– No lo sé. Si Michele no hubiese estado en el extranjero el día de la desaparición sería más fácil establecer un nexo. Tal y como están las cosas, la situación sigue siendo un rompecabezas.
Caterina se interrumpió y empezó a masajearse la nariz con los dedos índice, medio y pulgar, mientras parecía escrutar con la mirada algo indefinido. Cuando pareció encontrar lo que buscaba, habló.
– ¿Puedo decir una cosa?
– Claro -respondí.
– ¿Por qué estamos tan seguros de que Manuela desapareció en Puglia? ¿Quién dice que no volvió a Roma, esa tarde o esa noche? ¿Por qué lo hemos excluido con tanta seguridad?
Cierto.
Todos habíamos dado por descontado que Manuela no llegó a salir en dirección a Roma. Basándonos en excelentes razones, por supuesto. Era la hipótesis más probable. El taquillero recordaba haberle vendido un billete para Bari; Manuela le había dicho a Anita que iba a Bari y que, sólo después, se iría a Roma. En resumen, era razonable situar el momento de la desaparición en el trayecto de Ostuni a Bari o después de la llegada a Bari. Pero no había elementos que excluyeran de forma categórica que Manuela no se hubiese ido a Roma y que los hechos que provocaron su desaparición no se hubiesen producido en Roma.
Cierto, me dije, si Manuela había salido de Bari, había llegado a Roma y, quizá, era allí donde había desaparecido, toda mi así llamada investigación valía lo que un cero a la izquierda. Y, sobre todo, de ser así, yo no tenía ni idea de por dónde volver a empezar, ni cómo.
Caterina debió intuir qué estaba pensando.
– No vamos a resolver nada esta noche. Hemos hecho lo que debíamos, has conseguido de Nicoletta la información que ella podía darte, ahora se trata de reflexionar sobre lo que sabemos y ver si se nos ocurre algo. Pero es mejor que lo hagamos con la mente fría, ¿no crees?
Asentí, no muy convencido.
– ¿Has probado alguna vez la comida etíope?
– ¿Perdona?
– Que si has probado alguna vez la comida etíope.
– Hace unos años, en Milán. ¿Por qué?
– ¿Te gustó?
– Fue divertido, sí. Recuerdo que se comía con las manos, envolviendo la comida en una especie de piadina blanda, como una tortilla mexicana.
– Se llama injera. Pues entonces, vamos a cenar ahora a un restaurante etíope y mañana seguimos pensando.
¿Seguimos? ¿Tú y yo? ¿Es que ya somos socios?
El restaurante estaba cerca de la estación y, por los numerosos clientes africanos que llenaban el local, me dije que allí debía servirse auténtica comida etíope. Los camareros conocían a Caterina, la saludaron muy cordialmente y nos llevaron enseguida la carta.
– ¿Hay algo que no te guste?
– No, como de todo, he hecho la mili -contesté.
– Entonces déjame a mí elegir el menú. Tú elige sólo el vino.
Elegir el vino no era un trabajo precisamente laborioso, dada la oferta. Sólo había cuatro posibilidades entre las que elegir, y ninguna de ellas era como para tirar cohetes. Pedí un syrah siciliano, la única opción que parecía algo aceptable.
– Por lo que veo, eres cliente habitual.
– Cuando vivía en Roma venía mucho por aquí.
– ¿Manuela también?
– Sí, claro.
Se me ocurrió que podía pedirle que me acompañara a los lugares a los que Manuela solía ir en Roma. Podía hacer algunas preguntas y, quizá, descubrir algo. Me dije enseguida que era una idea de detective de serie de televisión y cambié de tema.
– Y dices que no tienes novio…
– No -contestó ella, negando con la cabeza.
– ¿Desde hace mucho?
– Desde hace unos meses.
– ¿Y eso?
– ¿Qué quieres decir con «y eso»?
– Tienes razón, te he planteado mal la pregunta. Has tenido una historia hasta hace unos meses. ¿Duró mucho?
– Bastante, sí. Un par de años.
– ¿Cuando desapareció Manuela estabais todavía juntos o ya habíais roto?
– Estábamos todavía juntos, pero la historia ya estaba en las últimas.
– Entonces habrás hablado con tu novio de la desaparición de Manuela.
– Sí, claro.
– ¿Te molesta que te haga estas preguntas?
– No, no es que me moleste…, o puede que sí, sí, me molesta un poco hablar de mi ex. Pero es problema mío, pregúntame lo que quieras, no te preocupes.
– ¿Cómo se llama?
– Duilio.
– Duilio. No es un nombre muy común.
– No, y tampoco es muy bonito. Creo que nunca le llamé por su nombre.
– ¿Crees que merece la pena que hable dos palabras con él, para ver si me da alguna idea sobre Manuela?
– Yo diría que no. No había ninguna relación entre ellos, quiero decir, se veían, y tal, sólo porque estaba yo.
– ¿Cuánto tiempo habéis seguido juntos después de la desaparición de Manuela?
Caterina tardó algo en contestar. Apoyó la cara sobre la mano derecha, el codo sobre la mesa y se concentró.
– Puede que un mes. Sí, un mes, más o menos -contestó al cabo de unos minutos.
Pensé que quizá la desaparición de Manuela había acelerado la ruptura. Estuve a punto de preguntarle si había sido así, pero deseché la idea. Era evidente que no le gustaba hablar del tema y yo no tenía ninguna justificación para insistir sobre ello.
Justo en ese momento nos trajeron la comida. Un gran plato todo él cubierto por una especie de tortilla blanda y esponjosa sobre la que estaban dispuestas las cosas más variadas. Verduras de distinto tipo, carne, pollo, salsas, olores entre los que dominaba alguna especia picante. En un plato aparte nos trajeron más tortillas, para envolver en ellas la comida.
Durante un rato nos concentramos en comer y beber, sin hablar. La botella de vino se iba vaciando rápidamente y pensé que era la segunda en el día y que no convenía exagerar. Luego me dije que llevaba toda mi vida repitiéndome que no debía exagerar y que estaba empezando a estar harto de mi yo Pepito Grillo.
– Entonces, ¿cuando acabe la carrera me vas a contratar en tu bufete para que haga las prácticas?
– Sí, de acuerdo -dije sin más, ya que no encontraba una respuesta ingeniosa.
– Me gustaría mucho.
Estuve a punto de decirle algo en plan triste y paternalista sobre la profesión, los sacrificios que ésta conllevaba y lo seguro que había que estar antes de emprenderla, pero, en vez de eso, cogí otro trozo de injera y envolví en él lo que quedaba de una carne cocinada de forma indefinida, muy picante.
– Has cogido lo que quedaba de tebs -dijo Caterina en tono de reproche.
– Ah, perdona, ¿lo querías tú?
– Sí -dijo con la expresión de una niña acostumbrada a salirse siempre con la suya.
Le tendí el bocado. Ella negó con la cabeza, rehusando cogerlo. La miré con expresión interrogante.
– Estabas haciendo una cosa muy fea, así que para que te perdone tienes que hacer algo bonito por mí.
Y, según decía eso, alargó la cabeza hacia mí y entrecerró los labios. La miré, sin poderme creer lo que veía, tragué con dificultades, y luego le acerqué los dedos a los labios. Ella cogió el trozo de comida y retuvo mis dedos entre sus labios, mirándome fijamente a los ojos, con una expresión divertida y sin compasión alguna.
Una parte de mí mismo intentaba aún oponer resistencia.
No debes hacerlo. No está bien, esta chica podría ser tu hija. No sólo biológicamente. Su madre te lleva apenas unos años, y cuando tú tenías veintiuno, veintidós años, a veces salías con mujeres algo mayores que tú. Giusi, por ejemplo, tenía veintitrés años cuando tú tenías veinte. Si la hubieseis cagado, ahora tendrías una hija de la misma edad que Caterina, con una mujer de la edad, más o menos, que tiene la madre de Caterina.
Guerrieri, éste es uno de los argumentos más demenciales que te he escuchado, me contestó la otra parte de mí mismo. Biológicamente hablando, podrías haber tenido una hija a los quince años. Si aplicas a rajatabla este argumento y esta pseudonorma -no salir con mujeres que podrían ser tus hijas-, mi querido Guerrieri, teniendo en cuenta que tienes cuarenta y cinco años, sólo podrías simpatizar con mujeres que hayan pasado de los treinta. ¿Será posible que estés pensado semejantes idioteces?