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Le apetecía, así que al día siguiente, sin terminar de creérmelo del todo, pero radiante de felicidad, me encontré en el cine, sentado a su lado y rodeado de un enjambre de adolescentes que miraban junto a nosotros cómo John Travolta, Olivia Newton-John y sus amigos -algunos de los cuales, por cierto, estaban grotescos e inverosímiles en el papel de estudiantes de dieciocho años- bailaban, cantaban y mantenían unos diálogos más que improbables.

Al llegar frente a su casa, al despedirnos, Barbara me dio un fugaz beso en los labios y, antes de desaparecer en el portal, me dedicó una sonrisa rezumante de promesas. Mejor dicho: una sonrisa que yo interpreté como rezumante de promesas.

Esa noche no pude pegar ojo, literalmente, y al día siguiente decidí darle una sorpresa e ir a buscarla al colegio, tras informarme astutamente de la hora a la que salía los lunes y comprobar que su horario era compatible con el mío.

Mientras caminaba a grandes, rápidas y felices zancadas hacia el liceo scientifico Scacchi -el colegio de Barbara- no dejaba de fantasear acerca del maravilloso futuro que me aguardaba junto a ella.

No iba a tardar en aprender una cosa muy importante: nunca es buena idea darle una sorpresa a alguien cuando no se tienen claras las coordenadas de la situación.

Sonó la campana que indicaba el final de las clases, rabiosa y alegre, y al poco, un ruidoso torrente de chicos y chicas se arrojó sobre la calle. La localicé casi enseguida entre aquel caudal informe de jerséis, cazadoras, bufandas, mochilas, gorras y gorros oscuros, pero ahora no consigo recordar su cara. Si me esfuerzo en enfocarla sólo consigo entrever el cliché de una belleza adolescente: rubia, de rasgos regulares, con los ojos azules, los pómulos altos y la piel luminosa.

Estaba a unos cincuenta metros de ella. Avancé, iniciando una sonrisa, y la sonrisa se eclipsó en el acto, como en los dibujos animados. A contracorriente con respecto a la muchedumbre de escolares, y adelantándome -en todos los sentidos-, un chico se abrió camino, la alcanzó, le dio un beso y la cogió de la mano.

No sé decir qué pasó luego. Instintivamente, me refugié en el primer edificio que vi con el portal abierto, abofeteado por la vergüenza e, inmediatamente después, atenazado por la desesperación.

Me quedé en aquel portal unos diez minutos, al menos, y sólo me fui cuando estuve seguro de que Barbara y ese tipo que, sin duda, era su novio, habían desaparecido y ya no corría el riesgo de que alguien -quien sea- me viera en ese estado.

Porque, mientras tanto, me había echado a llorar, silenciosamente, mientras un torbellino de palabras y preguntas me daba vueltas en la cabeza. ¿Por qué había ido al cine conmigo la tarde anterior? ¿Por qué me había dado un beso? ¿Cómo es posible que alguien sea tan cruel?

Durante algunas semanas fui terriblemente infeliz. Cuando ya empezaba a sentirme algo mejor me la encontré, una tarde, en la calle Sparano. La vi de lejos, ella iba con dos amigas, yo en cambio estaba solo, frente al escaparate de la [librería] Laterza.

Me puse derecho, intentando adoptar un aspecto y un aire orgulloso.

Pensé que debía estar a la altura de las circunstancias, adoptar un aire indiferente, saludarla con un leve gesto con la cabeza. No un gesto de desprecio -debía estar hasta por encima del desprecio-: de indiferencia. Ella, probablemente, haría intención de pararse para saludarme, pero yo proseguiría mi camino. Dignamente, distante.

Qué diablos.

Habíamos salido una tarde, habíamos ido al cine y ella me había dado un beso. ¿Y bien? Eso no significaba que fuéramos a casarnos. Es algo que ocurre con frecuencia entre chicos modernos y emancipados como éramos entonces ella y yo. Se queda, se va al cine, ella le da un beso a él, se despiden, y fin de la historia, sin problemas.

Ya estábamos muy cerca el uno del otro, pero ella no me había visto aún. Iba hablando animadamente con sus amigas y, de repente, sin ningún motivo que lo justificase, pensé que ella y aquel chico lo habían dejado. En ese caso -me dije- quizá no debía ser demasiado duro con ella, demasiado despiadado. Sí, se había portado mal, pero esas cosas ocurren. Quizá podía brindarle una segunda oportunidad, en cuyo caso era conveniente adoptar una expresión digna pero no hostil. Quizá podía hasta esbozar una sonrisa. Seguro que se había dado cuenta de su error, y de ser así, bueno, no iba a ser yo el que le negara una segunda oportunidad.

Me vio cuando no quedaban ni dos metros para que nos cruzáramos, me dijo «hola» distraídamente y siguió hablando con sus amigas. Después de aquel encuentro yo estuve fatal durante otras varias semanas. Me convencí de que no iba a tener novia jamás y de que iba a ser desgraciado el resto de mi vida.

Escuché cómo llamaban repetidamente a la puerta de la habitación y me di cuenta de que estaba todavía en albornoz.

– ¿Sí?

– Soy yo. ¿Estás listo?

– No, perdona, es que he tenido que hacer unas llamadas, temas de trabajo, y se me ha echado el tiempo encima.

– ¿Por qué no me abres?

– Porque no estoy vestido. Espérame en el hall, me reúno contigo en cinco minutos.

– A mí no me da vergüenza que estés sin ropa. ¿A ti sí?

– A mí sí, tú lo has dicho. Espérame en el hall, no tardo nada.

Mientras dejaba el albornoz sobre la cama me pareció oír una carcajada alejándose por el pasillo.

Pero quizá sólo eran imaginaciones mías.

29

A los cinco minutos prometidos bajé al hall. Caterina estaba hablando por el móvil y colgó mientras me dirigía a su encuentro.

– Acabo de hablar con Nicoletta. Nos espera en su casa. Dice que ha anulado todos los compromisos que tenía para esta tarde, así que podemos ir cuando queramos.

– ¿Dices que vive por la vía Ostiense?

– Sí, justo al lado de la Pirámide. Si te parece, comemos algo, cogemos un taxi y vamos a verla. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– Para comer, eliges tú el sitio. Para la cena, elijo yo. ¿Te parece bien?

Me parecía bien, así que fuimos a un restaurante que conocía, cerca del Supremo. Los dos estuvimos de acuerdo en que nos podíamos conceder el tomarnos un vaso de vino, aunque esa tarde tuviéramos que trabajar. Luego convinimos también en que tomarnos un solo vaso de vino era un poco triste, así que decidimos pedir una botella entera, total, no era obligatorio acabárnosla. El restaurante estaba bastante lleno, nadie se fijaba en nosotros, nos bebimos entera la botella y yo empecé a relajarme.

– A veces soy un poco gansa, lo sé. Lo hago sin darme cuenta y luego me pregunto si no habré dicho alguna inconveniencia.

Me miró, aguardando un comentario por mi parte, y tuve la nítida sensación de que incluso aquella leve crítica hacia sí misma formaba parte de un juego de seducción que tenía perfectamente controlado.

No respondí, por lo que ella debió pensar que tenía que cambiar de táctica, y me pasó el dedo por el dorso de la mano, que yo tenía apoyada sobre la mesa. Cometería una incorrección afirmando que la cosa me dejó perfectamente indiferente.

– Pero en parte es por culpa tuya.

Piqué el anzuelo.

– ¿Por culpa mía? ¿Por qué?

– Todos los hombres que conozco me han intentado tirar los tejos. Tú, en cambio, pareces tan indiferente… Es algo que me fastidia.

– Me alegro de que hayas sacado este tema a relucir: me das la oportunidad de explicarme -dije en un tono de gravedad totalmente ridículo.

– Sí, explícamelo -dijo ella, sonriendo y sin dejar de acariciarme el dorso de la mano, que yo no tenía fuerzas para apartar.

– Tú eres una chica guapísima, pero por una serie de motivos yo no puedo ni plantearme…, cómo te diría…

– Dilo con tus palabras.

– Vamos, que no puedo ni siquiera considerar la idea de cortejarte, mucho menos contemplar la perspectiva de que entre nosotros pueda ocurrir algo.