Desde que me había mudado al nuevo bufete había tomado la costumbre de dar largos paseos nocturnos por zonas que no conocía de la ciudad. Salía, como aquella noche, a eso de las diez, me tomaba un bocadillo deprisa y corriendo, o una porción de pizza o un sushi, y echaba a andar, con el paso de quien se dirige a un lugar muy concreto y no puede perder el tiempo. En realidad, no tenía que llegar a ninguna parte, aunque sí es probable que estuviese buscando algo.
Esos paseos nocturnos eran un buen sustituto de los entrenamientos pugilísticos cuando no me apetecía lo más mínimo entrenar pero, sobre todo, eran mi forma de explorar la ciudad y mi soledad. Cada tanto, me detenía a reflexionar sobre lo mucho que se habían enrarecido mis relaciones sociales desde que Margherita se había ido y, más aún, desde que me informó de que no iba a volver.
Añoraba mi vida anterior -mejor dicho, mis vidas anteriores-. Las más o menos normales. Las que tenía cuando estaba casado con Sara o, precisamente, cuando estaba Margherita. Pero era una añoranza leve, sin sufrimiento. O, al menos, con un grado de sufrimiento muy soportable.
A veces pensaba que me gustaría encontrar a alguien que me gustase tanto como me habían gustado ellas, pero me daba cuenta de que la hipótesis no era realista. La idea me producía una cierta tristeza, pero también ésta era soportable, por lo general. Y cuando, a veces, esa tristeza aumentaba, y bordeaba peligrosamente la autocompasión, me decía que no tenía de qué quejarme. Tenía el trabajo, el deporte, algún que otro viaje a solas, alguna escapada, de vez en cuando, con amigos amables y distantes. Y además estaban los libros. Algo echaba en falta, claro. Pero yo era de ese tipo de personas que de pequeño se quedaba muy impresionado cuando le decían que pensase en los niños de África que se morían de hambre.
Unas semanas antes había salido del bufete hacia las diez de la noche, después de un día de lluvia ininterrumpida. Había comprado un yogur al té verde en una tienda de productos étnicos que está abierta hasta muy tarde y me había encaminado, comiendo, hacia el norte.
Me gusta mucho comer por la calle. En las condiciones adecuadas -y aquellos paseos nocturnos lo eran- me devuelve recuerdos de mi infancia. Recuerdos nítidos, intactos y sin rastro de melancolía. A veces, me produce incluso una especie de euforia, como si se produjese algo así como un cortocircuito en el tiempo y yo fuese el mismo de entonces, con un montón de primeras veces ante mí. Lo cual es una ilusión, sí, pero una ilusión que no está nada mal.
Bordeé la interminable reja que ciñe el puerto, recorriendo el paseo Vittorio Veneto por el carril bici. La ciudad, después de toda la lluvia que había caído, parecía cubierta de laca negra y brillante. Sin bicicletas, sin peatones, muy pocos coches. Era como una escena de Blade Runner, y esta sensación se acentuó cuando me metí por las calles desiertas y lívidas que se desparramaban entre la Feria del Levante, un gigantesco complejo industrial abandonado desde hace años, y el antiguo matadero municipal, reconvertido ahora en biblioteca nacional, cuyos patios parecen cuadros de De Chirico. Por esa parte de la ciudad no hay bares, ni restaurantes, ni tiendas. Sólo talleres, depósitos, almacenes desiertos, chimeneas inactivas, patios de fábricas cerradas desde hace años y llenos de hierbajos, perros vagabundos, búhos, y huidizos zorros urbanos.
La inquietante amenaza que emana de esos sitios ejerce, curiosamente, un efecto beneficioso sobre mí. Como si me expurgase de mis inquietudes personales, atrayéndolas hacia su sombrío vórtice. Como si el miedo impreciso de un peligro externo me liberase del miedo, peor y menos controlable, de un peligro interior. Cuando doy estos paseos, por lugares desiertos y espectrales, duermo luego como un niño y, normalmente, también me despierto de buen humor.
Me encontraba en el medio de la no man's land, en la frontera entre el barrio Liberta y el barrio San Girolamo cuando, en una callejuela lateral, en la plenitud de aquella oscuridad húmeda y algo sucia, vi un anuncio luminoso azul y rojo, similar a un viejo neón de los años cincuenta.
Se trataba de un bar, y parecía como si alguien lo hubiera arrojado allí, entre los hangares industriales, los talleres y la oscuridad, desde un lejano lugar y un tiempo igual de lejano.
El nombre del bar era Chelsea Hotel n.° 2, es decir, el título de una de mis canciones preferidas, y desde el interior salía una luz verde y tenue, a causa de los cristales esmerilados, verdes, precisamente, y gruesos.
Entré y miré alrededor. En el aire flotaba un olor muy agradable: a comida, a limpio, y, ligeramente, a especias. Era como el olor de algunas casas, cálido y seco y confortable.
El local estaba decorado con piezas de mobiliario americano de los años cincuenta-sesenta, en consonancia con el anuncio de neón de la puerta y colocadas de forma aparentemente casual. En realidad, pensé mientras lo miraba, la decoración tenía muy poco de casual. Debía ser obra de alguien que sabía muy bien lo que se hacía y al que -o a la que- le había gustado hacerlo. Las paredes estaban recubiertas de carteles publicitarios de películas. Algunos de los más antiguos parecían originales y tenían un aire exquisito.
La música estaba a un volumen aceptable -odio la música a todo volumen, salvo raras excepciones-, había bastante gente, teniendo en cuenta la hora, y en el aire se advertía algo que sólo conseguí descifrar mientras me sentaba en la barra, en un taburete alto de madera forrado de cuero.
El Chelsea Hotel n.° 2 era un local gay. En ese instante de epifanía recordé que, años antes, me habían contado que la zona más animada y con más gente del ambiente gay de Nueva York era, precisamente, el barrio de Chelsea. Así pues -me dije en un susurro mental- el nombre del local en el que había entrado, tan deliberadamente americano, no era casual ni obedecía (sólo) a la pasión por Leonard Cohen.
En una mesa había dos chicas cogidas de la mano, que se hablaban callandito y que se besaban de vez en cuando. Me recordaron a las dos Giovanne, unas amigas de Margherita, paracaidistas y expertas en artes marciales. Es más, durante unos instantes me pregunté si no serían ellas, antes de comprender que las dos Giovanne no eran las únicas lesbianas de la ciudad.
En las otras mesas la presencia era mayoritaria o casi exclusivamente masculina.
De repente me sentí en una famosa escena de la película Loca academia de policía. Ésa en la que las dos reclutas descerebradas acaban en un local gay sado-maso donde terminan bailando agarrado con unos energúmenos armados de bigotazos, gorras nazis y uniformes de cuero negro. Me pregunté a cuántos tipos de ésos sería capaz de derribar antes de que, inevitablemente, me redujeran y sodomizaran.
Sí, de acuerdo, he exagerado. La situación, en realidad, era normalísima, la música no era de los Village People (mientras hacía estas reflexiones se deslizaba muy sobriamente, como música de fondo, «Dance me to the end of love») y nadie iba vestido, ni siquiera de lejos, en plan sado-maso.
Pero, una vez aclarado esto, mi presencia allí no dejaba de prestarse a todos los equívocos. Me imaginé qué haría si me encontraba con algún conocido -quizá con un colega o con un magistrado-, cómo intentaría explicarle que había terminado allí sólo a causa de mi costumbre de dar largos paseos nocturnos por las zonas degradadas de la ciudad.
Intenté recordar qué abogados y jueces conocía que fueran gays. Me vinieron cinco a la cabeza y comprobé, con alivio, que ninguno de ellos estaba allí.
Luego, inmediatamente después de este screening demencial, me dije que debía haberme vuelto ligeramente gilipollas. Aunque la situación fuese, ¿cómo decirlo?, algo atípica, tampoco era normal que mirase a mi alrededor con ese aire preocupado y vagamente furtivo, como si el letrero del local fuese CRAL Homosexuales Justicia o algo parecido.