John William Polidori habría sido, presumiblemente, un antiguo caserón otrora perteneciente a cierta tradicional familia porteña de remota ascendencia británica. Mi pintoresco interlocutor nunca había estado en Buenos Aires y las referencias con las que contaba eran pocas e imprecisas. Sin embargo, de acuerdo con la vaga semblanza que hiciera de la casa y según su emplazamiento "cercano al Congreso", no tuve dudas de cuál se trataba. Era un ruinoso palacete que, por curiosa coincidencia, me era absolutamente familiar. Infinidad de veces había pasado yo por la puerta de aquella extemporánea casa de la calle Río bamba, cuya arquitectura inciertamente victoriana jamás se adecuó a la fisonomía porteña. Nunca habían dejado de sorprenderme ni la desproporcionada palmera que -en el centro mismo de la ciudad de Buenos Aires- se elevaba por encima de los siniestros altos ni la reja que precedía al atrio, hostil y amenazante, eficaz a la hora de disuadir a cualquier inopinado vendedor ambulante de aventurarse más allá del portón.
Apenas hube llegado a Buenos Aires, no vacilé en relatar mi conversación de ultramar a mi amigo y colega Juan Jacobo Bajarlía -sin dudas nuestro más informado estudioso del género gótico-, quien se ofreció de inmediato a oficiar de Caronte en el infernal periplo porteño que se iniciaba a las puertas del caserón de la calle Riobamba. Me adelanto a decir que, gracias a sus artimañas de abogado y a sus argucias de escritor, llegamos, luego de infinitas indagaciones, hasta los presuntos documentos.
En honor a un compromiso de discreción, me es imposible revelar más detalles acerca del modo en que, finalmente, dimos con los supuestos "documentos". Y si me amparo en la cautelosa anteposición del adjetivo supuestos y en las precavidas comillas, lo hago en virtud de la sincera incertidumbre: no podría afirmar que tales papeles no fueran apócrifos ni tampoco lo contrario, porque en rigor no tuve la oportunidad siquiera de tenerlos en mis manos.
En realidad, durante la entrevista en el viejo caserón, no vi ningún originaclass="underline" nuestro anfitrión -cuya identidad me excuso de revelar- en parte nos leyó y en parte nos relató el contenido de los numerosos folios encarpetados, unos papeles fotostáticos ilegibles casi por completo. Las dimensiones del sótano, entre cuyas cuatro oscuras paredes nos encontrábamos, no pudieron abarcar el volumen de nuestro asombro. Como no nos estuviera permitido conservar ningún testimonio material ni una copia ni tan siquiera una anotación, lo que sigue es, a falta de memoria literal, una laboriosa reconstrucción literaria. La historia que resultó de la concatenación de las cartas
– fragmentos apenas- es tan fantástica como inesperada. A punto tal que la genealogía de The Vampyre sería, apenas, la llave que develaría otros increíbles hallazgos atinentes al concepto mismo de paternidad literaria.
En lo que a mí concierne, no le otorgo ninguna importancia al eventual carácter apócrifo de la correspondencia. De hecho, la literatura -a veces es necesario recurrir a Perogrullo- no reviste otro valor más esencial que el literario. Sea quien fuere el autor de las notas aquí reconstruidas, haya sido protagonista, testigo directo o tangencial, o un simple fabulador, no dudamos de que se trata de la invención de una infamia urdida por una monstruosa inventiva, cuya clasificación en el reino de los espantajos dejo por cuenta de los teratólogos. A propósito, entonces, de la veracidad -y, más aún, de la verosimilitud de los acontecimientos narrados a continuación, me veo en la obligación de suscribirme a las palabras de Mary Shelley en la advertencia que precede a su Frankenstein: "…ni remotamente deseo que se pueda llegar a creer que me adhiero de algún modo a tal hipótesis y, por otra parte, tampoco pienso que al fundar una narración novelesca en este hecho me haya limitado, en tanto escritor, a crear una sucesión de horrores pertenecientes a la vida sobrenatural".
Como quiera que sea, la historia se inicia, precisamente, a orillas del lago Leman en el verano europeo de 1816.
2
La residencia de la Villa Diodati era un esplendoroso palacio de tres plantas. El frente estaba presidido por una recova delimitada por una sucesión de columnas dóricas sobre cuyos capiteles descansaba una amplia veranda cubierta por un toldo. Un tejado piramidal, por donde asomaban tres claraboyas correspondientes a los altos, remataba la arquitectura de la mansión. El criado, un hombre adusto que hablaba lo mínimo indispensable, esperaba a los recién llegados bajo la recova. Con los pies completamente embarrados, trayendo los zapatos en las manos, los cuatro entraron al recibidor y, antes de que el criado intentara alcanzarles unas toallas, ya se habían quitado las ropas quedándose totalmente desnudos. Mary Shelley, alegremente exhausta, se recostó sobre el sillón y tomando de la mano a Percy Shelley lo atrajo hacia ella hasta hacerlo caer sobre su desnuda y agitada humanidad, rodeándolo con las piernas por detrás de la espalda.
Claire se había quitado la ropa lentamente y en silencio. No había sido un acto de deliberada concupiscencia, tal como supuso Byron; al contrario, se la veía ausente, procedía como si nadie más que ella estuviese en la pequeña sala de recepción. Se sentó sobre el brazo del sillón mientras Lord Byron la miraba extasiado. La piel de Claire estaba hecha de la misma pálida materia de la porcelana y su perfil parecía el de un camafeo que de pronto se hubiese animado. Sus pezones tenían un diámetro sorprendente y estaban coronados por una aréola rosada que, aun contraída por las finas gotas de agua y por el frío, superaba la circunferencia de la boca abierta de Byron, quien súbitamente se había arrodillado a sus pies y ahora, desnudo y jadeante, recorría con la lengua su piel mojada. Claire no lo apartó con brusquedad, ni siquiera se hubiese dicho que lo rechazó. Pero ante la helada indiferencia y el cerrado mutismo con que su amiga ignoraba las caricias que le prodigaba, Byron se puso de pie, giró sobre sus talones y, quizá para disimular el desprecio del que era objeto, desnudo como estaba, extendió su brazo sobre el hombro del criado y le susurró al oído:
– Mi fiel Ham, no me dejan alternativa. El criado se mostraba más preocupado por el lodazal en que se había convertido el recibidor -las ropas tiradas en el suelo, el tapizado de los sillones empapado- que por las procaces bromas de su Lord, aunque, en rigor, Ham nunca podía distinguir cuándo Byron hablaba en serio. En ese momento entró John Polidori quitándose la capa, debajo de la cual las ropas estaban apenas húmedas. Como además había tomado la precaución de caminar por el sendero de piedra, sus zapatos no presentaban el menor indicio de barro. Cuando vio el cuadro, no pudo evitar un gesto de puritano fastidio.
– Oh, mi querido Polly Dolly, todos me rechazan, has llegado justo para llenar mi soledad.
John Polidori era capaz de soportar con estoica resignación las más crueles humillaciones, había aprendido a hacer oídos sordos a las ofensas más despiadadas, pero nada le provocaba tanto odio como que su Lord lo llamara Polly Dolly.
John William Polidori, muy joven por entonces, representaba aún menos edad de la que tenía. Quizá cierto infantilismo espiritual le confería una apariencia aniñada que contrastaba con su fisonomía adulta. Así, las cejas negras y tupidas se veían desproporcionadamente severas en comparación con su cándida mirada. Al igual que un niño, no podía disimular los sentimientos más primarios como el fastidio o la excitación, la congoja o el júbilo, la fascinación o la envidia. Tal vez esta última constituyera el rasgo que menos podía ocultar. Y, sin duda, el rapto de pudibundez frente al cuadro que se presentaba ante sus ojos no tenía otro motivo que el de los celos que le provocaban los nuevos amigos de su Lord. Miraba con recelo a todo aquel que se acercara a Byron. No se diría, sin embargo, que el origen de su desconfianza estuviese orientado a proteger a su Lord sino, más bien, a conservar un lugar en su siempre huidiza estima. Después de todo, él era su mano derecha y merecía un justo reconocimiento. John Polidori examinaba ahora a aquel trío de extraños con unos celos infantiles; pero detrás de aquellos ojos renegridos y pueriles parecía anidar un magma de odio contenido siempre a punto de hacer erupción, una malicia tan imprevisible como ilimitada.