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Le dijimos al taxista que nos dejara en la plaza España, que no distaba mucho de nuestro hotel. Hacía años que no iba a la plaza España, no conseguía ni recordar cuántos, y al bajar del taxi sentí una alegría infantil y elemental. Nos sentamos entre la masa de turistas que rodeaban la fuente, a escuchar a la gente y el agua. Luego subimos por la escalinata, y yo, consciente de mi simplicidad pero igualmente alegre, pensé que hay pocos lugares en los que se pueda sentir la llegada de la primavera como en la plaza España y Trinità dei Monti.

Ya habíamos llegado casi a la iglesia cuando un filipino me ofreció rosas. Le dije que no, gracias, apartándome ligeramente para esquivarlo. Caterina, en cambio, se detuvo, le compró una y me la ofreció.

Luego entramos en un pequeño local con un cartel en la puerta en el que se prometía una «velada nostálgica» con música italiana de los años ochenta.

Nos quedamos allí el tiempo justo para oír cuatro o cinco canciones, ninguna de ellas inolvidable. Luego Caterina me propuso que volviéramos al hotel. Advertí, físicamente, una ligera sacudida eléctrica y pensé que estaba cansado de ofrecer resistencia, admitiendo que la estuviera ofreciendo hasta ese momento. Le dije que sí, nos pusimos en camino, y a los diez minutos habíamos llegado.

Cogimos las llaves de nuestras respectivas habitaciones y yo la acompañé hasta la suya, que estaba un piso debajo del mío. Ella se detuvo y se apoyó de espaldas contra la puerta.

Ahora ella me pedirá que entre, y yo entraré, y pase lo que tenga que pasar a quién le importa porque estoy harto de no dar un solo paso en mi vida que no evoque la crítica de la razón práctica.

– Gracias, Gigi, buenas noches -dijo ella, dándome un beso en la mejilla.

¿Gigi? ¿Buenas noches? ¿Te has vuelto loca, o qué?

No dije eso. En realidad, no dije nada. Me quedé allí, inmóvil, con una expresión que me hubiera divertido observar, si hubiese sido la de otro.

– A las personas que me gustan las llamo por sus iniciales. Gi-Gi: Guido Guerrieri. Adiós, Gigi, buenas noches, y gracias por esta noche maravillosa.

Antes de que consiguiese decirle algo ya había desaparecido en el interior de su habitación.

Me preparé rápidamente para irme a la cama, en medio de una maraña de emociones en la que había sensaciones embarazosas, irritación, alivio y otros sentimientos menos fáciles de descifrar. No tenía ganas, sin embargo, de verificar de cerca esa combinación de factores y su dosis efectiva, así que decidí leer el libro que me había llevado -una antología de cuentos de Grace Paley- hasta que tuviera sueño. Algo que no iba a ocurrir muy pronto, me temía.

Llevaba ya unos diez minutos leyendo cuando, justo mientras pensaba que el cuento por el que había empezado no era precisamente apasionante pero que, a lo mejor, me hacía coger el sueño, oí que llamaban a la puerta.

– ¿Sí?

– Soy yo. ¿Me abres?

– Un segundo -dije, mientras tropezaba intentando ponerme los pantalones.

– Pero bueno, ¿es que no me vas a dejar pasar?

Me hice a un lado y la dejé entrar. Mientras pasaba a mi lado noté un perfume que, sin duda, no llevaba antes, cuando habíamos salido. Era un perfume que me resultaba extrañamente familiar, que me inquietaba y, al mismo tiempo, me infundía seguridad. Intenté descubrir a qué me recordaba, pero no lo logré.

– Muy bonita, tu camiseta -dijo ella, sentándose en la cama, mientras yo caía en la cuenta de que llevaba puesta una camiseta ridícula, con el dibujo del Lupo Alberto en versión experto en artes marciales.

– Ah, sí, bueno, es que no me esperaba visitas…

– La verdad es que lo tuyo no tiene nombre.

– ¿Perdón?

– Que eres increíble.

– ¿En qué sentido?

– Esperaba que me dijeras que si podías pasar a mi habitación, y nada. Luego esperaba que llamaras a la puerta; luego, por teléfono. Y nada otra vez. Vas de duro, ¿eh, Gigi? Pero, tranquilo, me di cuenta desde el principio de que no eras como los demás.

No tenía ni la más remota idea de qué responderle, así que, sospecho, debí poner una cara especialmente enigmática y, por lo tanto, idónea para confirmar su tesis de que no me parecía a los demás.

– ¿Por qué sigues de pie? Ven a sentarte aquí, a mi lado, como si estuvieras en tu casa.

Hice lo que me decía. Para no parecer demasiado duro, obviamente.

Al sentarme en la cama volví a notar su perfume.

Y, luego, sus labios, que eran cálidos y frescos y suaves y sabían a cereza y a invencible juventud y a verano y a tantas cosas maravillosas de hacía mucho tiempo. Pero que ahora estaban allí, presentes y vivos.

Antes de desaparecer, escuché en la cabeza el eco de unos versos.

¿Quién es aquella que surge como la aurora,

bella como la luna, radiante como el sol,

temible como un ejército con los estandartes desplegados?

31

Cuando abrí los ojos y miré el reloj eran las nueve pasadas.

Caterina dormía profundamente, boca abajo, abrazada a una almohada; su espalda, cubierta por la sábana, se alzaba y bajaba a ritmos regulares.

Me levanté sin hacer ruido, me lavé, me vestí, le dejé una nota diciéndole que me había ido a dar un paseo y que volvería pronto, y al rato estaba en la vía del Corso.

Corría un aire tibio y agradable, la gente iba vestida de entretiempo, y mientras miraba alrededor, decidiendo dónde tomarme un café, vi a un tipo corpulento y casi calvo, con un traje sucio y raído y la corbata sin anudar, que se acercaba a mi encuentro con una sonrisa. ¿Quién diablos era?

– ¡Guido Guerrieri! ¡Qué sorpresa! ¿No me reconoces? Soy Enrico. Enrico De Bellis.

Cuando oí aquel nombre me ocurrió algo insólito. Desde los pliegues de aquel rostro deformado por los años y de las arenas movedizas del tiempo vi emerger los rasgos de actor de fotonovelas de un joven guapísimo e insulso al que había conocido veinticinco años antes.

En cuanto estuvo seguro de que le había reconocido, De Bellis me besó y me abrazó. Olía a after-shave barato, a tabaco, a ropa sudada y también a alcohol. En la comisura de los labios tenía restos del café que debía haberse tomado hacía poco. El poco pelo que le quedaba le descendía, demasiado largo, por las orejas y la nuca.

– Enrico, hola -dije en cuanto me soltó. Intentaba recordar cuándo había sido la última vez que nos habíamos visto e intentaba recuperar toda la información que poseía acerca de cómo le había ido en la vida. Universidad -Derecho, claro, como la mayoría de los vagos-, abandonada tras hacer tres o cuatro exámenes, y muchos años de chapuzas más o menos peligrosas, más o menos legales. Empresas comerciales que desaparecían al poco de crearse. Cheques sin fondo. Jugueteos con créditos. Un matrimonio que terminó mal -muy mal, con un séquito de denuncias, carabinieri y juicios- con una chica rica y feúcha. Una condena por bancarrota fraudulenta, más causas penales por fraude y encubrimiento.

Había desaparecido de Bari, perseguido por una multitud de acreedores, algunos de ellos muy poco recomendables. Personajes con alias como Pierino u' criminal', Mbacola u' strozzin', Tyson. Este último apodo aludía, de una forma no precisamente velada, a los métodos con los que su titular conseguía recuperar el dinero prestado.

Había desaparecido en la nada, como sólo saben hacerlo los que viven como él. Y ahora saltaba como catapultado desde esa nada para materializarse ante mi vista, con su traje sucio y gastado y su olor a tabaco, a desaliño y a sorda, reprimida desesperación.