– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que, si por algún motivo, por algo que ahora no podemos siquiera imaginarnos, nos interrogase la policía, o los carabinieri, o el fiscal, yo podría negarme a hablar acogiéndome al secreto profesional. Tú, en cambio, te verías obligada a decir la verdad y a contar todo lo que sabes sobre determinados delitos y sobre sus autores. Hazme caso, cuanto menos sepas, mejor para ti.
Hice una breve pausa y concluí:
– Y perdona si he sido brusco.
Ella pareció a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor y se limitó a encogerse de hombros.
Poco tiempo después, el avión inició el descenso sobre el aeropuerto de Roma.
Cogimos un taxi, después de hacer una cola bastante larga; mientras esperábamos Caterina volvió a hablar, después de haber estado un buen rato callada, supongo que para dejarme muy claro que estaba enfadada. Si su intención era que me sintiera culpable por lo que le había dicho en el avión, lo logró de todas maneras.
En aquel taxi no había libros. A cambio, había pegatinas con la doble hacha fascista y con el retrato del Duce [Mussolini]. El taxista era un niñato con perilla, el pelo cortado al cero, un águila tatuada en el cuello y el labio inferior colgante. Sentí un intensísimo deseo de darle un par de buenos puñetazos en la cabeza y en la cara, para borrarle esa estúpida expresión de arrogancia.
Le hablé a Caterina del taxista que me había llevado la vez anterior y le conté su historia, que me parecía bellísima. Ella no pareció especialmente impresionada.
– A mí no me gusta mucho leer. Es raro que encuentre un libro que realmente me apasione.
– ¿No has leído últimamente nada que te haya gustado?
– No, recientemente no, nada.
Estaba a punto de insistir y preguntarle por el último libro que había leído, aunque no fuera recientemente. Luego pensé que, casi con toda seguridad, su respuesta no iba a gustarme, y decidí olvidar el tema de la lectura.
– ¿Qué haces en el tiempo libre?
– Me gusta oír música. La escucho de todas las formas posibles, muchas veces en internet. También me gusta ir a conciertos, cuando puedo, y al cine. E ir al gimnasio, salir con los amigos y…, ah, se me olvidaba lo más importante: me gusta muchísimo cocinar. Se me da muy bien, un día de éstos te invito y lo compruebas. Cocinar me relaja. Lo ideal es que alguien se encargue luego de limpiarlo todo. Pero yo no te he preguntado nada sobre ti. ¿Estás casado, tienes novia, una compañera?
– Podría ser gay y tener un novio o un compañero.
– Imposible.
– ¿Qué te hace pensar eso?
– La forma en la que me miras.
La frase me llegó como una bofetada, rápida, de esas que no ves venir. Tuve que hacer un esfuerzo para tragar mientras intentaba encontrar una respuesta ingeniosa. Obviamente, no la encontré, así que fingí que no había pasado nada.
– No, no estoy casado. Lo estuve, pero la cosa se acabó hace ya bastantes años. Tampoco vivo ni salgo con nadie, desde hace un tiempo.
– Qué desperdicio. No tienes hijos, ¿no?
– No.
– Entonces hagamos una cosa. Una de estas tardes, cuando volvamos a Bari, me invitas a cenar a tu casa. Tú te encargas de la compra (yo te digo lo que tienes que comprar; el vino lo dejo a tu elección) y yo hago la cena, pero luego no recojo ni friego nada. ¿De acuerdo?
Le dije que sí, que por mí de acuerdo. Ella pareció satisfecha, se volvió a poner los auriculares y siguió escuchando música.
28
El hotel era mucho mejor que al que voy, ya desde hace muchos años, cuando tengo cosas que hacer en Roma y no consigo terminarlas en el día.
Decidimos cambiarnos y comer algo por allí cerca. Luego Caterina llamaría a Nicoletta y quedaríamos con ella.
La habitación era acogedora y daba a un patio al que ya había llegado la primavera, precoz, fresca y deslumbrante. Mientras me desnudaba para darme una ducha me di cuenta de que habían pasado años desde la última vez que estuve en un hotel con una mujer. Y de que la mujer con la que estuve aquella última vez fue Margherita.
Una parte de mí mismo protestó vivamente. No se podían comparar dos situaciones tan distintas: Margherita y yo estábamos juntos, eran nuestras vacaciones y, como es lógico, no teníamos dos habitaciones separadas; con Caterina estaba en Roma por motivos de trabajo, no salíamos juntos, ella era una jovencita y, obviamente, dormíamos en dos habitaciones separadas.
Se trataba de un argumento impecablemente racional, así que lo ignoré. Es algo que se me da muy bien, ignorar los argumentos racionales cuando se trata de mis cuestiones privadas.
La última vez que estuve en un hotel con Margherita fue cuatro años atrás. Habíamos ido de vacaciones a Berlín, con dos amigos suyos. Berlín me gustó con locura y pensé que, de no existir el invierno, me hubiera quedado de buena gana a vivir allí. Me entraron ganas hasta de estudiar alemán y, en definitiva, volví entusiasmado, como me había pasado muy pocas otras veces, después de unas vacaciones.
Algunas semanas después Margherita me informó de que había aceptado una oferta laboral en Nueva York. Una oferta que estaba pensándose desde hacía meses, es decir, también mientras estaba de vacaciones en Berlín con el idiota de Guido Guerrieri que, ajeno a todo, no se había enterado de nada. Mientras yo estaba en Berlín, sintiéndome estúpidamente feliz, ella tenía la cabeza puesta en Nueva York, en una nueva vida de la que yo no iba a formar parte.
Algunas semanas más tarde se fue, diciéndome que volvería al cabo de un año. No me lo creí ni siquiera durante unos instantes y, de hecho, no regresó. Al menos, no para quedarse.
Entrecerré los ojos y, como en una película, se me apareció su figura delgada, musculosa y consciente de su ropa interior blanca, en la penumbra de la habitación del hotel de Berlín, el Oranienburgerstrasse. Era una imagen trágica y, al mismo tiempo, llena de serenidad. Incluía la perfección de ese instante y la consciencia de que no iba a durar.
Dónde estará ahora Margherita, me pregunté. Hacía mucho tiempo que no me lo preguntaba. ¿Qué me había pasado en los años transcurridos desde que se fue de mi lado? No recordaba casi nada, aparte del encuentro con Natsu y de una secuencia de rituales cotidianos. Asomarme a ese vacío de recuerdos me produjo vértigo, el mismo que se siente cuando uno se asoma a un precipicio físico.
Pensé en la carta que Margherita me escribió desde Nueva York para decirme que no iba a volver. Era una carta amable, toda ella animada por el deseo de no hacerme daño, de que aquel adiós fuera lo menos doloroso posible. Insoportable, por lo tanto, pensé al leerla por tercera o cuarta vez antes de arrugarla y tirarla a la papelera.
El recuerdo de la carta de Margherita accionó un descenso vertiginoso, por pendientes escarpadas y desiertas. Las pendientes iban poblándose, a medida que me precipitaba en un pasado cada vez más lejano. Al final, me encontré en el fondo del precipicio.
Era a finales de los años setenta. Muchas cosas estaban cambiando, se había producido el denominado reflujo, un tipo había enviado una carta al Corriere della Sera diciendo que quería suicidarse por amor, dando lugar a meses de interminables, insoportables debates. John Travolta triunfaba y todos intentaban parecerse a él. Alguno lo conseguía, otros -yo, por ejemplo- no.
Fui a ver Grease con una chica que me gustaba con locura y que se llamaba Barbara.
Nos habíamos conocido en una fiesta y, charlando, ella me había dicho que todos sus amigos habían visto ya la película y que no sabía con quién ir. Vaya, qué coincidencia, yo tampoco la había visto, mentí. Si le apetecía podíamos ir juntos, quizá mañana por la tarde, en vista de que era domingo.