dado cuenta de que cuando hablo contigo busco las palabras apropiadas.
– ¿Qué quieres decir?
– Es como si quisiera hacer un buen papel delante de ti. Busco las palabras apropiadas, intento decir cosas inteligentes.
No contesté. Todas las respuestas que se me ocurrían eran -precisamente- poco inteligentes. Así que, mejor evitarlas.
– Bueno, me he dado cuenta de eso porque quería hacer un brindis original, o ingenioso, o puede que las dos cosas a la vez, y no se me ha ocurrido nada.
Cogí mi vaso y lo choqué contra el suyo, que aún estaba en la mesa.
– Brindemos sin palabras -dije.
Tras unos segundos de vacilación, ella lo cogió, lo levantó mirándome con una sonrisa incierta, y los dos apuramos la copa.
Desde afuera, desde la oscuridad, nos llegaban los ruidos atenuados y casi abstractos de un tiempo suspendido.
26
Al día siguiente me quedé en la cama un poco más de lo habitual; al despertarme, me di cuenta de que el whisky de la noche anterior no se había evaporado del todo de mi cabeza. Para exorcizarlo decidí tomarme un desayuno sanísimo, con yogur, cereales y mi habitual café con leche, largo de café. Rompí el cerco que me asediaba la cabeza con una aspirina, me duché y afeité, me cepillé los dientes con excesiva saña, metí dos o tres cosas en una bolsa de viaje, me despedí de Mister Saco, fingiendo no reparar en su expresión de perplejidad, y me fui a buscar el coche.
Llegué a la cita con unos minutos de retraso y Caterina ya estaba esperándome. Los dos íbamos vestidos de la misma forma. Vaqueros, chaqueta azul y camisa blanca. Nuestras bolsas de viaje también eran parecidas. Se diría que íbamos de uniforme y me pregunté si eso nos haría más visibles, o menos, en el aeropuerto.
– ¡Qué pasada de coche! -dijo ella, después de abrocharse el cinturón de seguridad, mientras nos poníamos en marcha hacia el aeropuerto.
– No lo uso apenas, se pasa la vida en el garaje. Prefiero la bici, o ir a pie.
– Qué desperdicio. Entonces, cuando volvamos de Roma me llevas de excursión a algún sitio y me dejas conducir a mí.
– ¿A qué hora hemos quedado con Nicoletta?
– Tengo que llamarla en cuanto lleguemos a Roma. Por cierto, ¿tenemos un techo bajo el que pasar la noche?
– He reservado dos habitaciones en un hotel que está cerca de la plaza del Popolo.
– Entonces tendremos que coger un taxi para ir a ver a Nicoletta. Vive por la zona de la vía Ostiense.
Y, luego, tras una breve pausa:
– ¿Por qué has reservado dos habitaciones? Podías haber reservado una nada más, y te ahorrabas las pelas. ¿O es que te da miedo quedarte a solas conmigo?
Acabábamos de incorporarnos a la 16 bis y había muchísimo tráfico, pero no conseguí evitar girar la cabeza para mirarla. Ella rompió a reír.
– No pongas esa cara, hombre, estaba de broma.
Intenté dar con la frase adecuada para responderle, pero no la encontré. En vista de eso, me concentré en la conducción. Tenía un gigantesco camión sin remolque justo delante de mí y, apenas inicié las maniobras para adelantarlo, el conductor viró bruscamente para adelantar a otro camión. Frené, tocando frenéticamente el claxon, Caterina dio un grito, comprobé por el espejo retrovisor que no viniese nadie, veloz y distraído, por detrás, evité por milímetros no chocar contra aquel monstruo, y sentí en la espalda, en la cara, en todo el cuerpo, una especie de golpe virtual y aterrador.
Cuando el monstruo regresó al carril derecho y lo adelanté, Caterina bajó la ventanilla y le enseñó el dedo; no dejó de hacerlo hasta que nos alejamos lo bastante como para que, presumiblemente, ya no pudiera vernos. Por regla general, no estoy de acuerdo con estas manifestaciones críticas, sobre todo si el criticado pesa más de cien kilos. Esta vez, sin embargo, la maniobra había sido tan suicida que no tuve ánimos para reprender a Caterina, es más, estuve a punto de solidarizarme con ella.
– ¡Qué hijo de puta! Odio esos camiones, son unos asesinos -dijo ella.
Asentí, dejando que mi cuerpo empezase a reabsorber la adrenalina y la noradrenalina. Como suele ocurrirme en estos casos, un pensamiento tan desagradable como idiota se abrió paso en mi cabeza. Si hubiésemos sufrido un accidente y hubiera intervenido la policía, se habría descubierto que yo estaba yéndome de viaje a Roma con una chica de veintitrés años, sin decírselo a nadie, es decir, con intenciones más que equívocas. Si hubiese muerto en el accidente, no podría haberle explicado a nadie los motivos de aquel viaje y, en el recuerdo de la gente, mi final y mi imagen habrían quedado asociados para siempre, indisolublemente, a un patético viaje, con trasfondo sexual, con una joven a la que le llevaba más de veinte años.
Esta reflexión demencial me trajo el recuerdo de algo ocurrido muchos años atrás.
Uno de los amigos con los que quedaba habitualmente en los años ochenta y noventa decidió casarse. Era el primero de nuestro grupo que tomaba esa decisión, y nos pareció buena idea organizarle una despedida de soltero. En aquella época, y dado que se trataba de la primera vez, no sabíamos a qué abismo de dolor y tristeza estábamos dispuestos a asomarnos. Alguno dijo que teníamos que contratar unas putas o, al menos, a unas bailarinas de streap-tease, para que la fiesta de despedida de soltero fuese un éxito rotundo. Todos, o casi todos, estuvieron de acuerdo, pero cuando llegó el momento de pasar a la acción nos dimos cuenta de que ninguno de nosotros tenía los contactos, la capacidad, e incluso la cara que hacían falta para contratar a unas putas o a unas streappers. Tuvimos una nueva reunión y decidimos plegar velas y conformarnos con ver películas porno, que eran mucho más fáciles de conseguir y no daban lugar a situaciones embarazosas. Cada uno de los organizadores aportó un vídeo y luego, no recuerdo ahora por qué, se me encargó que fuera yo el que transportara a la fiesta aquel cargamento de exquisito material pornográfico.
Mientras iba en el coche, yo solo, de noche, hacia el restaurante de las afueras en el que iba a celebrarse la fiesta, me asaltó de repente la idea de que podía sufrir un accidente, morir y aparecer rodeado de títulos como El coño es cosa de hombres, Los tres días del condón, El glande que surgió del frío, Veinte mil pajas de viaje submarino, El chocho contraataca.
Soy consciente de que voy a parecer un perfecto desequilibrado, pero tuve el impulso, que dominé a duras penas, de tirar toda la mercancía para no correr ese riesgo. Me imaginaba a mis padres enterándose, de un solo golpe, de que su hijo había muerto y de que en vida había sido un pervertido profesional. Me imaginaba a mi novia -que más tarde se convirtió en mi mujer y, más tarde aún, en mi ex mujer- descubriendo, en unos segundos trágicos, que había alimentado delicados sentimientos hacia un pornógrafo compulsivo. Yo deseaba pedirles perdón a todos, pero estaba muerto, no podía hacerlo, así que me veía condenado a observar todo ese sufrimiento desde el purgatorio -que era sin duda mi destino-, sin poder hacer nada para aliviarlo.