Vuestra anhelada presencia me tranquiliza, no porque espere nada de vos -al menos por ahora-, sino porque la sola idea de protegeros -sin dudas que lo necesitaréis- me devuelve algo del valor que había perdido.
Si eleváis ahora mismo la mirada por sobre estas notas, veréis, del otro lado de vuestra ventana, la orilla contraria del lago. Mirad ahora las lejanas y tenues luces que se distinguen sobre la cima del monte más encumbrado. Es allí donde estoy ahora. Cuando leáis estas líneas, yo estaré vigilando vuestra ventana.
John Polidori interrumpió la lectura. Aquella última frase lo había estremecido. Se incorporó, desempañó el vidrio con la palma de la mano y miró a través de la ventana. Detrás de la cortina de agua que caía oblicua sobre el lago, apenas podían distinguirse las montañas cuyos picos se fundían con el cielo tempestuoso. Sobre la otra orilla brillaban dos lejanas luces mortecinas. Sopló la llama del candelero que iluminaba su escritorio. La tormenta era tal, que la habitación quedó casi por completo a oscuras. Cuando volvió a mirar por la ventana, descubrió que una de las luces de la otra orilla ya no brillaba. Así, en la penumbra, se quedó contemplando. Al cabo de un rato, volvió a encender las velas del candelabro. Entonces, como si fuese obra de su propia acción, al mismo tiempo, la lejana luz tras el lago volvió a brillar. Aquel primer e inusual diálogo lo estremeció de terror. Efectivamente, John Polidori tuvo la inquietante certeza de que estaba siendo observado.
4
Desde el piso inferior llegaban en sordina las carcajadas de Mary y Claire, y el dulce perfume del ajenjo, el tabaco y los aromatizantes turcos, combinación a la que Polidori jamás se había terminado de acostumbrar y que le provocaba unas náuseas incontenibles. Irreflexivamente abrió la ventana, pero un miedo supersticioso lo obligó a cerrarla de inmediato. De pronto, todo el paisaje que se ofrecía al otro lado de la ventana -cuya majestuosidad quedaba coronada por el imponente nevado del Mont Blanc-, todo aquel esplendoroso panorama velado por una translúcida mortaja de lluvia, quedó reducido a aquella minúscula luz acechante que, como un lejano ojo ciclópeo, lo observaba desde la cima de la montaña. Como movido por una voluntad contraria a la suya, retomó la lectura.
Os hablaré de mí. Debo anticiparme a decir que habré de revelaron un secreto para el cual, quizás, aún no estéis preparado. Pero confío en que, durante el curso de la lectura de esta carta, el temple de médico se impondrá a vuestra envidiable juventud. No imagináis lo que para mí significa que estéis leyendo estas líneas. Ni sospecháis, tan siquiera, el peso -antiguo como mi larga vida- del que me estáis librando. Aunque pueda pareceros increíble sois el primero y el único -fuera de mi familia, si es que así mereciera llamarse- que sabe de mi, hasta ahora, anónima existencia. Pero todavía no me he presentado. Mi nombre es Annette Legran d. Sois muy joven, pero aun así, tal vez no me equivoque si afirmo que alguna vez habréis oído hablar de mis hermanas, Babette y Colette Legrand.
En efecto, John Polidori no solamente había escuchado hablar de las mellizas Legrand, sino que, según recordaba, había tenido oportunidad de conocerlas en casa de Miss Mardyn o -no estaba seguro- quizás en una de las escandalosas fiestas que diera cierta amiga de su Lord, una actriz del DruryLane. Pero, sí, recordaba con absoluta claridad a las hermanas Legrand. John Polidori se había quedado vivamente sorprendido de la singularidad de las -ya por entonces- retiradas actrices. Además de ser exactamente iguales, era motivo de comentarios la increíble unicidad que parecía gobernar sus movimientos: caminaban a la par y nunca se alejaban entre sí a más de un paso de distancia; reían de las mismas cosas o bien se mostraban idénticamente aburridas ante tal o cual conversación; tenían una natural inclinación a interrumpir los más interesantes comentarios justo en el ansiado momento del desenlace de la eventual anécdota y parecían estar animadas por un mismo y único espíritu. Pero lo que más lo había sorprendido era la desinhibida lascivia con que examinaban a cuanto hombre se cruzara frente a sus narices. No mostraban el menor pudor en clavar la mirada en las más prominentes entrepiernas. Sin el menor reparo, seguían con los ojos -o, llegado el caso, girando impúdicamente las cabezas la trayectoria del eventual "galán". En esas circunstancias, murmuraban una en el oído de la otra y se reían, nerviosa y acaloradamente, sin disimular la alegre excitación que las asaltaba. Según parecía, no mostraban la menor preocupación por desmentir los turbios rumores que sobre ellas corrían. Rumores que iban desde las habladurías susurradas al oído hasta la injuria materialmente grabada en las puertas de los retretes públicos. Incluso recordaba haber leído en cierto artículo periodístico el neologismo "legrandesco", aplicado a cierta dama cuya reputación se estaba poniendo en duda. Al menos su Lord conservaba una altiva dignidad frente a los rumores sobre su intimidad y, en público, se cuidaba de guardar las apariencias. "Las calumnias son demasiado infames para contestarlas sólo con desdén", le había escuchado decir recientemente, cuando un indignado caballero lo enfrentara en los pasillos del Hótel d'Angleterre increpándolo porque él y sus "pestilentes amigos" constituían una "sociedad incestuosa que ofendía a la Corona". En cambio, las hermanas Legrand no parecían prestarle ninguna importancia a las formas.
Polidori recordaba. Se hubiera dicho que tenía la mirada perdida en un punto impreciso, lejos de este mundo. Aquellos ojos que parecían no ver otra cosa que el paisaje difuso de su propia memoria no dejaban de escudriñar, sin embargo, aquel punto de luz sobre la cima de la montaña. John Polidori dejó la carta sobre el pequeño escritorio. Caminó de aquí para allá como si en algún lugar de su cuarto fuera a encontrar alguna explicación. De pronto se vio asaltado por un arrebato de razón: se asomó por la ventana apoyando los codos sobre el alféizar y el mentón sobre los puños. Consideró largamente la tenue multitud de luces que brillaban paralelas al lago. En la misma dificultad con que tropezó para contarlas encontró la solución: algunas se apagaban y otras aparecían súbitamente desde la lejana penumbra, unas titilaban débilmente hasta desaparecer por completo y otras eran, quizá, no más que pequeñas virtualidades reflejadas en el agua. Se dijo que si en ese preciso instante a él se le ocurría soplar la llama del candil, al mismo tiempo y por obra del más puro azar, alguna de todas aquellas luces que ahora veía habría de apagarse.
En efecto, ni siquiera hizo falta que soplara la vela: una frágil lucecita que brillaba sobre la cresta de un monte dejó de arder. Sonrió. Se reía de su propia estupidez. Su Lord se estaba burlando de su supersticiosa imaginación. Dobló la apuesta para confirmar la hipótesis. Se dijo que, si ahora mismo y suponiendo que momentos antes la hubiese apagado, él volviera a encender la luz, seguramente algún otro candil lejano habría de empezar a brillar desde la nada. Al cabo de unos breves segundos pudo ver aparecer, hacia el oeste, un punto luminoso. Todo aquello no era más que una estúpida broma urdida, sin dudas, por alguna de las dos pequeñas arpías. Aquellas risas que provenían desde la escalera confirmaban sus conjeturas. Ahora estaba todo claro: habían contado con la complicidad del criado, quien había dejado la carta en su habitación antes de que él entrara. Por eso lo habían dejado rezagado en el espigón apurando el paso para adelantarse a su llegada. Más aún, ahora recordaba que la noche anterior a la partida de Ginebra, en el Hótel d'Angleterre, los cuatro habían comentado algunos pasajes de aquel horroroso relato de Matthew Lewis, The Monk, y como Polidori no pudiera disimular cierto escozor, se divirtieran a expensas de él, contando historias cada vez más siniestras. Aquella carta que ahora sostenía entre el índice y el pulgar había sido escrita por Mary o por Claire. Al igual que las luces que se prendían y apagaban sin arreglo a ninguna lógica externa, la luz que brillaba en lo alto de la montaña -se dijo- había dejado de arder en virtud de la más pura casualidad. John Polidori plegó la carta en cuatro y se dispuso a bajar para anunciar el fin de la broma. Sin embargo, antes de salir de la habitación, para conmiserarse de su propia estupidez y convencerse de la fragilidad de la farsa, tomó el candelabro, lo acercó a la ventana y, usando el sobre a guisa de pantalla, lo interpuso entre la vela y el vidrio ocultando la llama durante tres intervalos iguales y uno más prolongado. Hecho esto, se quedó contemplando la orilla opuesta. Con una carcajada sonora, se rió de su propia imbecilidad. En el exacto momento en que estaba por girar sobre sus talones y abandonar el cuarto, pudo ver con nitidez que la lejana luz en la cima se interrumpió en tres intervalos iguales y uno más prolongado.