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Mientras estaba planeando una estrategia para salir con desenvoltura -de aquel sitio y, a ser posible, también de mi agilipollamiento- una voz se impuso sobre las notas de Leonard Cohen, haciendo que se esfumaran para siempre las posibilidades de que mi paso por el Chelsea Hotel n.° 2 pasase desapercibido.

– ¡Abogado Guerrieri!

Me volví hacia mi derecha mientras enrojecía y me preguntaba cómo justificaría ante la propietaria de esa voz, fuese quien fuese, mi presencia en el local.

Nadia. Nadia No Recordaba Su Apellido.

Había sido una de mis clientes, cuatro o cinco años antes.

Ex modelo, ex actriz porno, ex acompañante de lujo, había sido arrestada por haber organizado y dirigido una excursión de acompañantes muy guapas y muy caras. Conseguí que la absolvieran, algo inesperado, gracias a lo que los legos en la materia llamarían un sofisma. En realidad, había descubierto un error de forma en las intervenciones o escuchas y, esta vez, la acusación se había venido abajo como una galleta cracker cuando la desmenuzas.

El recuerdo que tengo de Nadia, el día del juicio, es muy preciso. Vestía un traje de chaqueta gris marengo, una blusa blanca, iba sobriamente maquillada y parecía todo menos una prostituta. En realidad, ya había constatado antes, todas las veces en las que nos habíamos visto, que no se correspondía con ninguno de los clichés de su profesión. La primera vez, en la cárcel, inmediatamente después de que fuera arrestada; luego en mi bufete; y por último, en efecto, en el tribunal.

Esa noche llevaba unos vaqueros descoloridos y una camiseta blanca y adherente. Parecía -no sé cómo expresarlo- mayor y, al mismo tiempo, más joven y, pese a lo informal de su atuendo, estaba igual de elegante. Intenté recordar si cuando era mi cliente me había fijado ya en lo guapa que era.

– Hola, ¿cómo estás?…, es decir, buenas noches. Me ha salido hablarle de tú sin querer…, es decir, es que estoy sorprendido.

– A mí también me ha sorprendido encontrarte aquí. Bienvenido a mi local.

– ¿Su local? ¿Este lugar es suyo?

– Por mí no hay problemas en seguirnos tuteando.

– ¡Ah, sí, claro! Por mí tampoco.

– ¿Y qué es lo que haces por aquí?

Lo dijo sonriendo y me pareció notar que con un punto de malicia juguetona. La verdadera pregunta, sobreentendida pero no demasiado, era: ¿así que eres gay? Ahora entiendo por qué, cuando fui tu cliente, te comportaste con tanta corrección y no intentaste jamás aprovecharte de la situación.

NO. No soy gay. He entrado aquí por casualidad, porque por las noches doy largos paseos por las zonas más apartadas de la ciudad, porque me gusta caminar por donde no hay nadie y no, no he venido aquí para ligar, y, sí, sí, me doy cuenta de que cuesta creerlo, pero te aseguro que sólo estaba dando un paseo sin rumbo fijo, he visto la luz en medio de la oscuridad y he entrado, pero NO sabía que éste fuese un local…, bueno, un local de este tipo, no es que tenga prejuicios, entendámonos, soy un tipo de izquierdas, abierto de ideas, y tengo muchos amigos homosexuales.

De acuerdo, no tantos, pero algunos sí. En cualquier caso, repito: no soy gay.

No dije eso. Encogí los hombros y puse, creo, una cara que podía significar todo. Es decir, que no significaba nada. Es decir, que era la más apropiada para aquella situación.

– Bueno, estaba dando un paseo, he visto el cartel, me ha llamado la atención y he entrado a echar un vistazo. Un sitio muy agradable.

Ella sonrió.

– Pero ¿tú eres gay? No me lo pareció cuando era tu cliente.

Me alegré de que me hiciera esa pregunta. Simplificaba las cosas. Le dije que no, que no era gay, le hablé de mis paseos nocturnos, a ella le pareció algo perfectamente normal y yo la adoré por eso. Luego me ofreció un chupito de un ron delicioso del que nunca había oído hablar. Luego me ofreció otro, y cuando miré el reloj me di cuenta de que era realmente muy tarde y me levanté; ella me dijo que le prometiera que iba a volver, aunque no fuera gay. También venían clientes hetero -no muchos, añadió, pero algunos venían-, era un sitio tranquilo, se comía bien, con frecuencia había música en directo y, sobre todo, a ella le gustaría mucho que yo regresase. Lo dijo mirándome a los ojos, con una naturalidad que me gustó mucho, así que se lo prometí sabiendo que iba a cumplir mi promesa.

A partir de aquella noche me convertí en un cliente habitual del Chelsea Hotel. Me gustaba sentarme en aquel lugar, a solas, pero sin sentirme solo. Me sentía a mis anchas, con una sensación de alegre y algo insolente familiaridad que me recordaba algo que no conseguía aferrar.

Una de las primeras veces, mientras esperaba a que me trajeran la comida y estaba solo en la mesa, un chico se me plantó delante y me preguntó si podía sentarse.

Compórtate de forma civilizada, me dije mientras le hacía un gesto con la mano indicándole que sí, que claro que podía sentarse. Me dio la mano -un apretón de manos muy viril- y me dijo que se llamaba Oliviero. Tras intercambiar las típicas frases de rigor, Oliviero me dijo, mirándome intensamente a los ojos, que le gustaban los hombres maduros. Yo pensé que madura lo sería su madre, pero conseguí no decirlo y empecé, en cambio, a buscar una forma amable de explicarle que las cosas a veces no son lo que parecen, cuando llegó Nadia con la comida.

– Guido no es gay, Oliviero.

Él la miró, de abajo a arriba. Luego me miró a mí, con una expresión decepcionada.

– Qué pena. Aunque nunca se sabe. Tuve un novio, seguramente mayor que tú, que descubrió que era gay a los cuarenta y cuatro años. ¿Tú cuántos tienes?

– Cuarenta y cinco -dije con excesivo entusiasmo. Y luego precisé que no tenía a la vista cambios significativos en mis gustos sexuales. Aclarado este punto, si Oliviero quería, podía tomarse un vaso de vino conmigo.

Oliviero era abstemio, se fue al poco rato con aire perplejo, y ésa fue la única vez en la que un hombre intentó ligar conmigo en el Chelsea.

Iba hasta allí en bicicleta, escuchaba música y, a veces, descubría cosas que nunca había sentido antes, comía, charlaba con Nadia, bebía alcohol de primera y regresaba sereno a casa. Algo que, cuando se atraviesa una época difícil, no es poco.

Esa noche, cuando salí del bufete después de haber hablado con Fornelli y los señores Ferraro, pensé que era la noche indicada para ir al local de Nadia. Cogí, pues, la bicicleta, al cuarto de hora estaba allí y sólo entonces, al ver el cartel luminoso apagado y la puerta cerrada, recordé que los lunes cerraba.

Una noche equivocada, me dije encaminándome de nuevo hacia el centro y hacia casa, y previendo que no me iba a resultar fácil coger el sueño.

7

A la mañana siguiente Fornelli me llamó para darme nuevamente las gracias.

– Guido, gracias, de verdad. No creas que no entendí lo que intentabas decirme anoche. Sé que es sólo una tentativa y que seguramente no servirá para nada. Sé de sobra que no es tu trabajo.

– Está bien, Sabino, no te preocupes…

– Cuando el fiscal me dijo que iban a archivar el caso, lo único que se me ocurrió fue acudir a ti. Esos dos pobrecillos están destrozados. Él más que ella, como te habrás dado cuenta.

– ¿Él se está medicando?

Al otro lado de la línea se produjo una breve pausa.

– Sí, está de ansiolíticos hasta las cejas. Pero no parece que le hagan mucho efecto, salvo darle sueño. Quería… -Fornelli se dio cuenta de la terrible implicación que entrañaba el imperfecto y se corrigió en el acto-… quiere con locura a su hija y esta historia le ha destrozado. La madre es más fuerte, quiere luchar, no la he visto llorar ni una sola vez desde que desapareció la chica.

– Ayer no os pregunté si habíais probado suerte con ese programa…