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Hubo unos instantes de duda, de silencio. Luego cayó en la cuenta de quién era yo.

– ¡Abogado, buenas tardes!

Durante unos segundos estuve a punto de preguntarle qué tal estaba.

– Perdone si la molesto, es para pedirle una información.

– ¿Sí?

El tono de su voz se había cargado de esperanza y ansiedad al mismo tiempo. Me pregunté si había sido una buena idea llamarla.

– Quería preguntarle si Manuela tenía más de un teléfono móvil.

Se produjo una larga pausa. Tan larga que tuve que preguntarle si seguía al teléfono.

– Sí, perdone. Estaba pensando. A Manuela le gustan mucho los móviles, los cambia con frecuencia. Le gusta jugar, ¿sabe?, las fotos, las grabaciones, la música, los juegos…

– ¿Pero no sabe si tenía otro número?

– Eso es lo que estaba pensando. Seguramente tenía varios teléfonos y en el pasado ha debido tener también varios números, pero en el momento de la desaparición tenía uno solo. Tenía un solo número desde hace bastante tiempo. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Ha descubierto algo?

No. Decididamente, no había sido una buena idea llamarla. Habría sido mejor esperar a que Caterina estuviese localizable, me dije.

– Se trata sólo de una hipótesis, señora. Sólo de una hipótesis. Y, probablemente, de una hipótesis que no nos lleve a ningún lado. No quiero que usted alimente… -estuve a punto de decir «ilusiones», pero me contuve a tiempo-, no quiero crearle expectativas que podrían fácilmente verse frustradas. En los próximos días voy a hacer unas comprobaciones y luego le haré saber los resultados.

Otra pausa. Larga y angustiosa.

– ¿Manuela está viva, abogado?

– No lo sé, señora. Lo lamento, pero no puedo responder a esa pregunta.

Me despedí de ella apresuradamente, como si estuviese huyendo de un lugar peligroso. Cerré los ojos y me pasé los dedos por el pelo. Luego recorrí con ellos mi rostro, sintiendo los párpados, la línea de la nariz, la barba, que estaba ya empezando a salirme, desde por la mañana que me había afeitado, y que hacía como un crujido hirsuto.

Al final volví a abrir los ojos.

Un segundo teléfono. Coño, un segundo teléfono. Podía haber de todo en los listados de ese segundo teléfono. Un segundo teléfono era algo tan banal que nadie había pensado en ello. Era la carta robada de Poe.

Salí del bufete pensando que debería hablar con Tancredi, que él sin duda habría sabido y podido ayudarme, pero que estaba todavía en América.

Me hubiese gustado ir a ver a Nadia, contárselo todo y preguntarle qué pensaba al respecto, pero descarté inmediatamente la idea. No sabía explicármelo bien pero, después de lo que había ocurrido en Roma, la idea de ir a ver a Nadia me resultaba embarazosa, como si la hubiese traicionado de alguna forma.

Absurdo, me dije.

Todo era absurdo.

Volví a llamar a Caterina, pero su teléfono seguía apagado.

En vista de eso, me fui a casa, me puse los guantes y le propiné unos cuantos puñetazos a Mister Saco. En las pausas entre asalto y asalto le hablé, preguntándole su opinión sobre los últimos acontecimientos. Él no estaba muy locuaz esa tarde. Al final, bamboleándose con pereza, sólo me dio a entender que era mejor que comiera algo, me tomara un buen vaso de vino y me fuera a dormir. Quizá, a la mañana siguiente se me ocurriría algo.

Quizá.

33

Tuve unos sueños muy desagradables y al despertarme no se me ocurrió ninguna buena idea. Me levanté de la cama de muy malhumor y la situación empeoró cuando recordé el compromiso que me aguardaba esa mañana.

Tenía una cita en la fiscalía con un cliente, médico, profesor universitario, barón, y acusado de haber apañado un concurso para colocar a uno de los que le llevaban el maletín. El otro candidato era un profesional de fama internacional que había trabajado durante años en universidades y centros de investigación americanos y que, en un determinado momento, había decidido regresar a Italia.

Se presentó al primer concurso relacionado con su especialidad, sin saber que la plaza estaba adjudicada antes de que se publicase siquiera el concurso. El vencedor predestinado era un joven investigador, totalmente descerebrado, pero hijo de otro profesor de esa misma facultad apodado en los ambientes universitarios, a causa de su inflexible catadura moral, Pierino l'ingordo. *

La desproporción entre los títulos y méritos científicos de uno y otro candidato -obviamente, con todo el peso de la balanza a favor del que no estaba recomendado- era casi grotesca. El detalle, sin embargo, no había impresionado a la comisión, y el joven descerebrado había obtenido la plaza. El otro no se había conformado: había impugnado la decisión ante el TAR -ganando el recurso- y había presentado también una denuncia ante la fiscalía.

Mi cliente, pues, había recibido una citación para que compareciera, acusado de tráfico de influencias y abuso de poder y falsedad, y yo le había recomendado que se acogiera al derecho a guardar silencio. Las pruebas en su contra eran escasas y someterse a un interrogatorio -dado que, entre otras cosas, la ayudante del fiscal era una joven muy despierta y, sin duda, mucho más inteligente que él- sólo podía agravar la situación.

En aquel caso, como en muchos otros, a decir verdad, tenía la sensación de estar en el bando equivocado. En aquel caso, como en otros, me había preguntado si realmente quería aceptarlo y defender a ese cliente. Me había contestado a mí mismo que no, que no quería, pero lo había aceptado de todos modos. Una cuestión que debería tratar con mi psiquiatra, en caso de que tuviera uno.

Mientras pedaleaba en dirección al tribunal, iba pensando que era la mañana menos adecuada para encontrarme con aquel tipo: era, sin lugar a dudas, culpable de una falta que a mí me resultaba odiosa, era un tipejo pomposo, petulante y servil y, sobre todo, llevaba mocasines con borlas.

Existen algunas cosas hacia las que siento que debo ser despiadado. Entre éstas figuran los mocasines con borlas; también las cadenas o las cintas para llevar las gafas colgadas, las plumas Cartier, los Cardigan con ochos, los brazaletes de hombre de oro macizo, cualquier tipo de espray para el aliento.

Con estas premisas, cuando nos encontramos delante del edificio de la fiscalía, unos minutos antes de la hora fijada para prestar declaración, no estaba en mi mejor momento. Después de saludarnos y de intercambiar, sin cordialidad alguna (al menos por mi parte), las dos frases de rigor, me dijo que tenía muchas dudas de que acogerse al derecho a guardar silencio fuera la decisión más adecuada. Pensaba que podía dar todas las explicaciones que fueran necesarias y le parecía que negarse a contestar era casi como admitir que era culpable, y una admisión de culpabilidad no estaba en consonancia con su posición.

Tu posición de viejo pomposo y de académico de botica, pensé, mientras notaba cómo me iba dominando una irritación desproporcionada porque mi cliente, en el fondo, sólo estaba expresando una duda legítima. Pero, para su desgracia, en esos momentos era la persona equivocada, en la mañana equivocada y, sobre todo, con los zapatos equivocados.

– Creo que eso ya lo hemos hablado, profesor. Conociendo al fiscal y teniendo en cuenta la fase en la que se encuentra el procedimiento, le reitero mi consejo: tiene que acogerse al derecho a guardar silencio. Como es lógico, la elección es suya, así que si usted considera oportuno actuar de otra forma, yo no puedo impedírselo. Sin embargo, si lo hace, sepa que, a mi entender, comete un grave error y que me reservo la facultad de renunciar a defenderle.

Nada más terminar de hablar, fui el primero en asombrarme por la agresividad con la que lo había hecho. Él se quedó en silencio durante algunos instantes, turbado, casi asustado, sin saber cómo reaccionar. En otras circunstancias, su pomposa petulancia de barón le hubiera llevado, naturalmente, a contestarme con cajas destempladas. Pero estábamos en la fiscalía, uno de los sitios más intimidatorios que existen, él era un acusado y yo su abogado. No se encontraba en las condiciones ideales para ir de duro conmigo. Al final, suspiró.

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* Ingordo: 'glotón', 'avariento', 'codicioso', etcétera. (N. de la T.)