Entre las cuatro hediondas paredes de aquella celda, revolvía los papeles que se apilaban en el arcón. Por completo fuera de sí, introdujo los brazos y, abarcando todo cuanto podían sus pequeñas manos, levantó una parva de papeles que volaron por los aires: eran decenas de cartas. Una había quedado colgando de su bolsillo. La leyó.
Notre (horrible) Dame:
Si de mi humilde persona dependiese, ya os hubiera dado el ministerio que hoy ocupa -o debería decir "usurpa "- el ridículo conde Rasumovskiz, cuya monstruosidad es de una tipología infinitamente más abyecta que la vuestra. Ya quisiera el ministro servirse del talento que os adorna, aunque mucho me temo que no tenga nada bueno para daros a cambio, ya que ni siquiera goza del vigor que ostenta nuestro archimandrita Fotij -Señor líbranos a nosotros, pobres pecadores, de estos pastores- quien al parecer muestra igual pasión por el alma de los hombres que por el cuerpo de las mujeres. Con más fundamentos que el archimandrita, puedo deciros lo mismo que Fotij a la señora Orlov: "¿Qué es lo que has hecho de mí, convirtiendo en alma mi cuerpo?".
He leído con infinito placer la segunda parte de La dama de pique. En verdad es el relato que quisiera estar escribiendo. Mucho me complacería saber cómo habrá de terminar mi historia. Os espero esta noche.
Alexander Puschkin
Había centenares de nombres ignotos, por completo desconocidos. Se sentía el más imbécil de los hombres. No ya porque había sido vilmente engañado, sino porque eran los suyos competidores de baja calaña, amantes sin fama ni gloria ni futuro. Leía las rúbricas de las cartas con el desconsuelo de un noble que hubiera sido víctima de adulterio a manos de su lacayo. Tres cartas de un tal E. T. A. Hoffmann, media docena de un ignoto Ludwig Tieck. Sacaba cartas esperando, cuanto menos, encontrar nombres célebres; pero no encontró sino ilustres desconocidos: Chateaubriand, Rivas, Fernán Caballero, Vicente López y Planes.
Con desesperación revolvía desordenadamente, enceguecido por el odio, las innumerables cartas que se apilaban en el arcón. Al azar, extrajo otra.
La siguiente carta llevaba la firma de Mary Shelley. La lectura del primer párrafo lo sumió en un terror indecible; había sido partícipe y testigo de los acontecimientos más horrorosos. Pero jamás había leído algo tan descarnado y sombrío. John Polidori no podía seguir leyendo. Las letras se convertían en figuras ondulantes que de pronto dejaron de representar sentido alguno. John Polidori se desmayó.
Nunca más, hasta el día de su temprana muerte, habría de recuperar la razón.
12
Pocos son los datos ciertos que se conocen sobre John William Polidori durante el curso de los cuatro años que sobrevivió a aquel verano que cambió el curso de la literatura universal. De su propio diario se desprende que el joven médico -según Byron, "más apto para producir enfermedades que para curarlas"- marchaba irremediablemente hacia un desequilibrio definitivo. Aprovechando la ausencia de su Lord, el secretario entregó los manuscritos de The Vampyre en 1819. La obra se publicó y, contrariando los pronósticos del propio Lord, la edición se agotó el mismo día de su salida. Sin embargo, la obra no había aparecido con la firma de su presunto autor, John Polidori, sino con la de Byron. Desde Venecia, indignado y furioso, Lord Byron hizo llegar al editor una categórica desmentida. Mary Shelley fue aún más lapidaria: en la advertencia que precede a su novela Frankenstein, en la que relata las circunstancias en las que concibió a su criatura durante el curso de aquel lluvioso verano de 1816 en Villa Diodati, hace mención al pacto según el cual "cada uno de nosotros debía escribir un cuento fundado en alguna manifestación sobrenatural". Hacia el final del pequeño prólogo, Mary Shelley afirma falsamente que "el tiempo mejoró de improviso y mis amigos me abandonaron para dedicarse a explorar los Alpes, entre cuyos magníficos parajes olvidaron nuestro compromiso con las evocaciones espectrales. Por ello, el relato que se ofrece a continuación es el único que llegó a concluirse". Por alguna extraña razón, la autora de Frankenstein decidió omitir el nacimiento de The Vampyre e ignorar con el más cruel de los silencios a John William Polidori.
Fue justamente en su derrotero italiano, durante su estadía en Pisa, en 1821, cuando Byron fue notificado del suicidio de su secretario. Y lo lamentó profunda y sinceramente. Quizás hubiese sido un consuelo saber que el pobre Polly Dolly había sido capaz de las tres proezas de las que ni él mismo fue consciente.
La historia ha dejado suficientes evidencias de la existencia de las mellizas Legrand. En los libros del Hótel d'Angleterre de Ginebra existe aún el registro de su hospedaje. Sin embargo, es absolutamente improbable que haya existido la supuesta trilliza oculta. Al menos, en lo que a mí concierne, no he conseguido hallar ninguna evidencia.
Me resisto a tomar como prueba el sobre negro -lacrado con un sello púrpura en cuyo centro se sospecha una presunta, casi ilegible, letra L- que apareciera, inopinadamente, sobre mi mesa de trabajo y que aún no me he resuelto a abrir.
Fin