Выбрать главу

– ¿Por qué estás tan seguro de que Manuela tenía otro número y de que yo lo conocía?

Estuve a punto de preguntarle si había leído el relato de Conan Doyle. No lo hice, únicamente, porque me parecía harto improbable.

– En el listado de llamadas de Manuela no figura tu número.

Necesitó algo de tiempo para comprender qué significaba eso.

– Es inexplicable que no conste ninguna llamada entre vosotras, teniendo en cuenta lo amigas que erais. Y una, al menos, tendría que constar, porque tú me dijiste que llamaste a Manuela para quedar a tomar el aperitivo. No figura ni siquiera esa llamada.

– No recuerdo desde dónde la llamé. Puede que lo hiciera a su casa…

– Caterina, háblame del otro teléfono. Por favor.

Encendió otro cigarro. Se fumó como la mitad, moviendo la cabeza de forma anómala, como si tuviera un fallo de sincronización interna. La bellísima tonalidad de su piel se había transformado en un gris enfermizo. Empezó a hablar sin previo aviso, sin dejar de mirar hacia el frente.

– Manuela tenía otro número y otro teléfono.

– Y ése era el que usabais para hablar entre vosotras.

– Sí.

Durante unos segundos me sentí como en un equilibrio precario. Me había concentrado tanto en obligarla a que admitiese que conocía la existencia del segundo número que no estaba aún preparado para pasar a la parte siguiente. Luego pensé que, llegados a ese punto, era inútil dar rodeos.

– ¿Qué pasó aquel domingo?

– Tengo frío -dijo ella; de su cara había desaparecido ya todo rastro de color.

Apreté el botón para cerrar su ventanilla, aunque el frío no procedía de fuera.

Luego aguardé a que me contestara.

36

– Me parece increíble haber llegado a este punto -dijo tras un largo silencio, siempre sin mirarme. Las palabras eran dramáticas, pero las pronunció en un tono extrañamente neutro, incoloro.

– Os visteis aquella tarde, ¿verdad?

Asintió con la cabeza, sin decir palabra.

– Habíais quedado el día anterior.

Asintió de nuevo.

– ¿Fuiste a buscarla a la estación, cuando llegó de Ostuni?

– No. Yo estaba en casa de Duilio. Habíamos quedado en que se reuniría allí con nosotros.

– ¿Y lo hizo?

– Sí, llegó hacia las seis, puede que algo más tarde. Vino en taxi, directamente desde la estación, y dijo que quería darse una ducha.

– ¿Duilio vive solo?

– Sí, claro.

– ¿Dónde?

– Ahora ha cambiado de casa, a la otra no quiere ni volver.

– ¿Dónde estaba esa otra casa?

– Por la zona del faro, en uno de esos edificios nuevos frente al mar. Ahora, en cambio, vive en el centro.

– ¿Para qué habíais quedado?

– Manuela tenía que volver a Roma y antes quería pillar.

Tragué con dificultad. Era lo que me esperaba que dijese, pero oírlo no me gustó.

– ¿Quieres decir «pillar» cocaína?

– Sí.

– ¿La cocaína era sólo para su consumo personal?

– No, también la vendía, para pagarse la que consumía, consumía muchísima.

– ¿La vendía en Roma?

– Casi siempre. Pero no sé quiénes eran sus clientes.

– ¿Nicoletta lo sabía? Quiero decir, ¿Nicoletta sabía que Manuela traficaba con droga?

– No lo sé, pero no creo. Lo que te dijo cuando fuimos a verla es todo lo que sabe. Más o menos.

– Así que fue a casa de Duilio para proveerse de cocaína y llevársela a Roma.

– Sí.

– ¿Cuánta tenía que coger?

– No lo sé. Se llevaba siempre cincuenta gramos, a veces cien. Se entendían entre ellos. Cuando tenía dinero se la pagaba en el momento; cuando no, Duilio le fiaba.

– ¿Qué hace Duilio en la vida?

– Tiene un concesionario de coches. Es decir, trabaja en el concesionario de su padre, pero también está metido en política.

– Y redondea con la cocaína.

Otro leve movimiento de cabeza para decir que sí.

– ¿Cuántos años tiene este caballero?

– Treinta y dos.

Me tomé unos segundos para procesar todo lo que acababa de oír antes de seguir haciéndole preguntas.

– Entonces, Manuela fue a casa de Duilio, donde estabas también tú, y se dio una ducha, ¿qué pasó luego?

– La idea era salir a cenar fuera, pero Manuela quería probar antes la mercancía. Era una partida nueva, Duilio la había recibido el día anterior.

– ¿Llegó con esa idea?

– Sí. Se le había acabado desde hacía varios días. Pensaba que podría encontrar en los trulli, pero ese fin de semana no había nadie que tuviera. Llegó con esa idea fija en la cabeza.

Pensé que Anita era una gran observadora. ¿Cuáles habían sido sus palabras? Manuela no parecía una persona que estuviese tranquila… Estaba un poco…, un poco acelerada.

– ¿Qué quieres decir, que estaba enganchada?

– Esnifaba casi todos los días. Al principio conseguía que se la regalaran, se metía rayas en las fiestas… Luego ya no tuvo bastante con los regalitos y las fiestas, por eso empezó a traficar. No podía abastecerse con el dinero que le pasaban sus padres.

– Continúa.

– Se duchó y luego pensamos en meternos unas rayas, antes de salir. Era una farlopa buenísima, una de las mejores que habíamos probado nunca. La idea era meternos dos o tres rayas y luego salir, pero Manuela quiso más. Empezó a meterse y a meterse, y yo le dije que parara, que se estaba pasando. Pero ella contestó que llevaba seca un montón de días, que estaba a punto de caer en una depresión, y que tenía que reponerse. Se reía como si estuviera loca, parecía una loca. En un momento dado, Duilio también empezó a preocuparse.

– ¿Qué pasó entonces?

– Duilio dijo que ya estaba bien e intentó quitársela. Ella se cabreó, le gritó que si no le daba más montaría el pollo. Ya te lo he dicho, parecía una loca.

Durante unos instantes dejé de escuchar las palabras de Caterina para concentrarme en el sonido de su voz. Carecía totalmente de emoción, el ritmo era monocorde, no parecía que estuviese contando una historia que discurría hacia un final trágico. No parecía la voz de una joven que estaba a punto de contar cómo había muerto su mejor amiga.

– ¿Puedes repetir eso último, por favor? Me he distraído un segundo.

– Él le dijo que una raya más, y punto. Quizá se le fue la mano. Ya te he dicho que se había puesto hasta arriba, y encima se metió también aquella raya, entera. No era la primera vez que se pasaba tanto.

– ¿Y luego?

– Luego, poco después, empezó a encontrarse mal. Sudaba, tenía temblores, el pulso aceleradísimo, parecía como si le hubiese dado un ataque de fiebre de repente. También se le dilataron las pupilas, daba miedo mirarle los ojos.

– ¿Y qué hicisteis?

– Yo quería llamar al 118, pero Duilio dijo que era mejor esperar. Dijo que ya había visto, otras veces, a personas en esas condiciones, y que luego se les pasaba. Decía: «Espera, esto es algo que ocurre a veces. Si llamamos al 118 luego vendrá también la policía y nos veremos de mierda hasta el cuello. Verás cómo dentro de poco se encontrará mejor». En un momento dado dejó de temblar y cerró los ojos. Parecía que se había quedado dormida y nos tranquilizamos. Pensamos que la crisis había pasado.

– ¿Y en cambio?

– A los pocos minutos nos dimos cuenta de que no respiraba.

Siempre aquel tono neutro, sin timbre alguno, que infundía miedo.

Había estado casi seguro, desde el primer momento, de que Manuela había muerto. Pero ahora que lo sabía sin lugar a dudas, ahora que me lo estaba contando una persona que la había visto morir, no conseguía creerlo. Intenté precisar aquella sensación y me di cuenta de que, durante todos esos días, mientras estaba convencido de que Manuela estaba muerta, me la había estado imaginando viva.