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Sin otro propósito que el de poner un poco de orden, Ham, con paternal autoridad y delicada firmeza, batió las palmas conminando a los huéspedes a ponerse de pie. Como si se tratase de un grupo de niños, los condujo a las habitaciones que les habían sido asignadas previamente por el anfitrión, Lord Byron. Desnudos y todavía mojados, atravesaron el gran salón de la planta inferior, subieron las escaleras e ingresaron a un largo y oscuro pasillo a cuyos lados se sucedían las puertas de las habitaciones. Las hermanastras ocuparían la alcoba central de la primera planta, que era la más suntuosa y a la que se accedía por una puerta de doble hoja. A Shelley se le había asignado la habitación contigua de la derecha, mientras que Byron ocuparía la de la izquierda, ambas igualmente comunicadas por una puerta con la alcoba principal.

Cuando Ham hubo terminado de alojar a cada huésped en su habitación, notó que unos pasos más atrás, de pie en el lugar más oscuro del pasillo, permanecía John Polidori. El criado se acercó al secretario de Lord Byron y, examinándolo de arriba abajo, le preguntó:

– ¿El doctor espera algo?

– Mi habitación -titubeó Polidori, al tiempo que le extendía su pequeña maleta con una sonrisa indecisa, estúpida.

El criado se limitó a señalarle la escalera con un desdeñoso cabeceo.

– Segunda puerta -dijo lacónico, giró sobre sus talones y dejó a Polidori con el brazo extendido y la maleta suspendida delante de sus propias narices.

Si bien entre uno y otro existía la natural competencia de jerarquía y atribuciones inevitable entre un criado y un secretario, Polidori inspiraba un indisimulable desprecio, aun en aquellos que lo trataban por primera vez; aversión que, por otra parte, el mismo Polidori parecía cultivar. Se diría que encontraba un delicioso placer en la propia conmiseración.

El pequeño cuarto situado en los altos era un cubil oscuro apenas ventilado por una diminuta ventana que, como un ojo acechante, asomaba entre las tejas. La habitación estaba exactamente sobre la de Byron, de modo que si Lord necesitaba los servicios de su secretario no tenía más que golpear el techo con un largo palo que se había procurado para ese fin con el solo propósito de obligarlo a subir y bajar las escaleras.

John Polidori terminaba de cambiarse las ropas húmedas cuando reparó en que sobre su escritorio había una carta. En rigor, demoró en darse cuenta de que aquello que descansaba junto al candil era, efectivamente, una carta. Se trataba de un sobre negro en cuyo reverso se destacaba, como un crespón, un enorme lacrado púrpura: en su centro había grabada una barroca letra L. Pensó que era correspondencia para Lord Byron y que el criado la había dejado allí por error; sin embargo, cuando leyó el frente, advirtió que, en realidad, en el lugar del destinatario decía, en letras blancas, "Dr. John W. Polidori". No había razones para recibir correspondencia en aquel sitio, ya que, en rigor, nadie sabía de su reciente llegada a Villa Diodati. Antes de abrirla, Polidori corrió escaleras abajo y se dirigió al office donde el casero instruía a la cocinera sobre los gustos de Lord y sus invitados.

– ¿Cuándo llegó esta carta? -irrumpió, imperativo, Polidori.

El criado no se inmutó. Apenas emitió un mínimo suspiro de contrariedad.

– Parece que en Italia no se estila anunciarse -le dijo a la cocinera, sin mirar siquiera al recién llegado. Ignoro de qué carta me habla el doctor. Por otra parte, la correspondencia no me compete a mí sino casualmente al secretario. De cualquier modo, le informo al doctor que no ha llegado carta alguna. Por cierto, si hubiese correspondencia para mí, le rogaría al señor secretario me lo hiciera saber -concluyó y, sin levantar la vista del generoso escote que se erigía a su lado, continuó instruyendo a la cocinera.

John Polidori volvió sobre sus pasos. Miraba la carta con unos ojos hechos de intriga. Por cierto, aquel infrecuente sobre negro resultaba de tan mal agüero como un cuervo. Por otra parte, ante la evidencia cierta de que no había sido el criado, se preguntaba quién habría dejado el sobre en su escritorio. Daba por descontado, además, que si de los nuevos amigos de su Lord no podía esperar más que una sorda indiferencia, mucho menos iban a tener la amabilidad de alcanzarle una carta. Que Byron procediera como el secretario de su secretario llevándole la correspondencia hasta la habitación tampoco parecía una hipótesis plausible. Lo más razonable sería abrir el sobre, leer la carta y así despejar el pequeño enigma. Pero a John Polidori no lo adornaba el don del pragmatismo. No podía evitar, a propósito de cualquier nimiedad, desplegar las más complicadas conjeturas y esperar el desenlace de los más sombríos augurios. No lo atormentaba el sinsentido de la existencia, sino que, por el contrario, su padecimiento consistía en otorgarle a todo un oculto sentido: el universo era un designio urdido contra su propia persona. Tuvo, inclusive, la supersticiosa idea de no abrir el sobre y echarlo inmediatamente al fuego. Aquella carta no podía significar sino la más negra de las señales. Y quizá, por primera y única vez, no se equivocaba. Tal vez el destino de John William Polidori hubiese sido otro de no haber abierto jamás aquel amenazante sobre negro.

3

Ginebra, 15 de julio de 1816

Dr. John Polidori:

Quizás os sorprenderéis al recibir esta carta o, mejor dicho, de que ésta os reciba a vuestra llegada. He querido serla primera en daros la bienvenida. No os molestéis en ir al final de estas notas para descubrirla identidad del rubricante, pues en verdad no me conocéis. Pero ni sospecháis cuánto os conozco. Antes de que avancéis en la lectura, debo suplicaros que no enteréis a nadie de esta carta; de vuestro silencio depende, ahora, mi vida. Confío en que guardaréis el secreto pues, desde el momento en que habéis leído aunque más no fuera sólo estas primeras líneas, también vuestra vida depende irremediablemente de la mía. No lo toméis como una amenaza, al contrario, me ofrezco como vuestro ángel guardián en este lugar horripilante. Bajo otras circunstancias os recomendaría que partierais ahora mismo. Pero ya es demasiado tarde. Hace apenas unos meses que -contra mi voluntad- me encuentro aquí y por cierto, nada bueno me ha deparado este sitio, salvo vuestra esperada visita. Este verano se ha presentado inusualmente espantoso; ni un solo día ha brillado el sol. Nunca he visto este lugar tan deshabitado. Pronto comprobaréis que hasta los pájaros han emigrado. He comenzado a temer a todo. Hasta mi propia persona, por momentos, me resulta extraña y temible. Yo que, lo digo sin petulancia, jamás he temido a nada. Sin embargo, acontecimientos muy extraños han comenzado a sucederse. La muerte se ha enseñoreado de este lugar: el lago se ha convertido en un animal traicionero. Desde el comienzo del verano se ha devorado sin piedad tres barcazas, de las cuales no se ha encontrado ni una madera. Literalmente desaparecieron dentro de su negra entraña y nada se ha vuelto a saber de sus ocupantes. Hace tres días, dos cuerpos aparecieron salvajemente mutilados al pie de los montes, cerca del Castillo de Chillon. Yo misma los he visto. Se trataba de dos hombres jóvenes -aproximadamente de vuestra edad- que vivían muy cerca de la residencia que vosotros ocupáis. Ignoro el modo en que llegaron -vivos o ya muertos- a la orilla opuesta del Leman. Y, lo que más me atormenta, no podría asegurar que yo misma no tenga alguna responsabilidad en este siniestro acontecimiento. Pero no os inquietéis, me estoy adelantando.