– ¿Y Duilio?
– Dependerá de él. La muerte de Manuela, bajo muchos aspectos, ha sido un accidente. Si colabora (y le interesa hacerlo) puede evitar la cárcel y, con un buen abogado, podría obtener un pacto también él. Naturalmente, por una pena más alta.
Estaba a punto de añadir algún detalle técnico, precisando qué debería hacer un buen abogado para limitar los daños y hasta evitarle la cárcel al señor Duilio Nosequé. Me di cuenta de que no tenía el más mínimo interés en hacerlo, es más, me sorprendí deseando que su abogado fuese un inepto -Schirani, ojalá-, que el fiscal no fuese comprensivo y que a Duilio lo arrojasen despiadadamente a un calabozo, el lugar sin duda más adecuado para él.
– ¿Le acusarán también por lo de la droga?
– Sí. Los cargos de los que deberá responder serán, además de la eliminación del cadáver, tenencia de narcóticos con fines de tráfico y el 586.
– ¿Qué es el 586?
– El artículo 586 del Código Penal, deberías haberlo estudiado.
Ella no dijo nada, así que continué.
– «Muerte como consecuencia de otro delito». Una especie de homicidio preterintencional, pero menos grave. La idea es que si le das droga a alguien y esa droga le provoca la muerte, tú eres responsable.
– ¿Tendremos que acompañarlos al lugar en que la hemos…, a aquel vertedero?
– No creo que sea necesario -mentí.
Se estrujó las manos. Se rascó el lado izquierdo del cuello con la mano derecha. Se sorbió la nariz de una forma ruidosa e inconsciente, como una persona que ha estado llorando. Luego se pasó la mano por la cara y me miró. Su cara parecía ahora llena de dolor y sinceridad y remordimientos. Era una actriz endiabladamente buena y se estaba preparando para su tentativo final.
– Guido, ¿de verdad que tengo que ir? Manuela está muerta, yo tendré remordimientos el resto de mi vida por lo que ha pasado, pero esto no se la devolverá a su familia. Lo único que pasará es que arruinaré mi vida, sin que nadie gane nada. ¿Qué sentido tiene?
Excelente pregunta. La primera, la única respuesta que se me ocurrió fue que, acaso, aquel pobre desgraciado dejaría de ir a la estación a esperar trenes. Acaso.
Vacilé, pensando que quizá me había apresurado en llamar a Navarra. Quizá ella llevaba razón, obligarla a entregarse sólo iba a servir para destrozar otras vidas, sin arreglar las que ya habían quedado hechas pedazos, irremediablemente.
¿Qué sentido tenía, realmente?
Como una pequeña luz en medio de la oscuridad, me vino a la memoria una frase de Hannah Arendt.
El remedio a lo imprevisible de la suerte, a la caótica incertidumbre del futuro radica en la facultad para hacer y mantener promesas.
Mantener una promesa. Quizá ése era el sentido. En cualquier caso, era todo lo que tenía.
– Debes ir. Desgraciadamente, no es algo discutible.
– ¿Y si no voy?
– Entonces tendré que hacerlo yo, y será mucho peor. Para todos.
– No puedes. El secreto profesional te obliga a guardar silencio sobre lo que te he dicho.
Lo dijo como si fuera una afirmación, pero en realidad era una pregunta desesperada. Y, jurídicamente, una imbecilidad.
– Tú no eres mi cliente.
– ¿Y si digo que te has acostado conmigo? ¿Si te escupen derechito al colegio de abogados?
– Sería muy desagradable -admití-. Desagradable, pero sin consecuencias. Como te he dicho antes, no eres mi cliente y tampoco eres menor de edad.
Permaneció un breve rato sin hablar, buscando un último, desesperado argumento, pero no lo encontró. Entonces se dio cuenta de que habíamos llegado realmente al final.
– Eres un mierda. Me arrojas a los tiburones porque quieres que te paguen tus clientes. Te importan tres cojones ellos, yo, todos. Lo único que te importa es pillar tu cochino dinero.
Volví a poner el motor en marcha y recorrí las pocas manzanas que nos separaban de la entrada del cuartel. Navarra ya estaba allí y mientras pasaba por delante intercambiamos un gesto de saludo. Me detuve unos veinte metros más allá, aparcando el coche cerca de dos contenedores de basura.
– Antes de ir a la policía y de mandar mi vida a la mierda, te tengo que decir una cosa.
Su voz estaba cargada de rabia y agresividad y quizá se esperaba que le preguntara qué era lo que tenía que decirme. No lo hice y esto la enfureció aún más.
– He follado contigo sólo para tenerte controlado, para impedir que nos descubrieses.
En ese caso, se podría decir que no has tenido mucho éxito, pensé asintiendo.
– Ha sido como un trabajo, lo fingí todo, y tú me das asco. Eres un viejo, y cuando tengas alzheimer, o te mees encima, o andes apoyado en una cuidadora moldava, yo seré todavía joven y guapa, y recordaré asqueada que me has puesto las manos encima.
Eh, frena. Ahora estás exagerando un poco, jovencita. Me gustaría recordarte que nos llevamos veintidós años, no cuarenta. No son pocos, es verdad, pero cuando yo esté para que me atienda una cuidadora tú no serás exactamente una muchacha en flor.
No dije eso, pero estaba pensando seriamente en hacerlo cuando ella, en un alarde de estilo, puso fin a mi dilema y a toda aquella penosa situación.
– Eres un mierda -dijo, por si acaso no me había quedado claro el concepto que había expresado antes. Luego me escupió a la cara, abrió la puerta y salió del coche.
Yo permanecí inmóvil mientras la seguía por el espejo retrovisor.
La vi llegar hasta donde estaba Navarra y luego desaparecer con él, definitivamente, en el interior del cuartel.
Sólo entonces me limpié la cara y me fui de allí.
38
Durante unos pocos minutos pensé en llamar a Fornelli, decirle lo que había descubierto y dejar en sus manos la tarea de informar a los padres de Manuela.
En el fondo, había hecho el trabajo para el que me habían contratado. Mejor dicho: había hecho mucho más. Ellos me habían pedido -recordaba las palabras de Fornelli- que encontrase posibles nuevas líneas de investigación para sugerírselas a la fiscalía y que no archivase el dosier. Yo había ido más lejos, había llevado personalmente a cabo la investigación, había resuelto el caso y, por lo tanto, había cumplido mi función sobradamente.
No era mi responsabilidad ir a ver a los padres de Manuela y decirles cuál había sido el destino de su hija.
Fueron unos pocos minutos. Durante esos instantes cogí varias veces el teléfono para llamar a Fornelli y lo dejé otras tantas. Y pensé miles de cosas. Y al final me acordé de una vez en la que Carmelo Tancredi, puede que dos años atrás, me invitó a dar una vuelta en su lancha de goma.
Era un día de finales de mayo, el mar estaba en calma, la luz era vagamente lechosa.
Salimos del muelle de San Nicola, nos dirigimos hacia el norte y, a la hora, estábamos en el puerto antiguo de Giovinazzo. Era un lugar irreal, casi metafísico, el tiempo no había dejado huella alguna de su paso desde hacía dos o tres siglos. No había coches a la vista, ni antenas, ni lanchas a motor. Sólo barcas a remo, viejos bastiones, chavales en calzoncillos que se tiraban de cabeza al agua, grandes gaviotas que trazaban círculos en el aire, solitarias y elegantes.
Comimos focaccia, nos bebimos unas cervezas, tomamos el sol y hablamos mucho rato. Como suele ocurrir, de los comentarios banales pasamos a cuestiones esenciales.
– ¿Tú tienes reglas, Guerrieri? -me preguntó Tancredi en un momento determinado.
– ¿Reglas? Nunca lo he pensado, al menos no explícitamente, pero sí, creo que sí. ¿Y tú?
– Sí, yo también.
– ¿Cuáles son tus reglas?
– Soy policía. La primera norma, para un policía, es no humillar a la gente con la que tienes que tratar por motivos de trabajo. Tener poder sobre otras personas es algo obsceno, y la única forma de que sea tolerable es a través del respeto. Es la regla más importante, pero también la más fácil de violar. ¿Y las tuyas?