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Estaba viva, en uno de los mundos paralelos en los que nuestra fantasía crea y deposita las historias. Las que les contamos a los demás y las que nos contamos a nosotros mismos, estas últimas mucho más engañosas y con más poder.

– ¿Qué hicisteis entonces?

– Duilio le hizo la respiración artificial y le dio un masaje cardiaco, pero no sirvió de nada. Entonces yo dije que teníamos que avisar a la policía. Me estaba entrando un ataque de pánico.

Me abstuve de decirle que lo dudaba mucho, dada la frialdad con la que me estaba contando aquella historia espantosa.

– Pero no lo hicisteis.

– Duilio dijo que era una gilipollez, que íbamos a terminar en el trullo los dos. Dijo que había sido un accidente y que, en el fondo, la culpa había sido sólo de Manuela, por haberse metido tanta coca. No le íbamos a devolver la vida por avisar a la policía y, en cambio, arruinaríamos las nuestras.

– ¿Qué hicisteis entonces?

Me contó qué habían hecho. Me contó cómo se habían desecho del cuerpo de Manuela: cómo lo habían envuelto en una alfombra, igual que en un guión pésimo, transportado hasta un vertedero ilegal, en un remoto lugar de Murgia, y quemado junto a sus cosas con unos neumáticos porque Duilio sabía que ése es el mejor sistema -es el que usan los sicarios de la mafia- para hacer desaparecer un cadáver. Los neumáticos lo queman todo, hasta el último resto, y cuando dejan de arder ya no queda nada.

Mientras la escuchaba me sentí arrollado por un terrorífico vértigo de irrealidad.

Lo que estoy oyendo no puede ser verdad, es una pesadilla. Dentro de poco me despertaré en mi cama, empapado de sudor, me daré cuenta de que todo era mentira, me levantaré, beberé un vaso de agua y luego, muy despacio, me vestiré e iré a dar un paseo, aunque afuera siga estando oscuro. Igual que hacía, a veces, cuando padecía de insomnio.

Luego sentí el impulso de darle una bofetada, para liberarme. Noté cómo mi mano derecha se contraía sobre el asiento, pensé en que si a mí me estaba resultando insoportable enterarme de aquellas cosas, para los padres de Manuela iba a ser una tortura sin fin.

No la abofeteé. Seguí haciéndole preguntas porque todavía quedaban puntos sin aclarar. Detalles. O quizá no.

– ¿No pensasteis que la policía pudiera llegar hasta vosotros de todas formas?

– No. Manuela tenía ese segundo teléfono, el que has descubierto tú. La tarjeta se la había mandado comprar a un tío de Roma, fue idea de Duilio, que estaba paranoico con lo de las escuchas, por lo de la droga y por la política. Usaba ese teléfono sólo para hablar conmigo, con Duilio y, creo, con la gente a la que le vendía coca en Roma. La tarjeta no estaba a su nombre, ni siquiera sus padres sabían que existía ese segundo número, pensamos que nadie iba a descubrirlo y llegar hasta nosotros comprobando las llamadas. Nadie sabía tampoco que habíamos quedado esa tarde.

Nada que decir. Era simple, burocrático, y casi perfecto.

Casi.

– ¿Por qué aceptaste hablar conmigo?

– ¿Y qué iba a hacer, si no? Me lo había pedido la madre de Manuela, no podía negarme. Hubiese levantado sospechas, fue lo que te pasó con Michele cuando se negó a verte.

– Y, luego, ¿por qué decidiste ayudarme?

Caterina suspiró, cogió otro cigarro y lo encendió.

– Cuando supe que tenía que ir a verte llamé a Duilio. Hacía meses que no hablábamos. Nos vimos y decidimos juntos cómo tenía que actuar. Tenía que confirmar lo que les había dicho a los carabinieri; si acaso tú me preguntabas qué había hecho aquella tarde tenía que contarte que había estado con él, que habíamos salido a cenar fuera, y que había visto a Manuela por última vez un par de días antes. No me esperaba que sacases el tema de la droga. Cuando lo hiciste me entró pánico. No me imaginaba que supieses lo de la cocaína.

Y, de hecho, no lo sabía. Fue algo lanzado al azar, pero tú picaste.

Debería haberme sentido muy satisfecho de mí mismo, pero era imposible. Tenía la boca seca y con un gusto amargo.

– Como me dijiste que Michele se había negado a hablar contigo, que su abogado te había amenazado, pensé que podía cargar sobre él todo el tema de la droga y desviar tu atención.

– Y, como es lógico, Michele no tiene nada que ver con esto.

– No, no tiene nada que ver con la muerte de Manuela. Pero con la cocaína sí, y mucho. Fue él quien metió a Manuela en la droga, y hacía negocios con Duilio. Por eso su abogado no ha querido que fuese a verte, tiene un montón de cosas que ocultar, de todas formas.

– ¿Sabe qué le ocurrió a Manuela?

– No. Cuando volvió le preguntó a Duilio si sabía qué le había pasado, él le dijo que no, y Michele no insistió. Puede que no le creyera, pero Michele es un hijo de la gran puta, sólo va a lo suyo, los demás le importan tres cojones. Todo lo que te he dicho de él es verdad.

– ¿Por qué convenciste a Nicoletta para que hablara conmigo?

– Ibas a terminar hablando con ella, por un medio u otro. Lo hablé con Duilio y pensamos en hacerte creer que podía serte de ayuda. Si fingía que te estaba ayudando en la investigación podía controlar todo lo que hacías y, al mismo tiempo, despistarte. Un poco poniéndote detrás de la pista de Michele, otro poco insinuando que Manuela podía haber desaparecido en Roma, no en Puglia.

Dejó de hablar casi bruscamente. De hecho, pensé, ya no quedaba nada que contar.

Empezaba a oscurecer.

No sólo afuera.

37

– ¿Y ahora qué va a pasar? -dijo ella después de muchos minutos de silencio, sacándome del enfermizo entorpecimiento en el que había caído.

– Perdóname un momento -respondí, abriendo la puerta y saliendo del coche.

Se había levantado viento, despejando el cielo. La atmósfera era tensa, salobre y trágica.

Caminé hasta el restaurante y entré para que ella no pudiera verme, mucho menos oírme. A continuación, marqué el número, y Navarra respondió casi en el acto, al segundo o al tercer timbrazo.

– Buenas tardes, abogado.

– Buenas tardes, maresciallo.

– No me dirá que ha descubierto qué le ha ocurrido a la chica… -dijo en tono de broma, así, para empezar la conversación. Yo permanecí en silencio. Bastante rato, creo.

– ¿Abogado?

El tono de ligereza había desaparecido.

– Estoy aquí. Me imagino que usted estará en su casa.

– No, estoy todavía en el despacho, pero ya me iba. Ha sido un día pesado.

– Lo lamento, pero me temo que tendrá que quedarse todavía un rato más.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Le voy a llevar a una persona dentro de poco. Mientras me espera, conviene que localice al defensor de oficio que esté de turno. Lo necesitará.

Se produjo una pausa larguísima y espesa.

– ¿La chica está muerta?

– Sí.

– Ocurrió la misma tarde en la que desapareció, ¿verdad?

– Sí.

Le conté lo esencial y quedamos en que de allí a tres cuartos de hora nos encontraríamos frente al cuartel. Luego colgué y regresé al coche.

Caterina seguía allí, parecía que se había quedado perfectamente inmóvil. Entré en el coche, lo puse en marcha y nos fuimos. No me volvió a preguntar qué iba a pasar ahora. No dijo nada. Ninguno de los dos dijo una sola palabra hasta que llegamos a Bari y nos detuvimos a unas manzanas del cuartel.

– Tendrás que contarles a los carabinieri todo lo que me has contado a mí.

Antes de responder me lanzó una larga mirada que no conseguí descifrar.

– ¿Me detendrán?

– No. Ante todo no existe flagrancia y no existen las condiciones necesarias para una detención. Luego, te estás presentando voluntariamente y, sobre todo, la cocaína no era tuya, no has sido tú la que se la ha suministrado a Manuela. Te acusarán sólo de haber sido cómplice en la eliminación del cadáver. Saldrás de ésta con un pacto y la condicional.